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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 1 de diciembre de 1991

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Hoy, primer domingo de Adviento comienza el nuevo año litúrgico. Desde la antigüedad la Iglesia, en su solicitud pastoral, ha querido acompañar el curso del tiempo con la celebración de los principales acontecimientos de la vida de Jesús y de la historia de la salvación. De este modo pretende iluminar al cristiano en el camino de su existencia sostenerlo en sus preocupaciones cotidianas, elevarlo a una atmósfera sobrenatural y orientar su espera hacia el encuentro definitivo con Cristo Señor.

Queridísimos fieles: Acojamos la invitación de la sagrada liturgia y comprometámonos a vivir intensamente este primer "tiempo fuerte" de preparación para la Navidad.

2. En efecto, nos disponemos a conmemorar el nacimiento de Jesús, que es el acontecimiento absolutamente central de la historia, hacia el cual convergen las vicisitudes precedentes de la humanidad y del cual parten sus evoluciones sucesivas.

El gran tema de reflexión que nos presenta el Adviento consiste en considerar con nueva atención la importancia decisiva de la venida de Cristo a la tierra. Efectivamente, Adviento es el tiempo propicio para volver a descubrir con alegría las certezas de nuestra fe: Jesús se hizo hombre por nosotros. Él está presente y vivo también en el mundo de hoy y, con la fuerza de su Espíritu, continúa actuando en lo íntimo de los corazones para disponerlos a acoger el mensaje de la salvación.

3. Cada uno de nosotros está implicado en semejante obra: por voluntad de Cristo, la salvación del mundo depende también de nuestra cooperación. Esta responsabilidad quiere recordarnos el acontecimiento eclesial que se está celebrando precisamente durante estos días: la Asamblea extraordinaria del Sínodo de tos obispos para Europa, que, reunida bajo el tema: "Seamos testigos de Cristo que nos ha librado", se interroga acerca de cuáles son los compromisos concretos que derivan hoy para los cristianos del continente de su adhesión a la fe.

Pidamos a María Santísima sede de la sabiduría, que esté presente entre los padres del Sínodo, como estuvo en el cenáculo entre los apóstoles y los discípulos después de la resurrección del Señor. Que sea ella quien haga entrever los caminos que conviene seguir en esta hora particular de Europa, para responder a las expectativas de sus pueblos y anunciar con nuevo vigor a los hombres y a las mujeres que viven hoy en el continente la palabra liberadora del Evangelio.



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