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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 26 de junio de 1994

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Quisiera proseguir también hoy la reflexión sobre el matrimonio, la familia y la ley natural. El fundamento de la familia es el amor entre un hombre y una mujer: amor intenso como entrega recíproca y profunda, manifestada también en la unión sexual conyugal.

Se acusa a veces a la Iglesia de que considera el sexo como tabú. Pero la verdad es muy diferente. A lo largo de la historia, en contraste con las tendencias maniqueas, el pensamiento cristiano desarrolló una visión armónica y positiva del ser humano, reconociendo el papel significativo y precioso que la masculinidad y la femineidad desempeñan en la vida del hombre.

Además el mensaje bíblico es inequívoco: «Creó [...] Dios al ser humano a imagen suya [...], varón y mujer los creó» (Gn 1, 27). En esta afirmación está grabada la dignidad de todo hombre y de toda mujer, no sólo en su igualdad de naturaleza sino también en su diversidad sexual. Es un dato que caracteriza profundamente la constitución del ser humano. «A la verdad, en el sexo radican las notas características que constituyen a las personas como hombres y mujeres en el plano biológico, psicológico y espiritual» (Persona humana, 1; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de enero de 1976, p. 4).

Lo he reafirmado recientemente en la Carta a las familias: «El hombre es creado desde "el principio" como varón y mujer: la vida de la colectividad humana —tanto de las pequeñas comunidades como de la sociedad entera— lleva la señal de esta dualidad originaria. De ella derivan la "masculinidad" y la "femineidad" de cada individuo, y de ella cada comunidad asume su propia riqueza característica en el complemento recíproco de las personas» (n. 6).

2. La sexualidad pertenece, por tanto al designio originario del Creador, y la Iglesia no puede menos de sentir gran estima por ella. Al mismo tiempo, tampoco puede dejar de pedir a cada uno que la respete en su naturaleza profunda.

Como dimensión inscrita en la totalidad de la persona, la sexualidad constituye un lenguaje al servicio del amor y, por consiguiente no se la puede vivir como pura actividad instintiva. El hombre como ser inteligente y libre, debe gobernarla.

Sin embargo, esto no quiere decir que se la puede manipular a voluntad. En efecto, posee una típica estructura psicológica y biológica, cuyo fin es tanto la comunión entre un hombre y una mujer como el nacimiento de nuevas personas. Respetar esa estructura y ese nexo inseparable no es biologismo o moralismo, sino atención a la verdad del ser hombre, del ser persona. Gracias a esa verdad, perceptible también a la luz de la razón, son moralmente inaceptables el llamado amor libre, la homosexualidad y la anticoncepción. En efecto, se trata de comportamientos que falsean el significado profundo de la sexualidad y le impiden ponerse al servicio de la persona, de la comunión y de la vida.

3. La Virgen santísima, modelo de femineidad, de ternura y de dominio de sí, ayude a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo para que no consideren superficialmente el sexo en nombre de una falsa modernidad. A ella dirijan su mirada los jóvenes, las mujeres y las familias. Que María, Madre castísima, ilumine a los representantes de las naciones para que en la próxima reunión de El Cairo tomen decisiones inspiradas en los auténticos valores humanos, que constituyen el fundamento de la anhelada civilización del amor.



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