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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA CUMBRE INTERNACIONAL DE JUECES Y MAGISTRADOS
CONTRA EL TRÁFICO DE PERSONAS Y EL CRIMEN ORGANIZADO

Casina Pío IV
Viernes 3 de junio de 2016

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Buenas tardes. Los saludo cordialmente y renuevo la expresión de mi estima por su colaboración para contribuir al progreso humano y social del que es capaz la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales.

Si me alegro de esta contribución y me complazco con ustedes es también en consideración al noble servicio que pueden ofrecer a la humanidad, ya sea profundizando en el conocimiento de ese fenómeno tan actual, la indiferencia en el mundo globalizado y sus formas extremas, ya sea en las soluciones frente a este reto, tratando de mejorar las condiciones de vida de los más necesitados entre nuestros hermanos y hermanas. Siguiendo a Cristo, la Iglesia está llamada a comprometerse. O sea, no cabe el adagio de la Ilustración, según el cual la Iglesia no debe meterse en política, la Iglesia debe meterse en la gran política porque —cito a Pablo VI— “la política es una de las formas más altas del amor, de la caridad”. Y la Iglesia también está llamada a ser fiel con las personas, aun más cuando se consideran las situaciones donde se tocan las llagas y el sufrimiento dramático, y en las cuales están implicados los valores, la ética, las ciencias sociales y la fe; situaciones en las cuales el testimonio de ustedes como personas y humanistas, unido a la competencia social propia, es particularmente apreciado.

En el curso de estos últimos años no han faltado importantes actividades de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales bajo el vigoroso impulso de su Presidenta, del Canciller y de algunos colaboradores externos de notorio prestigio, a quienes agradezco de corazón. Actividades en defensa de la dignidad y libertad de los hombres y mujeres de hoy y, en particular, para erradicar la trata y el tráfico de personas y las nuevas formas de esclavitud tales como el trabajo forzado, la prostitución, el tráfico de órganos, el comercio de la droga, la criminalidad organizada. Como dijo mi predecesor Benedicto XVI, y lo he afirmado yo mismo en varias ocasiones, éstos son verdaderos crímenes de lesa humanidad que deben ser reconocidos como tales por todos los líderes religiosos, políticos y sociales, y plasmados en las leyes nacionales e internacionales.

El encuentro con los líderes religiosos de las principales religiones que hoy influyen en el mundo global, el 2 de diciembre del 2014, así como la cumbre de los intendentes y alcaldes de las ciudades más importantes del mundo, el 21 de julio del 2015, han manifestado la voluntad de esta Institución en perseguir la erradicación de las nuevas formas de esclavitud. Conservo un particular recuerdo de estos dos encuentros, como también de los significativos seminarios de los jóvenes, todos debidos a la iniciativa de la Academia. Alguno puede pensar que la Academia debe moverse más bien en un ámbito de ciencias puras, de consideraciones más teóricas. Esto responde ciertamente a una concepción ilustrada de lo que debe ser una Academia. Una Academia ha de tener raíces, y raíces en lo concreto, porque sino corre el riesgo de fomentar una reflexión líquida que se vaporiza y no llega a nada. Este divorcio entre la idea y la realidad es evidentemente un fenómeno cultural pasado, más bien de la Ilustración, pero que todavía tiene su incidencia.

Actualmente, inspirada por los mismos deseos, la Academia ha convocado a ustedes, jueces y fiscales de todo el mundo, con experiencia y sabiduría práctica en la erradicación de la trata y tráfico de personas y de la criminalidad organizada. Ustedes han venido aquí representando a sus colegas, con el loable propósito de avanzar en la toma de conciencia cabal de estos flagelos y, consecuentemente, manifestar su insustituible misión frente a los nuevos retos que nos plantea la globalización de la indiferencia, respondiendo a la creciente solicitud de la sociedad y en el respeto de las leyes nacionales e internacionales. Hacerse cargo de la propia vocación quiere decir también sentirse y proclamarse libres. Jueces y fiscales libres ,¿de qué?: de las presiones de los gobiernos, libres de las instituciones privadas y, naturalmente, libres de las “estructuras de pecado” de las que habla mi predecesor san Juan Pablo II, en particular, de la “estructura de pecado”, libres del crimen organizado. Yo sé que ustedes sufren presiones, sufren amenazas en todo esto, y sé que hoy día ser juez, ser fiscal, es arriesgar el pellejo, y eso merece un reconocimiento a la valentía de aquellos que quieren seguir siendo libres en el ejercicio de su función jurídica. Sin esta libertad, el poder judicial de una Nación se corrompe y siembra corrupción. Todos conocemos la caricatura de la justicia, para estos casos, ¿no?: La justicia con los ojos vendados que se le va cayendo la venda y le tapa la boca.

Felizmente, para la realización de este complejo y delicado proyecto humano y cristiano: liberar a la humanidad de las nuevas esclavitudes y del crimen organizado, que la Academia cumple siguiendo mi pedido, se puede contar también con la importante y decisiva sinergia de las Naciones Unidas. Hay una mayor conciencia de esto, una fuerte conciencia. Agradezco que los representantes de las 193 Naciones miembros de la ONU, que hayan aprobado unánimemente los nuevos objetivos del desarrollo sostenible e integral, y en particular la meta 8.7. Esta reza así: “Adoptar medidas inmediatas y eficaces para erradicar el trabajo forzoso, poner fin a las formas modernas de esclavitud y la trata de seres humanos, y asegurar la prohibición y eliminación de las peores formas de trabajo infantil, incluidos el reclutamiento y la utilización de niños soldados, y, a más tardar en 2025, poner fin al trabajo infantil en todas sus formas”. Hasta aquí la resolución. Bien se puede decir que ahora es un imperativo moral para todas las Naciones miembros de la ONU actuar tales objetivos y tal meta.

Para ello, es obligatorio generar un movimiento trasversal y ondular, una “buena onda”, que abrace a toda la sociedad de arriba para abajo y viceversa, desde la periferia al centro y al revés, desde los líderes hacia las comunidades, y desde los pueblos y la opinión pública hasta los más altos estratos dirigenciales. La realización de ello requiere que, como ya lo han hecho los líderes religiosos, sociales y los alcaldes, también los jueces tomen plena conciencia de este desafío, que sientan la importancia de su responsabilidad ante la sociedad, y que compartan sus experiencias y buenas prácticas, y que actúen juntos —importante, en comunión, en comunidad, que actúen juntos— para abrir brechas y nuevos caminos de justicia en beneficio de la promoción de la dignidad humana, de la libertad, la responsabilidad, la felicidad y, en definitiva, de la paz. Sin ceder al gusto por la simetría, podríamos decir que el juez es a la justicia como el religioso y el filósofo a la moral, y el gobernante o cualquier otra figura personalizada del poder soberano es a lo político. Pero solamente en la figura del juez la justicia se reconoce como el primer atributo de la sociedad. Y esto hay que rescatarlo, porque la tendencia, cada vez mayor, es la de licuar la figura del juez a través de las presiones, etcétera, que mencioné antes. Y, sin embargo, es el primer atributo de la sociedad. Sale en la misma tradición bíblica, ¿no es cierto? Moisés necesita instituir setenta jueces para que lo ayuden, que juzguen los casos, el juez a quien se recurre. Y también en este proceso de licuefacción, lo contundente, lo concreto de la realidad afecta a los pueblos. O sea, los pueblos tienen una entidad que les da consistencia, que los hace crecer, y hacer sus propios proyectos, asumir sus fracasos, asumir sus ideales, pero también están sufriendo un proceso de licuefacción, y todo lo que es la consistencia concreta de un pueblo tiende a transformarse en la mera identidad nominal de un ciudadano, y un pueblo no es lo mismo que un grupo de ciudadanos. El juez es el primer atributo de una sociedad de pueblo.

La Academia, convocando a los jueces, no aspira sino a colaborar en la medida de sus posibilidades según el mencionado objetivo de la ONU. Cabe aquí agradecer a aquellas Naciones que por intermedio de los Embajadores ante la Santa Sede no se han mostrado indiferentes o arbitrariamente críticas, sino que, por el contrario, han colaborado activamente con la Academia en la realización de esta Cumbre. Los Embajadores que no sintieron esta necesidad, o que se lavaron las manos, o que pensaron que no era tan necesario, los esperamos para la próxima reunión.

Pido a los jueces que realicen su vocación y misión esencial: establecer la justicia sin la cual no hay orden, ni desarrollo sostenible e integral, ni tampoco paz social. Sin duda, uno de los más grandes males sociales del mundo de hoy es la corrupción en todos los niveles, la cual debilita cualquier gobierno, debilita la democracia participativa y la actividad de la justicia. A ustedes, jueces, corresponde hacer justicia, y les pido una especial atención en hacer justicia en el campo de la trata y del tráfico de personas y, frente a esto y al crimen organizado, les pido que se defiendan de caer en la telaraña de las corrupciones.

Cuando decimos “hacer justicia”, como ustedes bien saben, no entendemos que se deba buscar el castigo por sí mismo, sino que, cuando caben penalidades, que éstas sean dadas para la reeducación de los responsables, de tal modo que se les pueda abrir una esperanza de reinserción en la sociedad, o sea, no hay pena válida sin esperanza. Una pena clausurada en sí misma, que no dé lugar a la esperanza, es una tortura, no es una pena. En esto yo me baso también para afirmar seriamente la postura de la Iglesia contra la pena de muerte. Claro, me decía un teólogo que en la concepción de la teología medieval y post-medieval, la pena de muerte tenía la esperanza: “se los entregamos a Dios”. Pero los tiempos han cambiado y esto ya no cabe. Dejemos que sea Dios quien elija el momento… La esperanza de la reinserción en la sociedad: “Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante” (san Juan Pablo II, EV, n. 9). Y, si esta delicada conjunción entre la justicia y la misericordia, que en el fondo es preparar para una reinserción, vale para los responsables de los crímenes de lesa humanidad como también para todo ser humano, a fortiori vale sobretodo para las víctimas que, como su nombre indica, son más pasivas que activas en el ejercicio de su libertad, habiendo caído en la trampa de los nuevos cazadores de esclavos. Víctimas tantas veces traicionadas hasta en lo más íntimo y sagrado de su persona, es decir en el amor que ellas aspiran a dar y tener, y que su familia les debe o que les prometen sus pretendientes o maridos, quienes en cambio acaban vendiéndolas en el mercado del trabajo forzado, de la prostitución o de la venta de órganos.

Los jueces están llamados hoy más que nunca a poner gran atención en las necesidades de las víctimas. Son las primeras que deben ser rehabilitadas y reintegradas en la sociedad y por ellas se debe perseguir sin cuartel a los traficantes y “carníferos”. No vale el viejo adagio: son cosas que existen desde que el mundo es mundo. Las víctimas pueden cambiar y, de hecho, sabemos que cambian de vida con la ayuda de los buenos jueces, de las personas que las asisten y de toda la sociedad. Sabemos que no pocas de esas personas son abogados o abogadas, políticos o políticas, escritores brillantes o bien tienen algún oficio exitoso para servir de modo válido al bien común. Sabemos cuán importante es que cada víctima se anime a hablar de su ser víctima como un pasado que superó valientemente siendo ahora un sobreviviente o, mejor dicho, una persona con calidad de vida, con dignidad recuperada y libertad asumida. Y en este asunto de la reinserción quisiera trasmitir una experiencia empírica, a mí me gusta, cuando voy a una ciudad, visitar las cárceles —ya he visitado varias— y es curioso, sin desmerecer a nadie, pero como impresión general he visto que las cárceles cuyo director es una mujer van mejor que aquellas cuyo director es un hombre. Esto no es feminismo, es curioso. La mujer tiene en esto de la reinserción un olfato especial, un tacto especial, que sin perder energías, recoloca a las personas, las reubica, algunos lo atribuyen a la raíz de la maternalidad. Pero es curioso, lo paso como experiencia personal, vale la pena repensarlo. Y aquí, en Italia, hay un alto porcentaje de cárceles dirigidas por mujeres, muchas mujeres jóvenes, respetadas y que tienen buen trato con los presos. Otra experiencia que tengo es que en las audiencias de los miércoles no es raro que venga un grupo de reclusos —de tal cárcel, de tal otra—, traídos por el director o la directora, y estén ahí. O sea, son todos gestos de reinserción.

Ustedes están llamados a dar esperanza en el hacer la justicia. Desde la viuda que pide justicia insistentemente (Lc 18,1-8), hasta las víctimas de hoy, todas ellas alimentan un anhelo de justicia como esperanza de que la injusticia que atraviesa este mundo no sea lo último, no tenga la última palabra.

Tal vez puede ayudar el aplicar, según las modalidades propias de cada país, de cada continente y de cada tradición jurídica, la praxis italiana de recuperar los bienes mal habidos de los traficantes y delincuentes para ofrecerlos a la sociedad y, en concreto, para la reinserción de las víctimas. La rehabilitación de las víctimas y su reinserción en la sociedad, siempre realmente posible, es el mayor bien que podemos hacer a ellas mismas, a la comunidad y a la paz social. Claro, es duro el trabajo, no termina con la sentencia, termina después procurando que haya un acompañamiento, un crecimiento, una reinserción, una rehabilitación de la víctima y del victimario.

Si hay algo que atraviesa las bienaventuranzas evangélicas y el protocolo del juicio divino con el que todos seremos juzgados, de Mateo c.25, es el tema de la justicia: felices los que tienen hambre y sed de justicia, felices los que sufren por la justicia, felices los que lloran, felices los pacíficos, felices los operadores de paz, benditos de mi Padre los que tratan al más necesitado y pequeño de mis hermanos como a mí mismo. Ellos o ellas —y aquí cabe referirse especialmente a los jueces— tendrán la más alta recompensa: poseerán la tierra, serán llamados y serán hijos de Dios, verán a Dios, y gozarán eternamente junto al Padre.

En este espíritu, me animo a pedirles a jueces, fiscales y académicos que continúen sus trabajos y realicen, dentro de las propias posibilidades y con la ayuda de la gracia, las felices iniciativas que les honran en servicio de las personas y del bien común. Muchas gracias.



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