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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Miércoles 6 de enero de 1993
Solemnidad de la Epifanía

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. «Se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres... Se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres» (Tt 2, 11; 3, 4).

Celebramos hoy la fiesta de la «Manifestación» del Señor, su «Epifanía» a todas las naciones. La Iglesia, con el ardor humilde de la Hija de Sión, alza la cabeza y se deja revestir por la gloria divina. Refleja en su rostro la luz de Cristo, que ilumina a todos los hombres, la luz del Evangelio, capaz de suscitar una vida nueva en cada criatura (cf. Lumen gentium, 1).

La Iglesia es misionera porque Cristo es la luz de las naciones. ¿Acaso se puede esconder un cuerpo cuya cabeza es la irradiación de la gloria de Dios? ¿Puede permanecer oculta una ciudad construida sobre un monte? Toda la Iglesia es misionera: no hay miembro, por más pequeño y escondido, que no resplandezca de luz cuando le alcanza la verdad del Evangelio. Más aún los miembros más humildes son los más brillantes, como canta la Virgen Madre: «Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1, 48).

2. El pueblo de Dios, peregrino y misionero, encuentra en sus pastores los primeros servidores de la unidad y del carácter misionero de la Iglesia. En efecto, el colegio de los obispos prolonga en el tiempo la obra de los Apóstoles, llamados y constituidos por el Maestro para ir a todas partes a fin de que las naciones del mundo entero, mediante la obra de la evangelización, se transformen en discípulos del Señor. Esta mañana, en San Pedro, durante la solemne liturgia de la Epifanía, he tenido el gozo de ordenar a once nuevos obispos: al confiarlos ahora a María santísima, Reina de los apóstoles, os exhorto, amadísimos hermanos y hermanas a orar por su ministerio para que sea siempre irradiación de la alegría y la esperanza evangélica que Cristo quiere que lleguen a todos los hombres.

3. En el belén instalado en esta plaza como en tantos otros lugares del mundo, contemplamos hoy el encuentro de los Magos con el Redentor. Ellos «entraron en la casa, vieron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron» (Mt 2, 11). Encontraron al Mesías y reconocieron en Él al «Príncipe de la paz» (Is 9, 5). También nosotros, amadísimos hermanos y hermanas, postrémonos a sus pies e imploremos de Él la luz del Evangelio y el gozo de la fidelidad a sus enseñanzas; e imploremos sobre todo la paz que el mundo no puede dar, pero que anhela, a menudo sin darse cuenta.

Esos sentimientos se hacen especialmente intensos al acercarse el encuentro de Asís, ya inminente por el que os invito una vez más a orar. Pidamos a María santísima, Reina de la paz, que obtenga a toda la humanidad el don inestimable de la concordia y la paz.



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