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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 3 de enero de 1993

 

¡Queridísimos hermanos y hermanas!

1. Anteayer hemos comenzado el nuevo año en el nombre de la Madre de Dios, celebrando la Jornada mundial de la paz.

¡Qué apremiante y qué urgente es construir la paz! Paz que no es sólo ausencia de guerra, sino realidad global que implica a todo el hombre y sus relaciones sociales en su conjunto.

De todas formas, hacer callar las armas es condición indispensable para comenzar el proceso que lleva a una paz así en sus múltiples dimensiones.

A pesar de toda apariencia en contra, debemos convencernos de que la paz es posible. La esperanza cristiana no puede dudar de ello.

A la paz está vinculada, ya desde el Antiguo Testamento, la promesa de Dios: «Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra» (Is 2, 4). Se anuncia la paz, como don especial de Dios, en el nacimiento del Redentor: «Paz a los hombres en quienes Él se complace» (Lc 2, 14).

La paz es un don precioso, que requiere aceptación y compromiso.

2. Precisamente para implorar este inestimable don, el próximo 9 y 10 de enero iré como peregrino de paz a Asís, tierra del manso Francisco, ciudad símbolo de la paz.

En Asís vamos a orar por la paz del mundo. Rezaremos sobre todo por las atormentadas poblaciones de los países balcánicos, marcados por increíbles violencias, que hacen vanas todas las tentativas de entendimiento y de pacificación.

Para que no resulten nuevamente vanos los intentos de los hombres que se esfuerzan por hacer cesar las hostilidades, queremos impetrar una intervención especial de Dios: la paz es ante todo don del Señor. En efecto, también para el edificio de la paz, tan complejo y frágil, sirve la admonición del salmo: «Si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los constructores» (Sal 127, 1).

3. Así, pues, nos reuniremos en la ciudad de san Francisco representantes de las Conferencias episcopales de Europa junto con los otros creyentes en Cristo y con todos los hombres de buena voluntad, como ocurrió en octubre de 1986, cuando la humanidad entera se hallaba bajo la amenaza de una posible guerra nuclear.

Nos impulsa la confianza en la palabra del Señor: «Pedid y se os dará» (Mt 7, 7). Nos sostiene la conciencia de que la oración es el arma de la paz, cuando no se reduce a vana expresión verbal, sino que va acompañada de la penitencia interior, del ayuno, de un testimonio coherente y generoso. La oración se convierte en un arma invencible cuando es realmente dejar entrar a Dios en la propia vida.

Que María, la Madre del Príncipe de la paz ―ella conoce el secreto y la eficacia de la oración― nos ayude a tocar el corazón de su Hijo divino.

¡Reina de la paz, ruega por nosotros!



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