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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 9 de noviembre de 1986

 

1. Hoy la Iglesia celebra la fiesta de la dedicación de la Basílica Lateranense, "Omnium Urbis et Orbis Ecclesiarum Mater et Caput" ("Madre y Cabeza de todas las Iglesias de la Urbe y del Orbe"), la catedral de Roma, que hizo construir el Emperador Constantino y que inicialmente fue dedicada al Santísimo Salvador; luego, bajo el pontificado de San Gregorio Magno, fue dedicada también a los Santos Juan Bautista y Juan Evangelista, al cada uno de los cuales estaba consagrado un oratorio anexo al baptisterio.

La Basílica de Letrán, con los edificios adyacentes, fue durante muchos siglos sede habitual del Obispo de Roma. En ella se celebraron cinco Concilios Ecuménicos, entre los cuales en 1215, siendo Papa Inocencio III, el Lateranense IV, al que los historiadores consideran el Concilio más importante de la Edad Media. Durante mil años la historia de la Roma cristiana gravitó en torno a esa basílica, que Papas, Emperadores, Reyes y fieles fueron enriqueciendo, poco a poco, con preciosos donativos y espléndidas obras de arte, signo de su intensa fe en Cristo.

2. Al recordar la originaria dedicación de la catedral de Roma a Jesús Salvador del mundo, la festividad litúrgica de hoy nos invita a meditar en uno de los misterios fundamentales de la revelación cristiana: ¡Jesús de Nazaret, Mesías, Señor, Hijo de Dios, es Quien ha traído la salvación total y definitiva a tos hombres de todos los tiempos y de todos los lugares!

Jesús, en su vida pública, se revela como Salvador, sobre todo mediante los milagros hechos en favor de los enfermos, leprosos, ciegos, mudos, lisiados e incluso muertos, a los que Él devolvió la vida. Sin embargo, Jesús da a entender que estos prodigios suyos, estos gestos de misericordia hacia los enfermos, han de ser vistos como actos que trascienden la mera salvación temporal. Jesús trae a los hombres una salvación mucho más profunda y radical: afirma que ha venido para "salvar lo que estaba perdido por el pecado" (cf. Lc 9, 56; 19, 10); para "salvar al mundo y no para condenarlo" (cf. Jn 3, 17; 12, 47).

Esta salvación del pecado ―que es la auténtica y más peligrosa enfermedad de los hombres―, el don supremo de Sí mismo en la cruz, es causa de salvación para los que lo acojan y reconozcan mediante la fe que es el Hijo de Dios encarnado.

3. Ante Cristo Salvador, el hombre es llamado a una opción decisiva, de la que depende su suerte eterna. A la opción de fe por parte del hombre corresponde, por parte de Dios, el don de la redención y de la vida eterna.

A Cristo, Hombre-Dios, Redentor del hombre y de la historia, se dirige hoy nuestra humilde adoración y nuestra ardiente oración para que toda la humanidad acoja la salvación que ofrece, la liberación que promete.

Invoquemos para nosotros y para todos la intercesión de su Madre Santísima, mientras recitamos la oración que nos recuerda la Encarnación del Verbo.



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