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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 7 de noviembre de 1993

 

1. Un punto de contacto entre el pensamiento cristiano y lo mejor de la cultura contemporánea es, ciertamente, la percepción de la dignidad del hombre. Esa dignidad se funda en la interioridad del ser humano creado «a imagen de Dios» (Gn 1, 26), pues entre todos los seres del mundo visible sólo el hombre no se limita a existir, sino que sabe también que existe, gracias a la inteligencia con que «participa de la luz de la mente de Dios» (Gaudium et spes, 15). Y así san Agustín podo escribir: «Entra en ti mismo, en lo más íntimo del hombre es donde habita la verdad» (De vera religione, 39, 72).

Entre las riquezas de esta interioridad del ser humano, la conciencia moral es un elemento esencial. En ella se manifiesta «una ley que lo impulsa a amar y practicar el bien y a evitar el mal» (Gaudium et spes, 16). Esa conciencia se halla en lo más profundo de la persona, donde radica la responsabilidad moral y la misma experiencia religiosa. El Concilio nos ha recordado al respecto: «La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella" (ib.).

2. En la reciente encíclica Veritatis splendor, reafirmando la conveniencia y la universalidad de la ley moral, subrayé el valor central de la conciencia. En realidad, ley moral y conciencia no se plantean como una alternativa. La conciencia es la norma próxima del obrar y, en cuanto tal, hay que obedecerla incluso en el caso de error debido a ignorancia invencible. Pero su fuerza vinculante brota de la misma ley moral, cuyas exigencias aplica a las situaciones concretas de la vida.

La conciencia no crea la norma, sino que la recibe como imperativo que se le impone. Por tanto, en la base de su juicio no se halla la presunción de una autonomía absoluta, sino la humildad de la criatura que se siente dependiente de su Creador.

Como todas las cosas humanas, también la conciencia puede fallar, cayendo en engaños y en errores. Es una voz delicada, que puede ser atropellada por una vida ruidosa y distraída, o casi ahogada por un largo y grave hábito de vicio.

La conciencia debe ser cultivada y educada, y el camino principal de su formación al menos para quien tiene la gracia de la fe, es la confrontación con la revelación bíblica de la ley moral, autorizadamente interpretada, con la asistencia del Espíritu Santo, por el Magisterio de la Iglesia.

3. Si queremos amadísimos hermanos, un modelo de conciencia madura, contemplemos a María. La Virgen santísima se nos presenta en el evangelio como mujer a la escucha de Dios, siempre dispuesta a hacer su voluntad. En su corazón acogedor la Palabra de Dios pudo echar profundas raíces, antes de «hacerse carne» en su seno virginal y venir a «poner su morada entre nosotros» (Jn 1, 14).

Que María, por tanto, con su maternal intercesión, nos obtenga una conciencia vigilante y dócil al soplo del Espíritu divino.



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