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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 4 de octubre de 1987

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. La proclamación de tres nuevos Beatos, que ha tenido lugar hace poco en la basílica de San Pedro, ofrece a la Iglesia una luz y un estímulo de especial actualidad, indicando a todos los laicos de la comunidad cristiana el deseo y el compromiso de ser santos.

La celebración de hoy, al comienzo del Sínodo Episcopal, sobre la vocación y misión de los laicos, lleva nuestra reflexión a un texto luminoso del Concilio Vaticano II: "Es totalmente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano, incluso en la sociedad terrena" (Lumen gentium, 40).

El Sínodo de los Obispos se propone dar nuevo vigor a la conciencia de los laicos acerca de esta llamada universal a la santidad en la caridad (Instrumentum laboris, 35), confirmando en la Iglesia la conciencia de que todos los miembros del Pueblo de Dios, en virtud de la fe que han recibido, son invitados a tender con todo su empeño a la gloria de la Trinidad y al bien de los hombres. Los laicos están obligados de este modo, por una singular vocación, a contribuir al incremento de la vida espiritual de la Iglesia, para que ésta realice, toda junta, su continua ascensión a la santidad.

2. Hoy quisiera recordar sobre todo las excelsas figuras de creyentes que, viviendo en el corazón del mundo, en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social llevan una vida plenamente entretejida de fe, ordenando según Dios las mismas realidades temporales. Cuántas madres y cuántos padres de familia, por ejemplo, guiados por el Espíritu en su fidelidad a la vocación sobrenatural de cristianos, han sabido plasmar su vida cotidiana de acuerdo con modelos heroicos de virtud. Respondiendo, mediante el pensamiento y las obras, con empeño constante, a los impulsos de la gracia, ellos han podido conseguir, quizá con excepcional vigor, vetas sublimes de bondad y de santidad. Esos ejemplos nos confirman que todo laico, aun atendiendo -según su propio estado- a las cosas del mundo, puede ser cristiano en sentido pleno, es decir, santo.

3. El laico se santifica buscando el reino de Dios de una forma propia. Es llamado a obrar su santificación no fuera de las tareas terrenas que se le confían, casi separándose del mundo para servir a Dios, sino más bien impregnando de un profundo sentido religioso las propias obligaciones, descubriendo día a día, minuto a minuto, la presencia del Espíritu de Dios que, así como llena el universo, así también llena su alma. El laico está llamado a santificarse a sí mismo aceptando corresponder a esta interna acción del Espíritu, y permaneciendo como es, hombre entre los hombres.

4. Dirijamos ahora nuestra oración a la Virgen para pedirle el don de la santificación de los laicos en la Iglesia. María Santísima, con su intercesión, suscite en todos los fieles un fuerte deseo de santidad, proponiendo a todos el modelo de su testimonio tan singular. Como esposa y madre en la intimidad de la casa de Nazaret, semejante en todo a una mujer común de su tiempo, Ella vivió el misterio de la más profunda unión con Dios, siendo Madre de Dios, Madre de la Iglesia y Madre nuestra en el orden de la gracia. ¡Recémosle, para que nos ilumine a todos por el camino de la santificación!



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