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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 6 de agosto de 1989
Solemnidad de la Transfiguración del Señor

 

Queridos hermanos y hermanas:

Este domingo, en el que la liturgia celebra la solemnidad de la Transfiguración del Señor sobre el monte Tabor, la Virgen María nos llama aquí a recogernos para meditar este inefable misterio, como se nos presenta en las páginas de los Evangelios, en que resuenan las palabras del Padre: "Este es mi Hijo, el escogido: escuchadle" (Mc 9, 7 y paralelos). Obedeciendo a este mandato, la Iglesia vive en continua escucha de la voz del Hijo de Dios, en el que reconoce a su Señor, haciéndose pregonera de su alegre Nueva en medio de los hombres de todo tiempo y de todo lugar.

2. De este mensaje evangélico fue testigo intrépido y anunciador incansable el Papa Pablo VI, mi venerado Predecesor, que precisamente el 6 de agosto de hace once años, también entonces domingo de la Transfiguración, era llamado de la luz de este mundo a la luz del cielo. Se puede afirmar que la solemnidad de la Transfiguración ha marcado de modo especial, casi profético, el servicio eclesial de aquel gran Pontífice, hasta el punto de que se podría definir, como me he expresado en otras ocasiones, "el Papa de la Transfiguración". En efecto, la primera Encíclica de su Pontificado, la programática "Ecclesiam suam", lleva la fecha del 6 de agosto; y en ese mismo día concluía su vida terrena.

Es más, se puede decir que toda su existencia fue una continua transfiguración en la escuela del Señor Jesucristo "luz del mundo" (Jn 8, 12). Pablo VI no se cansó nunca de poner en guardia a los fieles contra las tentaciones, de hacer opaco el espíritu, sometiéndolo al dominio de los sentidos. A la luz del Resucitado y de la Virgen Asunta, él inculcó en los ánimos el amor a la Iglesia, transparencia de Dios sobre la tierra, la fuerza de la verdad que nos hace libres, y el gusto de la belleza de quien sabe rescatar el propio cuerpo de la corrupción del pecado con la ayuda de la gracia de los sacramentos; de quien sabe recobrar la dignidad para su propia persona a fin de conseguir el título de inmortalidad sobrehumana de la resurrección y de la vida eterna.

3. Sentimos el deber de dar gracias al Señor por haber dado a la Iglesia ese Maestro y Pastor que supo amarla, defenderla e ilustrarla con sabia palabra y con la vida penitente y operosa para la gloria de Dios y la salvación de las almas. Con sus escritos convincentes y con su existencia consagrada al testimonio de la fe católica, supo ayudar a los cristianos e inspirar a la sociedad humana, tan amada por él.

Elevemos nuestra oración a María, a quien Pablo VI, en su citada Encíclica invocaba como "la beatísima, la dulcísima, la humildísima, la inmaculada creatura, a quien cupo el privilegio de ofrecer al Verbo de Dios la carne humana en su primigenia e inocente belleza" (II; cf. L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 4 de agosto de 1974. pág. 7) a fin de que le obtenga a él la paz eterna y a nosotros la fuerza para seguir sus enseñanzas y sus ejemplos, mientras lo contemplamos en el abrazo del Cristo transfigurado.



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