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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL CAPÍTULO GENERAL DE LA ORDEN DE LOS AGUSTINOS DESCALZOS

Sala Clementina
Jueves, 12 de septiembre de 2019

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Queridos hermanos y hermanas:

La Providencia ha querido que hoy me encuentre con vosotros, Agustinos Descalzos, y mañana con vuestros hermanos de la Orden de San Agustín, hermanos, primos, amigos, enemigos, ¡nunca se sabe! Alabemos a Dios por los carismas que ha suscitado y sigue suscitando en la Iglesia a través del testimonio del gran Pastor y Doctor de Hipona.

Agradezco al Prior General las palabras con las que ha presentado este encuentro, que concluye vuestra conferencia con ocasión de lo que llamáis el “Año del Carisma”, ¡hermoso!

Ante todo quiero deciros que aprecio en vosotros la alegría de ser agustinos: “Felices de servir al Altísimo en espíritu de humildad” ―parecería un lema franciscano, pero en realidad es simplemente evangélico. Por otra parte, san Agustín es una de esas figuras que hacen sentir la fascinación de Dios, que llevan a Jesucristo, que llevan a la Palabra de Dios. Es un gigante del pensamiento cristiano, pero el Señor también le dio la vocación y la misión de la fraternidad. No se cerró en el horizonte, si bien vasto, de su mente, sino que permaneció abierto al pueblo de Dios y a los hermanos y hermanas que compartían con él la vida comunitaria. Como sacerdote y obispo vivió como un monje, a pesar de sus compromisos pastorales, y a su muerte dejó muchos monasterios masculinos y femeninos.

En esta larga tradición religiosa iniciada por san Agustín, tenéis vuestras raíces los agustinos descalzos, como el prior general acaba de recordar. Os animo a amar y a profundizar siempre de nuevo estas raíces ―ir a las raíces―, buscando sacar de ellas, en la oración y en el discernimiento comunitario, la linfa vital de vuestra presencia en la Iglesia y en el mundo de hoy. Para ser modernas, algunas personas piensan que es necesario desprenderse de las raíces. Y esta es la ruina, porque las raíces, la tradición, son la garantía del futuro. No es un museo, es la verdadera tradición, y las raíces son la tradición que da la savia para que crezca el árbol, que florezca, que de frutos. Nunca os separéis de las raíces para ser modernos, es un suicidio. La oración y la penitencia no dejan de ser las piedras angulares sobre las que se asienta el testimonio cristiano, un testimonio que en algunos contextos va completamente en contra de la corriente, pero que, acompañado de la humildad y de la caridad, sabe hablar al corazón de tantos hombres y mujeres, incluso en nuestro tiempo. Además, los Papas pidieron a vuestros “antepasados” que estuvieran disponibles para la evangelización, y de esta manera habéis asumido esa dimensión apostólica que está muy presente en el Padre Fundador.

La calificación de “descalzos” expresa la necesidad de pobreza, de desprendimiento, de confianza en la Divina Providencia. Hay un himno litúrgico, que se usa en la fiesta de San Juan Bautista y dice que la gente iba “con el alma descalza” a ser bautizada: descalza no sólo porque no lleva calzas, ―veo que lleváis zapatos, al menos uno―.... El alma descalza, este es el carisma. Una necesidad evangélica, que en ciertos momentos del camino de la Iglesia el Espíritu hace sentir con más fuerza. Y debemos estar siempre atentos y dóciles a la voz del Espíritu: ¡Él es el protagonista, él es el que hace crecer a la Iglesia! Nosotros no, él. El Espíritu Santo es el viento que sopla y hace avanzar a la Iglesia, con esa gran fuerza de evangelización.

En particular, este año habéis querido enfatizar el voto de humildad, el cuarto voto que os caracteriza. Os felicito por esta elección y comparto el discernimiento del que se ha hecho portavoz el padre prior: este voto de humildad es una “llave”, una llave que abre el corazón de Dios y el corazón de los hombres. Y abre ante todo vuestros corazones para ser fieles al carisma original, para sentiros siempre discípulos-misioneros, disponibles a las llamadas de Dios.

La humildad es algo que no se puede agarrar: se tiene o no se tiene, es un don. No se puede agarrar. Recuerdo un religioso muy vanidoso, muy vanidoso ― esto es histórico ― todavía vivo. Sus superiores siempre le decían: “Debe ser más humilde, más humilde...”. Y al final dijo: “Haré treinta días de ejercicios para que el Señor me conceda la gracia de la humildad”. Y cuando regresó, dijo: “Gracias a Dios. Era muy vanidoso, mucho, pero después de los ejercicios he vencido todas mis pasiones”. Había encontrado la humildad. La humildad es algo que viene por sí misma. Gracias a Dios, pero viene, no se puede medir.

El Espíritu sopla también en las velas de la Iglesia el viento de la misión ad gentes, y habéis sabido estar preparados para partir. Vivimos en una época en la que la misión ad gentes se renueva, también a través de una crisis que queremos que sea de crecimiento, de fidelidad al mandato del Señor Resucitado, un mandato que conserva toda su fuerza y relevancia. Yo también me uno a vosotros con emoción al recordar a los misioneros agustinos que dieron su vida por el Evangelio en diferentes partes del mundo. Y veo con alegría que atesoráis estos testimonios del pasado para renovar vuestra disponibilidad para la misión hoy, en las formas que el Concilio Vaticano II y los desafíos actuales nos piden.

Queridos hermanos, recordando con gratitud vuestro camino, o mejor dicho, el camino que el Señor os ha hecho recorrer (cf. Dt 8,2), se comprende plenamente el significado de este “Año del Carisma”. No es algo autorreferencial ―no, no tiene que ser eso―, sino una comunidad viva que quiere caminar con el Cristo vivo, esto es lo que queréis: no es autorreferencial, sino voluntad de caminar en Cristo, Cristo vivo.

“Feliz de servir al Altísimo en un espíritu de humildad”. ¡Seguid así! Que el Señor os bendiga, que la Virgen y San Agustín os protejan. Y por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Gracias!


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 12 de septiembre de 2019.

 



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