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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 21 de marzo de 1993

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Prosiguiendo la reflexión que estamos haciendo en los domingos de Cuaresma acerca de los que se pueden llamar derechos de Dios, considerados no sólo como fuente de deberes concretos sino también como fundamento y garantía de los mismos derechos del hombre, quisiera subrayar hoy las exigencias incluidas en el segundo mandamiento: No tomar el nombre de Dios en vano.

El nombre de Dios encierra un gran misterio. Es nombre santo, nombre que exige reverencia y amor.

Con respecto a él, por desgracia, se observa una actitud de ligereza, rayana a veces en el desprecio manifiesto: blasfemias, espectáculos desacralizadores, escarnio, publicaciones que ofenden gravemente el sentimiento religioso.

El derecho a la libertad de conciencia, de opinión y de expresión ¿exime acaso, del deber de tratar con respeto la experiencia espiritual de millones de creyentes? Por lo demás, ¿no es verdad que el sentimiento religioso constituye lo más vital y precioso que puede tener el hombre? Al ofender públicamente a Dios, no se comete sólo una culpa moral grave, sino que se viola también un derecho concreto de la persona al respeto de sus propias convicciones religiosas.

2. La irreverencia con respecto a Dios, sobre todo, se vuelve contra el hombre. Desinteresándose del sentido del misterio, la persona humana se hace cada vez más incapaz de maravillarse de escuchar, de respetar, y sufre la tentación de abandonarse a la embriaguez falaz del afán de poder, que pretende manipular a las personas y cosas sin regla alguna y por encima de todo límite.

El respeto a Dios que no tiene nada que ver con el fanatismo, es, por consiguiente, la garantía más sólida del respeto al hombre. A la luz del Creador resplandece la dignidad de la criatura: el nombre de todo ser humano es, de alguna manera, un reflejo del nombre de Dios. Como ha recordado el nuevo Catecismo de la Iglesia católica, «Dios llama a cada uno por su nombre» (n. 2158). Por esto, también «el nombre de todo hombre es sagrado» (ib.), y resplandecerá con luz eterna en quienes acogen el amor de Dios y se hacen constructores de su reino (cf. ib., 2159).

¿No es precisamente esto lo que nos confirman, con especial elocuencia, las dos nuevas santas, elevadas hoy al honor de los altares? Santa Claudina Thévenet y santa Teresa de Los Andes nos muestran el reflejo de luz que proyecta en el ser humano el honor tributado a Dios.

Cultivemos, queridos hermanos y hermanas, una veneración reverente hacia el nombre santo de Dios y aferrémonos a él como a un ancla de salvación. Si el mundo de hoy parece, a veces, atenazado por una violencia absurda y una angustia que debilita ¿no será, entre otras cosas, porque florece poco en los labios y el corazón de los hombres la invocación a Dios?

3. Acudamos a la escuela de la Santísima Virgen, maestra incomparable de oración y alabanza. Pidámosle que, con respecto al nombre santo de Dios, nos inspire los sentimientos que ella tuvo. Digamos con ella: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador... Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, santo es su nombre» (Lc 1, 46-49).

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Después del Ángelus

Un saludo muy cordial a todos los chilenos participantes en la canonización de Santa Teresa de Los Andes.

 



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