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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN «AMÉRICA EN DIÁLOGO - NUESTRA CASA COMÚN»

Sala del Consistorio
Jueves 8 de septiembre de 2016

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Señoras y señores:

Me alegra darles la bienvenida a todos ustedes, que participan en este Primer encuentro: América en diálogo – Nuestra casa común. Agradezco a la Organización de los Estados Americanos y al Instituto del Diálogo Interreligioso de Buenos Aires sus esfuerzos para hacer realidad este evento, y así como la colaboración del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso. Sé que están trabajando conjuntamente en el proyecto de constituir un Instituto de Diálogo que abarque a todo el continente americano. Trabajar juntos es una loable iniciativa y los invito a seguir adelante para el bien no sólo de América, sino del mundo entero.

Este primer encuentro se ha centrado en el estudio de la Encíclica Laudato si’. En ella he querido llamar la atención sobre la importancia de amar, respetar y salvaguardar nuestra casa común. No podemos dejar de admirarnos por la belleza y la armonía que existe en todo lo creado; es ese regalo que Dios nos hace para que podamos hallarlo y contemplarlo en su obra. Es importante apostar por una «ecología integral», en el que el respeto por las criaturas valore la riqueza que encierran en sí mismas y ponga al ser humano como culmen de la creación.

Las religiones tienen un rol muy importante en esta tarea de promover el cuidado y el respeto del medio ambiente, sobre todo en esta ecología integral. La fe en Dios nos lleva a reconocerlo en su creación, que es fruto de su Amor hacia nosotros, y nos llama a cuidar y proteger la naturaleza. Para esto, es necesario que las religiones promuevan una verdadera educación, a todos los niveles, que ayude a difundir una actitud responsable y atenta hacia las exigencias del cuidado de nuestro mundo; y, de modo especial, proteger, promover, defender los derechos humanos (cf. Enc. Laudato si’, 201). Por ejemplo, una cosa interesante sería que cada uno de los participantes se preguntara cómo en su país, en su ciudad, en su medio ambiente, o en su creencia religiosa, en su comunidad religiosa, en las escuelas, han incorporado esto. Creo que todavía estamos a nivel de «escuela nido» en esto. O sea, incorporar la responsabilidad, no sólo como materia sino como conciencia, en una educación integral.

Nuestras tradiciones religiosas son una fuente necesaria de inspiración para fomentar una cultura del encuentro. Es fundamental la cooperación interreligiosa, basada en la promoción de un diálogo sincero y respetuoso. Si no existe respeto recíproco no existirá diálogo interreligioso. Yo recuerdo en mi ciudad, cuando yo era chico, algún párroco por allí mandaba quemar las carpas de los evangélicos, y gracias a Dios se ha superado eso; si no existe respeto recíproco no existirá un diálogo interreligioso, es la base para poder caminar juntos y afrontar desafíos. Este diálogo está fundado en la propia identidad y en la confianza mutua que nace cuando soy capaz de reconocer al otro como don de Dios y acepto que tiene algo que decirme. El otro tiene algo que decirme. Cada encuentro con el otro es una pequeña semilla que se deposita; si se riega con el trato asiduo y respetuoso, basado en la verdad, crecerá un árbol frondoso, con multitud de frutos, donde todos podrán cobijarse y alimentarse, y nadie estará excluido, y en él todos formarán parte de un proyecto común, uniendo sus esfuerzos y aspiraciones.

En este camino de diálogo, somos testigos de la bondad de Dios, que nos ha dado la vida; ésta es sagrada y debe ser respetada, no menospreciada. El creyente es un defensor de la creación y de la vida, no puede permanecer mudo o de brazos cruzados ante tantos derechos aniquilados impunemente; el hombre y la mujer de fe están llamados a defender la vida en todas sus etapas, la integridad física y las libertades fundamentales, como la libertad de conciencia, de pensamiento, de expresión y de religión. Es un deber que tenemos, pues creemos que Dios es el artífice de la creación y nosotros instrumentos en sus manos para lograr que todos los hombres y mujeres sean respetados en su dignidad y derechos, y puedan realizarse como personas.

El mundo constantemente nos observa a nosotros, los creyentes, para comprobar cuál es nuestra actitud ante la casa común y ante los derechos humanos; además nos pide que colaboremos entre nosotros y con los hombres y mujeres de buena voluntad, que no profesan ninguna religión, para que demos respuestas efectivas a tantas plagas de nuestro mundo, como la guerra y el hambre, la miseria que aflige a millones de personas, la crisis ambiental, la violencia, la corrupción y el degrado moral, la crisis de la familia, de la economía y, sobre todo, la falta de esperanza. El mundo de hoy sufre y necesita nuestra ayuda conjunta, así lo está pidiendo. ¿Se dan cuenta que esto está a años luz de cualquier concepción proselitista?

Además, constatamos con dolor que a veces el nombre de la religión es usado para cometer atrocidades, como el terrorismo, y sembrar miedo y violencia y, en consecuencia, las religiones son señaladas como responsables del mal que nos rodea. Es necesario condenar de forma conjunta y rotunda estas acciones abominables y tomar distancias de todo lo que busca envenenar los ánimos, dividir y destruir la convivencia; hace falta mostrar los valores positivos inherentes a nuestras tradiciones religiosas para lograr un sólido aporte de esperanza. Por este motivo, son importantes los encuentros, como el presente. Es necesario que compartamos los dolores como también las esperanzas, para poder caminar juntos, cuidando el uno del otro, y también de la creación, en defensa y promoción del bien común. Qué bueno sería dejar el mundo mejor que como lo encontramos. Es lindo eso, en un diálogo habido hace un par de años, un entusiasta del cuidado de la casa común decía: tenemos que dejar para nuestros hijos un mundo mejor. Y ¿habrá hijos para eso?, contestó el otro.

Por último, este encuentro se realiza en el año dedicado al Jubileo de la Misericordia; y esta tiene un valor universal que abarca tanto a los creyentes como a los que no lo son, porque el amor misericordioso de Dios no tiene límites: ni de cultura, ni de raza, ni de lengua, ni de religión; abraza a todos los que sufren en el cuerpo y en el espíritu. Además, el amor de Dios envuelve a toda su creación; y nosotros como creyentes tenemos una responsabilidad de defender, cuidar y sanar al que lo necesita. Que esta circunstancia del Año Jubilar sea una ocasión para abrir posteriores espacios de diálogo, para salir al encuentro del hermano que sufre, como también para luchar para que nuestra casa común sea un hogar, donde todos tengamos cabida y nadie sea excluido ni eliminado. Cada ser humano es el regalo más grande que Dios nos puede dar.

Los invito a trabajar y a impulsar iniciativas de forma conjunta, para que entre todos tomemos conciencia del cuidado y protección de la casa común, construyendo un mundo cada vez más humano, donde nadie sobra y donde todos somos necesarios. Y pido a Dios que nos bendiga a todos nosotros.



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