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JUAN PABLO II

REGINA CAELI

Domingo 31 de mayo de 1981

La alocución pontificia fue registrada, la mañana del domingo 31 de mayo, por Juan Pablo II en su habitación de enfermo en el Policlínico Gemelli y transmitida por Radio Vaticano a la hora meridiana del «Regina caeli»

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Ascendit Deus in iubilatione! Cristo ascendió al Padre. La vida terrena de Cristo concluyó con su retorno al Padre, el día de la Ascensión. Nuestro corazón ardiente lo sigue allá arriba, donde Él ha subido "para prepararnos un lugar" (cf Jn 14, 2); y con esta fe quiere penetrar la existencia humana en todos sus aspectos.

Mientras tanto, la Iglesia mira al Cenáculo de Jerusalén, y como los Apóstoles, con los Apóstoles, ruega en unión con María, esperando la venida del Espíritu Santo. Que suban de nuestros corazones fervientes plegarias hacia el Espíritu, que desciende para santificar a la Iglesia, para vivificar al mundo, para "renovar la faz de la tierra", para elevar al hombre. ¡Esperemos juntos al Paráclito, al Consolador!

Os invito también a dirigir conmigo el pensamiento a los obispos de todo el mundo, que, acogiendo mi invitación, van llegando a Roma para celebrar, en el próximo domingo de Pentecostés, el XVI centenario del Concilio Constantinopolitano I, y el 1550 aniversario del Concilio de Efeso.

2. Era mi deseo visitar los próximos días Suiza, correspondiendo a la invitación del Episcopado y de la Organización Internacional del Trabajo, a las cuales se unieron después otras invitaciones.

Mis condiciones de salud no me lo permiten. Confío a la Divina Providencia el deseo de realizar esta visita pastoral lo más pronto que me sea posible.

3. Os exhorto de modo especial a uniros en espíritu al emocionante homenaje de oraciones de sufragio que Polonia está tributando a su querido primado, cardenal Stefan Wyszynski, tan apreciado y amado por todos.

El Señor lo ha llamado a Sí el jueves pasado, solemnidad de la Ascensión. Sus restos mortales serán sepultados hoy, último día del mes de mayo, dedicado particularmente a María, a la que el cardenal Wyszynski veneraba tanto bajo el título de Reina de Polonia y también de Madre de la Iglesia.

La muerte de aquel que, durante más de 30 años, ha sido la piedra clave de la unidad de la Iglesia en Polonia ha vuelto a despertar en mi espíritu -como podéis comprender bien- una oleada de recuerdos y de sentimientos, que me hacen estar íntimamente cercano a cuantos en la tarde de hoy le rendirán el devoto y último homenaje en la plaza de la Victoria de Varsovia y lo acompañarán a la sepultura, en la catedral de San Juan.

No podré participar con mi presencia física, pero estaré allí del modo que me es permitido en estos momentos: con la oración y, además, con un mensaje que he dirigido a los hermanos y hermanas de Polonia, y mediante una Delegación.

A él, Pastor bueno y celoso; a él, defensor de los derechos del hombre y de la Iglesia, protagonista de tantas páginas de historia de su patria y patria mía; a él que ha amado tanto a la Iglesia y a Polonia con entrega incomparable y con valentía intrépida, sacadas de una fe indómita y de un amor ardiente a Cristo y a María, conceda el Señor el premio reservado a sus fieles servidores.

 



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