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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS MIEMBROS DE LA FEDERACIÓN EUROPEA DE BANCOS DE ALIMENTOS

Sala del Consistorio
Sábado, 18 de mayo de 2019

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Queridos amigos:

Después de escuchar lo que acaba de decir vuestro Presidente, he tenido la tentación de no hablar, ¡porque hablaba como un Santo Padre! Gracias, porque he entendido que lo que ha dicho usted eran palabras del corazón. ¡Gracias!

Os saludo cordialmente y, a través de vosotros, me gustaría saludar a todos los miembros y voluntarios de los Bancos de Alimentos de Europa. Me complace recibiros al final de vuestra reunión anual, que ha tenido lugar en Roma con motivo de los treinta años de la fundación del Banco de Alimentos Italiano: ¡mis mejores deseos de un feliz aniversario!

Me gustaría daros las gracias por lo que hacéis: proporcionar alimentos a los que tienen hambre. No es asistencialismo: quiere ser el primer gesto concreto de acompañamiento hacia un camino de rescate. Mirándoos, imagino el compromiso gratuito de muchas personas, que trabajan en silencio y hacen el bien a muchos. Siempre es fácil hablar de los demás, pero es difícil dar a los demás, pero esto es lo que cuenta. Y vosotros os ponéis en juego no con palabras, sino con hechos, porque lucháis contra el desperdicio de alimentos recuperando lo que se perdería. Tomáis lo que entra en el círculo vicioso del despilfarro y lo ponéis en el círculo virtuoso del buen uso. Hacéis un poco como los árboles —esta es la imagen que me viene a la mente—, que respiran polución y restituyen oxígeno. Y, al igual que los árboles, no retenéis el oxígeno: distribuís lo que es necesario para vivir para que lo reciban quienes más lo necesitan.

Luchar contra la terrible plaga del hambre también significa combatir el desperdicio. El desperdicio manifiesta desinterés por las cosas e indiferencia por los que  carecen de ellas. El desperdicio es la expresión más cruda del descarte. Me viene en mente cuando Jesús, después de distribuir los panes a la multitud, pidió que se recogiesen los pedazos que sobraban para que no se perdiera nada (cf. Jn 6,12). Recoger para redistribuir, no producir para desperdiciar. Descartar los alimentos significa descartar a las personas. Y hoy es escandaloso no darse cuenta de que el alimento es un bien preciado y de cuánto se tira.

Desperdiciar el bien es un mala costumbre que puede infiltrarse en todas partes, también en las obras de caridad. A veces, los impulsos generosos, animados por excelentes intenciones,  se ven frustrados por burocracias estancadas, excesivos costos de administración o se traducen en formas asistenciales que no crean un verdadero desarrollo. En el mundo complejo de hoy, es importante que el bien se haga bien: no puede ser fruto de mera improvisación, necesita inteligencia, planificación y continuidad. Requiere una visión general y personas que estén juntas: es difícil hacer el bien sin amarse. En este sentido, vuestras realidades, aunque recientes, nos recuerdan las raíces solidarias de Europa, porque buscan la unidad en el bien concreto: es hermoso ver confluir lenguas, creencias, tradiciones y orientaciones diferentes no para compartir los propios intereses, sino para proveer a la dignidad de los demás. Lo que hacéis sin tantas palabras manda un mensaje: no es buscando el provecho propio que se construye el futuro; el progreso de todos crece acompañando a los que se quedan atrás.

La economía tiene mucha necesidad de esto. Hoy todo está interconectado y es rápido, pero la frenética carrera a los beneficios va de la mano de una fragilidad interior cada vez más aguda, de una desorientación y una pérdida de sentido cada vez más percibidas. Por eso me interesa una economía que se parezca más al hombre, que tenga alma y no sea una máquina incontrolable que aplaste a las personas. Demasiados hoy están privados de trabajo, dignidad y esperanza; muchos otros, por el contrario, están oprimidos por ritmos productivos inhumanos, que anulan las relaciones y afectan negativamente a la vida familiar y personal. A veces, cuando ejerzo el ministerio de la Confesión, hay jóvenes que tienen hijos y les pregunto: “¿Juegas con tus hijos?”. Y muchas veces la respuesta es: “Padre, no tengo tiempo... Cuando salgo de la casa para el trabajo todavía están dormidos, y cuando vuelvo ya están en la cama”. Esto es inhumanidad: este vértigo del trabajo inhumano. La economía, nacida para ser “cuidado de la casa”, se ha despersonalizado; en lugar de servir al hombre, lo esclaviza, sometiéndolo a mecanismos financieros cada vez más alejados de la vida real y cada vez menos gobernables. Los mecanismos financieros son “líquidos”, son “gaseosos”, no tienen consistencia. ¿Cómo podemos vivir bien cuando las personas se reducen a números, las estadísticas aparecen más que los rostros y las vidas dependen de los índices bursátiles?

¿Qué podemos hacer? Frente a un contexto económico enfermo, no se puede intervenir brutalmente, con el riesgo de matar, sino que se debe prestar atención:  no se resuelven las cosas desestabilizando o soñando con un retorno al pasado, sino alimentando el bien, emprendiendo caminos sanos y solidarios, siendo constructivos. Necesitamos unirnos para relanzar el bien, sabiendo que si el mal es habitual en el mundo, con la ayuda de Dios y con la buena voluntad de muchos como vosotros, la realidad puede mejorar… Hay apoyar a aquellos que quieren cambiar para mejorar, para fomentar modelos de crecimiento basados ​​en la equidad social, la dignidad de las personas, las familias, el futuro de los jóvenes, el respeto por el medio ambiente. No se puede aplazar una economía circular. El desperdicio no puede ser la última palabra dejada en herencia por unos cuantos ricos, mientras que la mayoría de la humanidad permanece en silencio.

Con estos sentimientos de preocupación y esperanza que he querido compartir con vosotros, os renuevo mi gratitud y os animo a seguir adelante, implicando a cuantos encontráis, especialmente a los jóvenes, para que os acompañen en la promoción del bien, en beneficio de todos.

¡Gracias!



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