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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA 36 CONGREGACIÓN GENERAL DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

Curia General de la Compañía de Jesús, Roma
Lunes
24 de octubre de 2016

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Queridos hermanos y amigos en el Señor,

al rezar pensando qué les diría, recordé con particular emoción las palabras finales que nos dijo el Beato Pablo VI al finalizar nuestra Congregación General XXXII: «Così, così, fratelli e figli. Avanti, in Nomine Domini. Camminiamo insieme, liberi, obbedienti, uniti nell’amore di Cristo, per la maggior gloria di Dio»[1].

También San Juan Pablo II y Benedicto XVI nos han animado a «caminar de una manera digna de la vocación a la que hemos sido llamados (Ef 4,1)»[2] y a «proseguir por el camino de la misión con plena fidelidad a vuestro carisma originario, en el contexto eclesial y social característico de este inicio de milenio. Como os han dicho en varias ocasiones mis antecesores, la Iglesia os necesita, cuenta con vosotros y sigue confiando en vosotros, de modo especial para llegar a los lugares físicos y espirituales a los que otros no llegan o les resulta difícil hacerlo»[3].

Caminar juntos –libres y obedientes– caminar yendo a las periferias donde otros no llegan, «bajo la mirada de Jesús y mirando el horizonte que es la Gloria de Dios siempre mayor, el que nos sorprende siempre»[4]. El jesuita está llamado para «discurrir –como dice Ignacio– y hacer vida en cualquiera parte del mundo donde se espera más servicio de Dios y ayuda de las ánimas» (Co 304). Es que: “Para la Compañía, todo el mundo le ha de ser casa”, decía Nadal[5].

Ignacio le escribía a Borja a propósito de una crítica de los jesuitas llamados “angélicos” (Oviedo y Onfroy), porque decían que la Compañía no estaba bien instituida y que había que instituirla más en espíritu: el espíritu que los guía –decía Ignacio–  “ignora el estado de las cosas de la Compañía, que están in fieri, fuera de lo necesario (y) substancial”[6]. Me gusta tanto esta manera de ver de Ignacio a las cosas en devenir, haciéndose, fuera de lo substancial. Porque saca a la Compañía de todas las parálisis y la libra de tantas veleidades.

La Fórmula del Instituto es lo “necesario y substancial” que debemos tener todos los días ante los ojos, después de mirar a Dios nuestro Señor: “El modo de ser del Instituto, que es camino hacia Él”. Lo fue para los primeros compañeros y previeron que lo fuera “para los que nos sigan por este camino”.  Así, tanto la pobreza como la obediencia o el hecho de no estar obligados a cosas como rezar en coro, no son ni exigencias ni privilegios, sino ayudas que hacen a la movilidad de la Compañía, al estar disponibles «para correr por la vía de Cristo Nuestro Señor» (Co 582) teniendo, gracias al voto de obediencia al Papa, una «más cierta dirección del Espíritu Santo» (Fórmula Instituto 3). En la Fórmula está la intuición de Ignacio, y su substancialidad es lo que permite que las Constituciones hagan hincapié en tener siempre en cuenta «los lugares, tiempos y personas» y que todas las reglas sean ayudas –tanto cuanto– para cosas concretas.

El caminar, para Ignacio, no es un mero ir y andar sino que se traduce en algo cualitativo: es aprovechamiento y progreso, es ir adelante, es hacer algo en favor de los otros. Así lo expresan las dos Fórmulas del Instituto aprobadas por Paulo III (1540) y Julio III (1550) cuando centran la ocupación de la Compañía en la fe –en su defensa y propagación– y en la vida y doctrina de las personas. Aquí Ignacio y los primeros compañeros usan la palabra aprovechamiento (ad profectum[7], cf. Fil 1, 12.25) que es la que da el criterio práctico de discernimiento propio de nuestra espiritualidad.

El aprovechamiento no es individualista, es común: «El fin de esta Compañía es no solamente atender a la salvación y perfección de las ánimas propias con la gracia divina, mas con la misma intensamente procurar de ayudar a la salvación y perfección de las de los prójimos» (Ex 1, 2). Y si para algún lado se inclinaba la balanza en el corazón de Ignacio era hacia la ayuda de los prójimos, tanto es así que se enojaba si le decían que la razón de que alguno se quedara en la Compañía era «para que así salvara su ánima. Ignacio no quería gente que siendo buena para sí, no se hallara en ella aptitud para el servicio del prójimo» (Aicardo I punto 10 pág. 41).

El aprovechamiento es en todo. La fórmula de Ignacio expresa una tensión: “no solamente… sino…”; y este esquema mental de unir tensiones –la salvación y perfección propia y la salvación y perfección del prójimo– desde el ámbito superior de la Gracia, es propio de la Compañía. La armonización de ésta y de todas las tensiones (contemplación y acción, fe y justicia, carisma e institución, comunidad y misión…) no se da mediante formulaciones abstractas sino que se logra a lo largo del tiempo mediante eso que Fabro llamaba “nuestro modo de proceder”[8]. Caminando y “progresando” en el seguimiento del Señor, la Compañía va armonizando las tensiones que contienen y producen inevitablemente la diversidad de gente que convoca y las misiones que recibe.

El aprovechamiento no es elitista. En la Fórmula Ignacio procede describiendo medios para aprovechar más universalmente, que son propiamente sacerdotales. Pero notemos que las obras de misericordia se dan por descontadas, ¡la Fórmula dice: «sin que eso sea óbice» para la misericordia! Las obras de misericordia –el cuidado de los enfermos en las hospederías, la limosna mendigada y repartida, la enseñanza a los pequeños, el sufrir con paciencia las molestias…– eran el medio vital en el que Ignacio y los primeros compañeros se movían y existían, su pan cotidiano: ¡cuidaban que todo lo demás no fuera óbice!

El aprovechamiento, por fin, es “lo que más aprovecha”. Se trata del “magis”, de ese plus, que lleva a Ignacio a iniciar procesos, a acompañarlos y a evaluar su real incidencia en la vida de las personas, ya sea en cuestiones de fe, de justicia o de misericordia y caridad. El magis es el fuego, el fervor en acción, que sacude dormideras. Nuestros santos lo han encarnado siempre. Decían de San Alberto Hurtado que era “un dardo agudo que se clava en las carnes dormidas de la Iglesia”. Y esto contra esa tentación que Pablo VI llamaba “spiritus vertiginis” y De Lubac, “mundanidad espiritual”. Tentación que no es, en primer lugar, moral sino espiritual y que nos distrae de lo esencial: que es ser aprovechables, dejar huella, incidir en la historia, especialmente en la vida de los más pequeños.

«La Compañía es Fervor», decía Nadal[9]. Para reavivar el fervor en la misión de aprovechar a las personas en su vida y doctrina, deseo concretar estas reflexiones en tres puntos que, dado que la Compañía está en los lugares de misión en que tiene que estar, hacen más bien a nuestro modo de proceder. Tienen que ver con la alegría, con la Cruz y con la Iglesia, nuestra Madre, y miran a dar un paso adelante quitando los impedimentos que el enemigo de natura humana nos pone cuando vamos, en el servicio de Dios, de bien en mejor subiendo.

1.  Pedir insistentemente la consolación

Siempre se puede dar un paso adelante en el pedir insistentemente la consolación. En las dos Exhortaciones Apostólicas [Evangelii gaudium y Amoris laetitia]  y en la Encíclica Laudato si’ he querido insistir en la alegría. Ignacio, en los Ejercicios nos hace contemplar a sus amigos «el oficio de consolar», como propio de Cristo Resucitado (EE 224). Es oficio propio de la Compañía consolar al pueblo fiel y ayudar con el discernimiento a que el enemigo de natura humana no nos robe la alegría: la alegría de evangelizar, la alegría de la familia, la alegría de la Iglesia, la alegría de la creación… Que no nos la robe ni por desesperanza ante la magnitud de los males del mundo y los malentendidos entre los que quieren hacer el bien, ni nos la reemplace con las alegrías fatuas que están siempre al alcance de la mano en cualquier comercio.

Este «servicio de la alegría y de la consolación espiritual» arraiga en la oración. Consiste en animarnos y animar a todos a «pedir insistentemente la consolación a Dios». Ignacio lo formula de modo negativo en la 6ª regla de primera semana, cuando dice que «mucho aprovecha el intenso mudarse contra la misma desolación» instando en la oración (EE 319). Aprovecha porque en la desolación somos muy «para poco» (EE 324). Practicar y enseñar esta oración de pedir y suplicar la consolación, es el principal servicio a la alegría. Si alguno no se cree digno (cosa muy común en la práctica), al menos insista en pedir esta consolación por amor al mensaje, ya que la alegría es constitutiva del mensaje evangélico, y pídala también por amor a los demás, a su familia y al mundo. Una buena noticia no se puede dar con cara triste. La alegría no es un plus decorativo, es índice claro de la gracia: indica que el amor está activo, operante, presente. Por eso el buscarla no debe confundirse con buscar “un efecto especial”, que nuestra época sabe producir para consumo, sino que se la busca en su índice existencial que es la “durabilidad”: Ignacio abre los ojos y se despierta al discernimiento de los espíritus al descubrir esta distinta valencia entre alegrías duraderas y alegrías pasajeras (Autobiog 8). El tiempo será lo que le da la clave para reconocer la acción del Espíritu.

En los Ejercicios, el “progreso” en la vida espiritual se da en la consolación: es el «ir de bien en mejor subiendo» (EE 315) y también «todo aumento de fe, esperanza y caridad y toda leticia interna» (EE 316). Este servicio de la alegría fue lo que llevó a los primeros compañeros a decidir no disolver sino instituir la compañía que se brindaban y compartían espontáneamente y cuya característica era la alegría que les daba rezar juntos, salir a misionar juntos y volver a reunirse, a imitación de la vida que llevaban el Señor y sus apóstoles. Esta alegría del anuncio explícito del Evangelio –mediante la predicación de la fe y la práctica de la justicia y la misericordia– es lo que lleva a la Compañía a salir a todas las periferias. El jesuita es un servidor de la alegría del Evangelio, tanto cuando trabaja artesanalmente conversando y dando los ejercicios espirituales a una sola persona, ayudándola a encontrar ese «lugar interior de donde le viene la fuerza del Espíritu que lo guía, lo libera y lo renueva»[10], como cuando trabaja estructuralmente organizando obras de formación, de misericordia, de reflexión, que son expansión institucional de ese punto de inflexión donde se da el quiebre de la voluntad propia y entra a actuar el Espíritu. Bien decía M. De Certeau: los Ejercicios son «el método apostólico por excelencia», ya que posibilitan el «retorno al corazón, principio de una docilidad al Espíritu que despierta e impulsa al ejercitante a una fidelidad personal a Dios» [11].

2. Dejarnos conmover por el Señor puesto en Cruz

Siempre se puede dar un paso más en el dejarnos conmover por el Señor puesto en cruz, por Él en persona y por Él presente en tantos hermanos nuestros que sufren –¡la gran mayoría de la humanidad! El Padre Arrupe decía que allí donde hay un dolor, allí está la Compañía.

El Jubileo de la Misericordia es un tiempo oportuno para reflexionar sobre los servicios de la misericordia. Lo digo en plural porque la misericordia no es una palabra abstracta sino un estilo de vida, que antepone a la palabra los gestos concretos que tocan la carne del prójimo y se institucionalizan en obras de misericordia. Para los que hacemos los Ejercicios, esta gracia por la que Jesús nos manda que nos asemejemos al Padre (cf. Lc 6, 36) comienza con ese coloquio de misericordia que es la expansión del coloquio con el Señor puesto en cruz por mis pecados. Todo el segundo ejercicio es un coloquio lleno de sentimientos de vergüenza, confusión, dolor y lágrimas agradecidas viendo quién soy yo –disminuyéndome– y quién es Dios –engrandeciéndolo–, «que me ha dado vida hasta ahora» (EE 61), quién es Jesús, colgado en la cruz por mí. El modo como Ignacio vive y formula su experiencia de la misericordia es de mucho provecho personal y apostólico y requiere una aguda y sostenida experiencia de discernimiento. Decía nuestro padre a [san Francisco] Borja: «Yo para mí me persuado, que antes y después soy todo impedimento; y de esto siento mayor contentamiento y gozo espiritual en el Señor nuestro, por no poder atribuir a mí cosa alguna que buena parezca»[12]. Ignacio vive, pues de la pura misericordia de Dios hasta en las cosas más pequeñas de su vida y de su persona. Y sentía que cuanto más impedimento él ponía, con más bondad lo trataba el Señor: «Tanta era la misericordia del Signore, e tanta la copia della soavità e dolcezza della grazia sua con esso lui, che quanto egli più desiderava d’essere in questo modo gastigato, tanto più benigno era Iddio e con abbondanza maggiore spargeva sopra di lui i tesori della sua infinita liberalità. Laonde diceva, che egli credeva no vi essere nel mondo uomo, in cui queste due cose insieme, tanto come in lui, concorressero; la prima mancare tanto a Dio e l’altra il ricevere tante e così continue grazie dalla sua mano»[13].

Al formular Ignacio su experiencia de la misericordia en estos términos comparativos –cuanto más sentía faltar al Señor más se extendía Él en darle su gracia– libera la fuerza vivificante de la misericordia que nosotros muchas veces diluimos con formulaciones abstractas y condiciones legalistas. El Señor, que nos mira con misericordia y nos elige, nos envía a hacer llegar con toda su eficacia esa misma misericordia a los más pobres, a los pecadores, a los sobrantes y crucificados del mundo actual que sufren la injusticia y la violencia. Sólo si experimentamos esta fuerza sanadora en lo vivo de nuestras propias llagas, como personas y como cuerpo, perderemos el miedo a dejarnos conmover por la inmensidad del sufrimiento de nuestros hermanos y nos lanzaremos a caminar pacientemente con nuestros pueblos aprendiendo de ellos el modo mejor de ayudarlos y servirlos (cf. CG 32 d 4 n 50).

3.  Hacer el bien de buen espíritu, sintiendo con la Iglesia

Siempre se puede dar un paso adelante en hacer el bien de buen espíritu, sintiendo con la Iglesia, como dice Ignacio. Es también propio de la Compañía el servicio del discernimiento del modo como hacemos las cosas. Fabro lo formulaba pidiendo la gracia de «todo el bien que pudiese realizar, pensar u organizar, se haga por el buen espíritu y no por el malo»[14]. Esta gracia de discernir, que no basta con pensar, hacer u organizar el bien sino que hay que hacerlo de buen espíritu, es lo que nos enraíza en la Iglesia, en la que el Espíritu actúa y reparte su diversidad de carismas para el bien común. Fabro decía que en muchas cosas los que querían reformar a la Iglesia tenían razón, pero que Dios no la quería corregir con sus modos.

Es propio de la Compañía hacer las cosas sintiendo con la Iglesia. Hacer esto sin perder la paz y con alegría, dados los pecados que vemos tanto en nosotros como personas como en las estructuras que hemos creado, implica cargar la Cruz, experimentar la pobreza y las humillaciones, ámbito en el que Ignacio nos anima a elegir entre soportarlas pacientemente o desearlas[15]. Allí donde la contradicción era más candente, Ignacio daba ejemplo de recogerse en sí mismo, antes de hablar o actuar, para obrar de buen espíritu. Las reglas para sentir con la Iglesia no las leemos como instrucciones precisas sobre puntos controvertidos (alguno podría resultar extemporáneo) sino ejemplos donde Ignacio invitaba en su tiempo a “hacer contra” al espíritu antieclesial, inclinándose total y decididamente del lado de nuestra Madre, la Iglesia, no para justificar una posición discutible sino para abrir lugar a que el Espíritu actuara a su tiempo.

El servicio del buen espíritu y del discernimiento nos hace ser hombres de Iglesia –no clericalistas, sino eclesiales–, hombres “para los demás”, sin cosa propia que aísle sino con todo lo nuestro propio puesto en comunión y al servicio.

No caminamos ni solos ni cómodos, caminamos con «un corazón que no se acomoda, que no se cierra en sí mismo, sino que late al ritmo de un camino que se realiza junto a todo el pueblo fiel de Dios»[16]. Caminamos haciéndonos todo a todos con tal de ayudar a alguno.

Este despojo hace que la Compañía tenga y pueda tener siempre más el rostro, el acento y el modo de todos los pueblos, de cada cultura, metiéndose en todos ellos, en lo propio del corazón de cada pueblo, para hacer allí Iglesia con cada uno, inculturando el evangelio y evangelizando cada cultura.

Le pedimos a Nuestra Señora de la Strada, en un coloquio filial o como de un siervo con su Señora, que interceda por nosotros ante el «Padre de las misericordias y Dios de toda consolación» (2 Cor 1, 3), para que nos ponga siempre nuevamente con su Hijo, con Jesús, que carga y nos invita a cargar con Él la cruz del mundo. Confiamos a Ella nuestro “modo de proceder”, para que sea eclesial, inculturado, pobre, servicial, libre de toda ambición mundana. Le pedimos a nuestra Madre que encamine y acompañe a cada jesuita junto con la porción del pueblo fiel de Dios al que ha sido enviado, por estos caminos de la consolación, de la compasión y del discernimiento.

 

[1] Discorso ai partecipanti alla 32ª Congregazione Generale della Compagnia di Gesù, 3 dicembre 1974.

[2] Homilía en la celebración inaugural de la 33ª Congregación General de la Compañía de Jesús, 2 de setiembre de 1983.

[3] Discurso a los participantes en la 35ª Congregación General de la Compañía de Jesús, 21 de febrero de 2008.

[4] Francisco, Homilía en la fiesta del SS.mo Nombre de Jesús, Iglesia del Gesù, 3 de enero de 2014.

[5] MNadal V 364-365.

[6] Carta 51, A Francisco de Borja, julio de 1549, 17 N. 9. Cfr. M. A. Fiorito y A. Swinnen, La Fórmula del Instituto de la Compañía de Jesús (introducción y versión castellana), Stromata, julio-diciembre 1977 – nº 3/4, 259-260.

[7] “Ad profectum animarum in vita et doctrina Christiana” in Monumenta Ignatiana, Constitutiones T. I (MHSI), Roma, 1934 , 26 y 376; cfr. Constituzioni della Compagnia di Gesù annotate dalla CG 34 e Norme complementari, Roma, ADP, 1995, 32-33.

[8] Cf. MF. 50, 69, 111, 114 etc.

[9] Cf. MNad V, 310.

[10] Pierre Favre, Memorial, Paris, Desclée, 1959; cf. Introduction de M. De Certau, pág. 74.

[11] Ibíd. 76.

[12] Ignacio de Loyola, Carta 26 a Francisco de Borja, fines de 1545.

[13] P. Ribadaneira, Vita di S. Ignazio di Loiola, Roma, La Civiltà Cattolica, 1863, 336.

[14] Pierre Favre, Memorial cit. nº 51.

[15] Cf., Directorio Autógrafo 23.

[16] Francisco, Homilía en la fiesta del SS.mo Nombre de Jesús, Iglesia del Gesù, 3 de enero de 2014.

 



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