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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA FAMILIA VICENCIANA CON MOTIVO
DEL IV CENTENARIO DE SU FUNDACIÓN

Plaza de San Pedro
Sábado, 14 de octubre de 2017

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Gracias por vuestra calurosa acogida y gracias al Superior General por haber presentado nuestra reunión.

Os saludo y junto a vosotros doy las gracias al Señor por los cuatrocientos años de vuestro carisma. San Vicente generó un impulso de caridad que dura siglos: un impulso que brotó de su corazón. Por eso hoy tenemos aquí la reliquia: el corazón de San Vicente. Hoy me gustaría animaros a continuar este camino, proponiendo tres verbos simples que creo muy importantes para el espíritu vicenciano, pero también para la vida cristiana en general: adorar, acoger, ir.

Adorar. Son innumerables las invitaciones de san Vicente a cultivar la vida interior y a dedicarse a la oración que purifica y abre el corazón. La oración es esencial para él. Es la brújula de cada día, es como un manual de la vida, es —escribía— «el gran libro del predicador»: Solamente rezando se consigue de Dios el amor que hay que derramar sobre el mundo; solamente rezando se tocan los corazones de la gente cuando se anuncia el Evangelio. (cf. Carta a A. Durand, 1658). Pero para san Vicente la oración no es solo un deber, y mucho menos, un conjunto de fórmulas. La oración es detenerse ante Dios para estar con Él, para dedicarse simplemente a Él. Esta es la oración más pura, la que da espacio al Señor y a su alabanza, y nada más: la adoración.

Una vez descubierta, la adoración se vuelve indispensable, porque es pura intimidad con el Señor, que da paz y alegría, y disuelve las penas de la vida. Por eso, a alguien que estuviera sometido a una presión particular, san Vicente le aconsejaba que estuviera en oración «sin tensión, arrojándose en Dios con miradas simples, sin tratar de tener su presencia con un esfuerzo considerable, sino abandonándose a Él» (Carta a G. Pesnelle, 1659).

Esto es la adoración: ponerse ante el Señor, con respeto, con calma y en silencio, dándole a Él el primer lugar, abandonándose confiados. Para pedirle después que su Espíritu venga a nosotros y dejar que nuestras cosas vayan a Él. Así, también las personas necesitadas, los problemas urgentes, las situaciones difíciles y pesadas entran en la adoración, tanto es así que san Vicente pedía «adorar a Dios» incluso en las razones que son difíciles de comprender y aceptar (cf Carta a F. Get, 1659). El que adora, el que va a la fuente viva del amor solo puede permanecer, por así decirlo «contaminado». Y empieza a comportarse con los demás como el Señor hace con él: se vuelve más misericordioso, más comprensivo, más disponible, supera su rigidez y se abre a los demás.

Llegamos así al segundo verbo: acoger. Cuando escuchamos esta palabra, inmediatamente nace pensar en algo que hacer. Pero en realidad acoger es una disposición más profunda: no se trata solamente de hacer sitio a alguien, sino de ser personas acogedoras, disponibles, acostumbradas a darse a los demás. Como Dios por nosotros, así nosotros por los demás. Acoger significa redimensionar el propio yo, enderezar la forma de pensar, entender que la vida no es mi propiedad privada y que el tiempo no me pertenece. Es un desprendimiento lento de todo lo que es mío: mi tiempo, mi descanso, mis derechos, mis programas, mi agenda. El que acoge renuncia al yo y hace entrar en la vida el tú y el nosotros.

El cristiano acogedor es un verdadero hombre y mujer de Iglesia, porque la Iglesia es Madre y una madre acoge la vida y la acompaña. Y como un hijo se parece a su madre, en los rasgos, así el cristiano tiene estos rasgos de la Iglesia. Entonces es un hijo verdaderamente fiel de la Iglesia quien es acogedor, quien, sin quejarse, crea concordia y comunión y con generosidad siembra paz, incluso si no es correspondido. ¡Que san Vicente nos ayude a promover este «adn» eclesial de la acogida, de la disponibilidad, de la comunión, para que de nuestras vidas «toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros» (Efesios 4, 31).

El último verbo: ir. El amor es dinámico, sale de sí mismo. El que ama no se queda en un sillón mirando, esperando el advenimiento de un mundo mejor, sino que con entusiasmo y sencillez se levanta y va. San Vicente lo dijo bien: «Nuestra vocación es, por lo tanto, ir no a una parroquia, ni tampoco solamente a una diócesis, sino a toda la tierra. ¿Y para hacer qué? Para inflamar los corazones de los hombres, haciendo lo que hizo el Hijo de Dios, Él, que vino a traer fuego al mundo para inflamarlo con su amor» (Conferencia del 30 de mayo, 1659). Esta vocación siempre es válida para todos. Plantea preguntas a cada uno: «¿Salgo yo al encuentro de los otros, como quiere el Señor? ¿Llevo dónde voy este fuego de caridad o me encierro para calentarme frente a mi chimenea?».

Queridos hermanos y hermanas, gracias porque estáis en movimiento por los caminos del mundo, como san Vicente os pediría hoy también. Os deseo que no os detengáis sino que prosigáis sacando cada día de la adoración el amor de Dios y lo difundáis por todo el mundo a través del buen contagio de la caridad, de la disponibilidad, de la concordia. Os bendigo a todos y a los pobres que encontráis. Y, por favor, os pido la caridad de que no os olvidéis de rezar por mí.

 



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