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VISITA A LA BASÍLICA DE SANTA SOFÍA, ROMA

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA COMUNIDAD GRECO-CATÓLICA UCRANIANA

Domingo, 28 de enero de 2018

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Beatitud, querido hermano Sviatoslav, queridos obispos, sacerdotes, hermanos y hermanas, os saludo cordialmente, feliz de estar con vosotros. Os doy las gracias por vuestra acogida y por la fidelidad de siempre, fidelidad a Dios y al sucesor de Pedro, que no pocas veces ha sido pagada a caro precio. Entrando en este lugar sagrado he tenido la alegría de mirar vuestros rostros, escuchar vuestros cantos. Si estamos aquí, reunidos en comunión fraterna, debemos dar gracias también por muchos rostros que ahora ya no vemos, pero que han sido un reflejo de la mirada de amor de Dios sobre nosotros. Pienso en particular en tres figuras: la primera es el cardenal Slipyj, del que en el año que acaba de terminar se ha recordado el 125 aniversario del nacimiento. Ha querido y edificado esta luminosa basílica, para que resplandeciera como signo profético de libertad en los años en los que a tantos lugares de culto el acceso estaba prohibido. Pero con los sufrimientos padecidos y ofrecidos al Señor contribuyó a construir otro templo, incluso más grande y bonito, el edificio de piedras vivas que sois vosotros (cfr 1 Pedro 2, 5).

Una segunda figura es la del obispo Chmil, muerto hace cuarenta años y aquí enterrado: una persona que me hizo mucho bien. Es indeleble en mí el recuerdo de cuando, de joven —tenía doce años— asistía a su misa; él me ha enseñado a servir en la misa, a leer vuestro alfabeto, a responder a las diferentes partes...; de él he aprendido, en este servicio a la misa —tres veces a la semana lo hacía—, la belleza de vuestra liturgia; de sus historias, el vivo testimonio de cuánto la fe ha sido probada y forzada en medio de las terribles persecuciones ateas del siglo pasado. Estoy muy agradecido a él y a vuestros numerosos «héroes de la fe»: aquellos que, como Jesús, han sembrado en el camino de la cruz, generando una cosecha fecunda.

Porque la verdadera victoria cristiana está siempre en el signo de la cruz, nuestro estandarte de esperanza.

Y la tercera persona que quisiera recordar es el cardenal Husar. Fuimos creados cardenales el mismo día. Él no ha sido solo «padre y jefe» de vuestra Iglesia, sino guía y hermano mayor de muchos; usted, querida beatitud, lo lleva en el corazón, y muchos conservarán para siempre el afecto, la gentileza, la presencia vigilante y orante hasta el final. Ciego, pero veía más allá.

Estos testigos del pasado estuvieron abiertos al futuro de Dios y por eso dan esperanza al presente. Varios entre vosotros han tenido quizá la gracia de conocerlos. Cuando atraveséis el umbral de este templo, recordad, haced memoria de los padres y de las madres en la fe, porque son los pilares que nos sostienen: los que nos han enseñado el Evangelio con la vida todavía nos orientan y nos acompañan en el camino. El arzobispo mayor ha hablado de las madres, de las abuelas ucranianas, que transmiten la fe, han transmitido la fe, con valentía; han bautizado a los hijos, a los nietos, con valentía. Y también hoy, [es grande] el bien —y esto lo digo porque lo conozco— el bien que estas mujeres hacen aquí en Roma, en Italia, cuidando a los niños, o como cuidadoras: transmiten la fe en las familias, algunas veces tibias en la experiencia de fe... Pero vosotros tenéis una fe valiente. Y me viene a la memoria la lectura del pasado viernes, cuando Pablo le dice a Timoteo: «Tu madre y tu abuela». Detrás de cada uno de vosotros hay una madre, una abuela que ha transmitido la fe. Las abuelas ucranianas son heroicas, de verdad. ¡Damos gracias al Señor!

En el camino de vuestra comunidad romana la referencia estable es esta retórica. Junto a las comunidades greco-católicas ucranianas de todo el mundo, habéis expresado bien vuestro programa pastoral en una frase: «La parroquia viviente es el lugar de encuentro con el Cristo viviente». Dos palabras que quisiera subrayar. La primera es encuentro. La Iglesia es encuentro, es el lugar donde sanar la soledad, donde vencer la tentación de aislarse y de cerrarse, donde sacar la fuerza para superar los pliegues hacia uno mismo. La comunidad es entonces el lugar donde compartir las alegrías y los cansancios, donde llevar los pesos del corazón, las insatisfacciones de la vida y la nostalgia de casa. Aquí Dios os espera para hacer cada vez más segura vuestra esperanza, porque cuando se encuentra al Señor todo es atravesado por su esperanza. Os deseo que siempre saquéis de aquí el pan para el camino de cada día, el consuelo del corazón, la sanación de las heridas. La segunda palabra es viviente. Jesús es el viviente, ha resucitado y está vivo y así lo encontramos en la Iglesia, en la Liturgia, en la Palabra. Toda comunidad suya, entonces, no puede hacer otra cosa que perfumar vida. La parroquia no es un museo de recuerdos del pasado o un símbolo de presencia en el territorio, sino que es el corazón de la misión de la Iglesia, donde se recibe y se comparte la vida nueva, esa vida que vence el pecado, la muerte, la tristeza, toda tristeza, y mantiene joven el corazón. Si la fe nace del encuentro y habla a la vida, el tesoro que habéis recibido de vuestros padres será bien custodiado. Así sabréis ofrecer los bienes inestimables de vuestra tradición también a las jóvenes generaciones, que acogen la fe sobre todo cuando perciben la Iglesia cercana y vivaz. Los jóvenes necesitan percibir esto: que la Iglesia no es un museo, que la Iglesia no es un sepulcro, que Dios no es una cosa allí... no, que la Iglesia está viva, que la Iglesia da vida y que Dios es Jesucristo en medio de la Iglesia, es Cristo viviente.

Quisiera también dirigir un pensamiento de reconocimiento a las muchas mujeres —he hablado un poco de esto improvisando, me repito— que en vuestras comunidades son apóstoles de caridad y de fe. Sois valiosas y lleváis a muchas familias italianas el anuncio de Dios en el mejor de los modos, cuando con vuestro servicio cuidáis a las personas a través de una presencia atenta y no invasiva. Esto es muy importante: no invasiva..., [hecha de] testimonio... Y entonces [hace decir]: «Esta mujer es buena...»; y la fe viene, es transmitida la fe. Os invito a considerar vuestro trabajo, cansado y a menudo poco gratificante, no solo como un trabajo, sino como una misión: sois puntos de referencia en la vida de tantos ancianos, las hermanas que les hacen sentir que no están solos. Lleváis el consuelo y la ternura de Dios a quien, en la vida, se dispone a prepararse al encuentro con él. Es un gran ministerio de proximidad y de cercanía, agradable a Dios, por el que os doy las gracias. Y vosotros, que hacéis este trabajo de cuidadoras de ancianos, veis que ellos fallecen, y quizá les olvidáis, porque viene otro, y otro... Sí, recordad los nombres... Pero serán ellos los que os abran la puerta, allí arriba, serán ellos.

Comprendo que, mientras estáis aquí, el corazón late por vuestro país, y late no solo de afecto, sino también de angustia, sobre todo por el flagelo de la guerra y por las dificultades económicas. Estoy aquí para deciros que estoy cerca de vosotros: cerca con el corazón, cerca con la oración, cerca cuando celebro la eucaristía. Allí suplico al Príncipe de la Paz para que se callen las armas. Le pido también que no tengáis más necesidad de realizar grandes sacrificios para mantener a vuestros seres queridos. Rezo para que en los corazones de cada uno no se apague nunca la esperanza, sino que se renueve la valentía de ir adelante, de recomenzar siempre. Os doy las gracias, en nombre de toda la Iglesia, mientras que a todos vosotros y a las personas que lleváis en el corazón doy mi bendición. Y os pido por favor que no os olvidéis de rezar por mí.

Y quisiera también hacer una confidencia, deciros un secreto. Por la noche, antes de ir a la cama, y por la mañana, cuando me levanto siempre «me encuentro con los ucranianos». ¿Por qué? Porque cuando vuestro arzobispo mayor vino a Argentina, cuando le vi yo pensé que quizá era un «monaguillo» de la Iglesia ucraniana: ¡pero era el arzobispo! Hizo un buen trabajo en Argentina. Nos encontrábamos juntos, bastante a menudo. Después, un día fue al Sínodo y volvió arzobispo mayor, para despedirse. El día en el que se despidió, me regaló un icono bellísimo —así, la mitad [dobla por la mitad los folios que tiene en la mano para mostrar la dimensión]— de la Virgen de la ternura. Y yo en Buenos Aires la llevé a mi habitación, y cada noche la saludaba, y por la mañana también, una costumbre. Después me tocó a mí hacer el viaje a Roma y no poder volver —¡él pudo volver, yo no!—. Y pedí que me trajeran tres libros del breviario que no había traído, y las cosas más esenciales, y esa Virgen de la ternura.

Y cada noche, antes de ir a la cama, beso a la Virgen de la ternura que me regaló vuestro arzobispo mayor, y por la mañana también, la saludo.

Así puedo decir que empiezo el día y lo termino «en ucraniano».

Y ahora os invito a rezar a la Virgen y os daré la bendición, que quisiera dar junto a vuestro arzobispo.

 



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