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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 14 de marzo de 1993

 

1. Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Dios.

Queridos hermanos y hermanas, esta célebre afirmación de san Agustín (cf. Confesiones, 1, 1) se puede aplicar no sólo a nuestro corazón, sino también a la vida social, en todas sus expresiones. Cuando falta Dios, desaparece la paz dentro y fuera del hombre, porque se deteriora el principio de la unidad. El hombre se postra ante miles de ídolos y termina dividido en sí mismo, volviéndose esclavo de las cosas. ¿Tenemos que maravillarnos, pues, de que la humanidad se convierta en un triste escenario de guerra, y de un sinfín de violencias y tragedias?

«Yo, el Señor, soy tu Dios... No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Ex 20, 2-3).

El primer mandamiento del Decálogo es el fundamento de todos los demás y de la misma existencia humana. Queridos hermanos y hermanas no se trata de la pretensión de un tirano, ni del arbitrio de un déspota; es, más bien, la voz apremiante del Creador que, a pesar de nuestras infidelidades, jamás se cansa de tratarnos como hijos. Reconocer su señorío es, por tanto, nuestro primer deber, es la condición misma de nuestra salvación.

Sólo un trágico engaño ha podido llevar a ciertas corrientes de pensamiento a absolutizar el mundo y el hombre. Quien trata de descifrar con objetividad el lenguaje de la creación, considerando la belleza pero también los límites de las cosas de aquí abajo, fácilmente se da cuenta de la verdad: el mundo, por estupendo que sea, es una realidad finita que remite a lo infinito, es lo relativo que exige lo absoluto.

¡Sólo Dios es lo absoluto! Es la plenitud del ser y, por esta razón, merece nuestra adoración.

2. Sin embargo, en el primer mandamiento, Dios no se limita a pedirnos un frío reconocimiento de su verdad: nos pide, sobre todo, el libre ofrecimiento de nuestro corazón. «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Dt 6, 5). Nos ama como Padre, y espera a cambio un amor de hijos: amor que responde al Amor.

¿Acaso podría ser de otro modo? «Dios es Amor» (1Jn 4, 8). Habiéndonos amado primero, Dios continúa siendo fiel a su caridad indefectible, a pesar del pecado y la ingratitud humana.

¡Cuánto cambiaría el rostro del mundo si nos dejáramos envolver por el amor divino! Se descubriría cada vez con más asombro la belleza del universo, don de Dios, y el misterio del hombre, creado a imagen del Creador y rodeado por su ternura eterna. Queridos hermanos y hermanas, reflexionemos acerca de estas verdades sobre todo en este tiempo de Cuaresma, itinerario privilegiado de conversión y renovación.

3. Virgen santa, espejo limpio del amor de Dios, en ti el Verbo se hizo carne; en ti se hizo viva la esperanza del hombre. Mira con piedad la fragilidad humana que se olvida de Dios con demasiada frecuencia y, precisamente por esto, está expuesta a faltas de amor insensatas y suicidas: está expuesta al odio, a la guerra, a la indiferencia y al triunfo del egoísmo y de la muerte. Míranos con piedad de Madre y tiéndenos tu mano.

Te pedimos: ¡sálvanos oh Madre!



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