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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
 A LOS OBISPOS Y SACERDOTES DE LAS IGLESIAS DE SICILIA

Sala Clementina
Jueves, 9 de junio de 2022

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¡Queridos hermanos!

Estoy contento de reunirme con vosotros. Recuerdo con alegría mi viaje a Plaza Armerina y Palermo: no lo he olvidado. Doy las gracias a monseñor Antonino Raspanti por las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Teniendo presente la realidad que él ha presentado quisiera compartir algunas reflexiones. Otro lugar que no he olvidado de los viajes es Agrigento, el primero que hice, ante la tragedia de Lampedusa.

El cambio de época en el cual nos encontramos viviendo requiere elecciones valientes, aunque también ponderadas y, sobre todo, iluminadas con el discernimiento del Espíritu Santo. Este cambio está poniendo a dura prueba sobre todo los vínculos sociales y afectivos, como la pandemia ha evidenciado aún más claramente. La actitud responsable con la que hay vivirlo, como en otras fases históricas, es acogerlo con conciencia y «hacerse cargo con confianza de la realidad anclada en la sabia Tradición viva y viviente de la Iglesia, que puede permitirse remar mar adentro sin miedo» (Discurso al Simposio “Por una teología fundamental del sacerdocio”, 17 de febrero de 2022).

Sicilia no está fuera de este cambio; es más, como ha sucedido en el pasado, se encuentra en el centro de recorridos históricos que los pueblos continentales diseñan. Esta ha acogido a menudo los pasos de esos pueblos, ya sea dominadores o migrantes, y acogiéndoles les ha integrado en su tejido, desarrollando una cultura propia. Recuerdo cuando, hace 40 años, me hicieron ver una película sobre Sicilia: “Kaos”, se llamaba. Eran cuatro historias de Pirandello, el gran siciliano. Me quedé impresionado por esa belleza, esa cultura, esa “insularidad continental”, digamos así… Pero esto no significa que sea una isla feliz, porque la condición de insularidad incide profundamente en la sociedad siciliana, terminando por resaltar las contradicciones que llevamos dentro de nosotros. De modo que se asiste en Sicilia a comportamientos y gestos marcados tanto por grandes virtudes como por crueles atrocidades. Como también, junto a obras maestras de extraordinaria belleza artísticas se ven escenas de abandono mortificante. E igualmente, frente a hombres y mujeres de gran cultura, muchos niños y jóvenes evaden la escuela permaneciendo fuera de una vida humana digna. La cotidianidad siciliana asume expresiones fuertes, como los intensos colores del cielo y de las flores, de los campos y del mar, que resplandecen por la fuerza de la luminosidad solar. No es casualidad que se haya derramado tanta sangre de mano de los violentos, pero también por la humilde y heroica resistencia de los santos y justos, servidores de la Iglesia y del Estado.

La situación social actual en Sicilia está en fuerte regresión desde hace años; una señal precisa es la despoblación de la isla, debido tanto a la caída de los nacimientos —este invierno demográfico que estamos viviendo todos— como a la emigración masiva de los jóvenes. La desconfianza en las instituciones alcanza niveles elevados y la disfunción de los servicios sobrecarga el desarrollo de las prácticas cotidianas, no obstante los esfuerzos de personas válidas y honestas, que quisieran empeñarse para cambiar el sistema. Es necesario comprender cómo y en qué dirección Sicilia está viviendo el cambio de época y qué caminos podría emprender, para anunciar, en las fracturas y coyunturas de este cambio, el Evangelio de Cristo.

Esta tarea, aunque encomendada a todo el pueblo de Dios, nos pide a nosotros, sacerdotes y obispos, el servicio pleno, total y exclusivo. Ante este gran desafío, también la Iglesia se ve afectada por la situación general con sus cargas y sus puntos de inflexión, registrando una disminución de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, pero sobre todo un creciente desapego de los jóvenes. A los jóvenes les cuesta percibir en las parroquias y en los movimientos eclesiales una ayuda en su búsqueda del sentido de la vida; y no siempre entrevén en ellos un claro alejamiento de viejas formas de actuar, erróneas y hasta inmorales, para tomar decididamente el camino de la justicia y la honestidad. Me entristecí cuando tuve en mis manos algún expediente que llegó a las Congregaciones romanas sobre algún juicio sobre sacerdotes y personas de la Iglesia: pero ¿por qué, por qué se ha llegado a este camino de injusticia y deshonestidad?

No han faltado, sin embargo, en el pasado, y no faltan tampoco hoy, figuras de sacerdotes y fieles que abrazan plenamente el destino del pueblo siciliano: ¿cómo olvidar a los beatos don Pino Puglisi y a Rosario Livatino, pero también a personas menos conocidas, mujeres y hombres de todos los estados de vida que han vivido la fidelidad a Cristo y al pueblo? ¿Cómo ignorar el trabajo silencioso, tenaz y amoroso de tantos sacerdotes en medio de la gente desanimada o sin trabajo, en medio de niños o ancianos cada vez más solos? Y hablando de los sacerdotes que están cerca de los ancianos, hace poco recibí una carta de uno de vuestros sacerdotes, que me contaba cómo había acompañado al anciano párroco en los últimos días de su vida, hasta el último momento. Volvía del trabajo muy cansado, pero lo primero era ir donde el “viejo” y contarle las cosas, hacerle feliz; y luego llevarlo a la cama, acompañarlo hasta que se dormía… ¡Estos son grandes gestos, grandes! Y esta grandeza está también entre vosotros, en vuestro clero. La figura sacerdotal en medio del pueblo, de buenos sacerdotes, es importante porque en Sicilia los sacerdotes siguen siendo vistos como guías espirituales y morales, personas que también pueden contribuir a mejorar la vida civil y social de la isla, a apoyar a la familia y a ser una referencia para los jóvenes en crecimiento. La expectativa del pueblo siciliano hacia los sacerdotes es alta y exigente. ¡No os quedéis a mitad de camino, por favor!

Ante la conciencia de nuestras debilidades, sabemos que la voluntad de Cristo nos sitúa en el centro de este desafío. La clave de todo está en su llamada, en la que apoyarse para remar mar adentro y volver a echar las redes. Ni siquiera nos conocemos a nosotros mismos, pero si volvemos a la llamada, no podemos ignorar ese Rostro que nos salió al encuentro y nos condujo tras él, incluso unidos a él, como enseña nuestra tradición cuando afirma que en la liturgia actuamos incluso “in persona Christi”. Esta unidad plena, esta identificación no podemos limitarla a la celebración, sino que debe vivirse plenamente en cada momento de la vida, recordando las palabras del apóstol Pablo: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal  2,20).

Si entonces, en el sentimiento de la gente de Sicilia, prevalece la amargura y la desilusión por la distancia que la separa de las zonas más ricas y evolucionadas del país y de Europa; si tantos, sobre todo jóvenes, aspiran a irse para encontrar estándares de vida más ricos y cómodos, mientras quien permanece lleva dentro sentimientos de frustración; con mayor razón nosotros pastores estamos llamados a abrazar hasta el fondo la vida de este pueblo. No olvidemos a los profetas de Israel, que permanecieran fieles al pueblo por la fidelidad de Dios a la alianza, y lo siguieron hasta el exilio. Como también los sabios y devotos que en la diáspora sostuvieron al pueblo fiel. Estar al lado, ser cercanos, es lo que estamos llamados a vivir, por la fidelidad de Dios; por su amor estamos cerca hasta el fin, hasta las últimas consecuencias, cuando a ellas conducen las circunstancias de justicia, de reconciliación, honestidad y perdón. Cercanía, compasión y ternura: este es el estilo de Dios y es también el estilo del pastor. El Señor mismo dice a su pueblo: “Dime, ¿qué pueblo tiene sus dioses tan cerca como tú me tienes a mí?”. La cercanía, que es compasiva, perdona todo, es tierna. Abraza, acaricia.

En el “hoy” fatigoso del pueblo de Dios que está en Sicilia, los sacerdotes sacan cada día de la Eucaristía esta forma de vida. Lo dije hablando con vosotros en Palermo hace cuatro años: «las palabras de la Institución delinean así nuestra identidad sacerdotal, nos recuerdan que el sacerdote es un hombre del don, del don de sí mismo, cada día, sin vacaciones y sin descanso. Porque la nuestra, queridos sacerdotes, no es una profesión sino una donación, no un trabajo, que puede servir incluso para hacer carrera, sino una misión». (Discurso al clero, a los religiosos y a los seminaristas, Palermo, 15 de septiembre de 2018). Y por favor, estad atentos con el afán de hacer carrera: es un camino equivocado que al final decepciona, al final decepciona. Y te deja solo, perdido.

Y después os anima la gran devoción mariana de Sicilia, consagrada a María Inmaculada, por la cual juntos, obispos y sacerdotes, habéis tomado la costumbre de celebrar una Jornada Sacerdotal Mariana: seguid con ello. El primer valor que se subraya con esta práctica es el de la unidad, verdaderamente crucial frente al individualismo y la fragmentación, e incluso a la división que se cierne sobre todos nosotros. La unidad, don del sacrificio pascual de Jesús, se fortalece con el método de la sinodalidad, que también vosotros habéis adoptado a través de los recorridos formativos propuestos sobre el tema “Con paso sinodal”. En las diversas iniciativas para la formación regional del clero, es hermoso vuestro propósito de realizar ejercicios de sinodalidad vivificando la fraternidad y paternidad sacerdotal, para “caminar juntos” narrando recíprocamente experiencias humanas y espirituales, las iniciativas pastorales, con sinceridad y naturalidad, con gratitud y asombro por los pasos dados con la ayuda del Espíritu. Un camino, ciertamente, que requiere apertura a las sorpresas de Dios en nuestra vida y en los ejes existenciales de nuestras comunidades, con la conciencia de que a través de la escucha, humilde y sincera, podemos vivir un discernimiento que llega al corazón y nos cambia interiormente.

El otro valor es el de encomendarse a María, mujer de la ternura y del consuelo, de la paciencia y de la compasión. Entre el sacerdote y la Madre celeste se entrelaza día tras día un diálogo secreto que consuela y calma cada herida, que sobre todo alivia en los altibajos de la vida cotidiana que encuentra. En este diálogo sencillo, hecho de miradas y palabras humildes como las del Rosario, el sacerdote descubre cómo la perla de la virginidad de María, totalmente entregada a Dios, la convierte en madre tierna para todos. Así también él, casi sin saberlo, ve la fecundidad de un celibato, a veces difícil de llevar a cabo, pero valioso y rico en su transparencia.

No quisiera terminar sin hablar de una cosa que me preocupa, me preocupa bastante. Me pregunto: ¿cómo va, entre vosotros, la reforma que el Concilio inició? La piedad popular es una gran riqueza y debemos custodiarla, acompañarla para que no se pierda. También educarla. Sobre esto leed el n.48 de la Evangelii nuntiandi  que tiene plena actualidad, lo que san Pablo VI nos decía sobre la piedad popular: liberarla de todo gesto supersticioso y tomar la sustancia que tiene dentro. Pero la liturgia, ¿cómo va? Y ahí yo no sé, porque no voy a misa en Sicilia y no sé cómo predican los sacerdotes sicilianos, si predican como se ha sugerido en la Evangelii gaudium, o si predican de tal forma que la gente sale a fumarse un cigarro y después vuelve… Esas predicaciones en las que se habla de todo y de nada. Tened en cuenta que después de ocho minutos la atención cae, y la gente quiere sustancia. Un pensamiento, un sentimiento y una imagen, y eso se lo lleva para toda la semana. ¿Pero cómo celebran? Yo no voy a misa allí, pero he visto fotografías. Hablo claro. Pero queridos, todavía las puntillas, los bonetes…, pero ¿dónde estamos? ¡Sesenta años después del Concilio! ¡Un poco de actualización también en el arte litúrgica, en la “moda” litúrgica! Sí, a veces llevar alguna puntilla de la abuela está bien, pero a veces. Es para hacer un homenaje a la abuela ¿no? ¿Habéis entendido todo, no?, habéis entendido. Es bonito homenajear a la abuela, pero es mejor celebrar a la madre, la santa madre Iglesia, y como la madre Iglesia quiere ser celebrada. Y que la insularidad no impida la verdadera reforma litúrgica que el Concilio ha mandado adelante. Y no quedarse callados.

Queridos hermanos, os doy las gracias por vuestra visita. Os bendigo y bendigo vuestras comunidades, bendigo su camino. Os lo pido: no os olvidéis de rezar por mí, porque lo necesito.

Otra cosa… Esto no lo digo solo por Sicilia, esto es universal: una de las cosas que más destruyen la vida eclesial, tanto la diócesis como la parroquia, es el chismorreo, el chismorreo que va junto a la ambición. Os darán un escrito de un nuncio apostólico sobre el chismorreo, lo llama “palabra abusada”. No podemos deshacernos del chismorreo: incluso después de una reunión: Adiós, nos despedimos, y comienza: “Has visto lo que dijo ese, ese otro, ese otro...”. El chismorreo es una peste que destruye la Iglesia, destruye las comunidades, destruye la pertenencia, destruye la personalidad. Y me gusta mucho la imagen que ha puesto en la portada ―después lo veréis porque os darán uno a cada uno― está la señal del dedo, que es la señal de identidad, y uno que lo quita, porque con el chismorreo te quita la identidad, te quita la pertenencia: eso es lo que hace el chismorreo, con nosotros. Perdonad si predico estas cosas que parecen de Primera Comunión, pero son cosas esenciales: ¡no las olvidéis!

Ahora os daré la bendición.



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