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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
AL PERSONAL DE LA CÁRCEL "REGINA COELI" DE ROMA

Aula Pablo VI
Jueves, 7 de febrero de 2019

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Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontraros y os saludo a todos cordialmente, empezando por el capellán, el padre Vittorio Trani y la directora, la Sra. Silvana Sergi, a quienes agradezco sus palabras. Representáis a la comunidad de trabajo que se pone al servicio de los reclusos de la prisión romana de “Regina Coeli”: agentes de custodia, personal administrativo, médicos, educadores, capellanes y voluntarios, acompañados por vuestros familiares. Expreso a cada uno mi gratitud y la de la Iglesia por vuestro trabajo junto a los reclusos: requiere fuerza interior, perseverancia y conciencia de la misión específica a la que estáis llamados. Y algo más. Hay que rezar todos los días para que el Señor os dé sentido común: el sentido común en las diversas situaciones en las que os encontréis.

La prisión es un lugar de pena en el doble sentido de castigo y sufrimiento, y necesita mucha atención y humanidad. Es un lugar donde todos, la policía penitenciaria, los capellanes, los educadores y voluntarios, están llamados a la difícil tarea de curar las heridas de quienes, debido a los errores cometidos, se encuentran privados de la libertad personal. Es bien sabido que una buena colaboración entre los diferentes servicios en la prisión es un gran apoyo para la rehabilitación de los reclusos. Sin embargo, debido a la falta de personal y al hacinamiento crónico, esa tarea laboriosa y delicada corre el riesgo de verse en parte frustrada.

El estrés laboral causado por los apretados turnos y, a menudo, la distancia de las familias son factores que pesan sobre un trabajo que ya implica un cierto esfuerzo psicológico. Por lo tanto, figuras profesionales como las vuestras necesitan un equilibrio personal y motivaciones válidas constantemente renovadas; de hecho, no solo estáis llamados a garantizar la custodia, el orden y la seguridad de la institución, sino también, a menudo, a curar las heridas de los hombres y mujeres que encontráis a diario en sus secciones.

Nadie puede condenar a otro por los errores que ha cometido, ni mucho menos infligir sufrimientos que ofenden la dignidad humana. Las cárceles necesitan humanizarse cada vez más y es doloroso escuchar, en cambio, que muchas veces se las considera lugares de violencia e ilegalidad, donde abundan las maldades humanas. Al mismo tiempo, no debemos olvidar que muchos presos son pobre gente, no tienen referencias, no tienen seguridad, no tienen familia, no tienen los medios para defender sus derechos, están marginados y abandonados a su destino. Para la sociedad los reclusos son individuos incómodos, son un descarte, una carga. Es doloroso, pero el inconsciente colectivo nos conduce a ello.

Pero la experiencia muestra que la cárcel, con la ayuda de los operadores penitenciarios, puede convertirse verdaderamente en un lugar de rescate, de resurrección y de cambio de vida; y todo esto es posible a través de itinerarios de fe, de trabajo y de formación profesional, pero sobre todo de cercanía espiritual y de compasión, siguiendo el ejemplo del buen samaritano, que se inclinó para cuidar a su hermano herido. Esta actitud de proximidad, que encuentra su raíz en el amor de Cristo, puede favorecer en muchos reclusos la confianza, la conciencia y la certeza de ser amados.

Además, la pena, cualquier pena, no puede estar cerrada; debe tener siempre “la ventana abierta” para la esperanza, sea por parte de la cárcel que de cada persona. Cada uno debe tener siempre la esperanza de la reinserción parcial. Pensemos en los condenados a cadena perpetua, ellos también: “Con mi trabajo en la cárcel”… Dar, hacer trabajos. Siempre la esperanza de la reinserción. Una pena sin esperanza no sirve, no ayuda, causa en el corazón sentimientos de rencor, tantas veces de venganza, y la persona sale peor de lo que entró. No. Hay que conseguir siempre que haya esperanza y ayudar siempre a mirar más allá de la ventana, esperando en la reinserción. Sé que trabajáis tanto, mirando a este futuro para reinsertar a cada uno de los que están en la cárcel.

Os animo a que realicéis vuestra importante obra con sentimientos de concordia y unidad. Todos juntos, dirección, policía penitenciaria, capellanes, área educativa, voluntariado y comunidad externa estáis llamados a marchar en una sola dirección, para ayudar a levantarse de nuevo y crecer en la esperanza a aquellos caídos desafortunadamente en la trampa del mal.

Por mi parte, os acompaño con mi afecto, que es sincero. Yo estoy muy cerca de los reclusos y de la personas que trabajan en las cárceles. Mi afecto y mi oración para que contribuyáis con vuestro trabajo a hacer que la prisión, lugar de dolor y sufrimiento, sea también un laboratorio de humanidad y esperanza. En la otra diócesis (Buenos Aires) iba a menudo a la cárcel; y ahora cada quince días llamo por teléfono a un grupo de reclusos de una cárcel que visitaba con frecuencia. Estoy cerca. Y he tenido siempre una sensación cuando entraba en la cárcel: “¿Por qué ellos y no yo?”. Habría podido estar allí, y en cambio, no; el Señor me ha dado la gracia de que mis pecados y mis carencias se hayan perdonado o no se hayan visto, no lo sé. Pero esa pregunta ayuda mucho: “¿Por qué ellos y no yo?”

Os bendigo de todo corazón así como a vuestros seres queridos y os pido por favor que recéis por mí, que lo necesito. ¡Gracias!


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 7 de febrero de 2019.

 



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