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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

 Domingo 26 de febrero de 1995

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Entre las mujeres que han servido a la causa de la paz, deseo recordar hoy a una mártir de nuestro siglo, a la que yo mismo en 1987 tuve la alegría de elevar al honor de los altares: la carmelita Edith Stein.

Fue asesinada, como tantas otras víctimas de la crueldad nazi, en el campo de concentración de Auschwitz. Para ella de familia judía y educada en las tradiciones de sus padres, la opción por el Evangelio, a la que llegó tras una ardua búsqueda, no significó el rechazo de sus raíces culturales y religiosas. Cristo, a quien conoció siguiendo los pasos de santa Teresa de Ávila, la ayudó ante todo a leer la historia de su pueblo de modo más profundo. Con la mirada fija en el Redentor, aprendió la sabiduría de la cruz, que le permitió practicar una nueva solidaridad con los sufrimientos de sus hermanos.

Unirse al dolor del Dios hecho hombre, ofreciendo la vida por su gente, llegó a ser su mayor aspiración. Afrontó la deportación y la perspectiva del martirio, con íntima conciencia de ir a morir por su pueblo. Su sacrificio es un grito de paz, un servicio a la paz.

2. Edith Stein fue ejemplar también por la contribución que dio a la promoción de la mujer. En el mensaje para la Jornada mundial de la paz he escrito que la construcción de este valor fundamental «no puede prescindir del reconocimiento y de la promoción de la dignidad personal de las mujeres» (n. 4; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de diciembre de 1994, p. 4). Precisamente en esto Edith Stein desempeñó un papel significativo, dedicándose por mucho tiempo, durante los años que precedieron a su retiro monástico, a iniciativas orientadas a lograr que a la mujer se le reconocieran los derechos propios de todo ser humano y los específicos de la femineidad. Hablando de la mujer, destacaba con mucho gusto su vocación de «esposa y madre», pero, al mismo tiempo, exaltaba el papel al que estaba llamada en todos los ámbitos de la vida cultural y social. Ella misma fue testigo de esa femineidad socialmente activa, haciéndose apreciar como investigadora, conferenciante y profesora. También fue estimada como pensadora, capaz de utilizar con sabio discernimiento las aportaciones de la filosofía contemporánea para buscar la plena verdad de las cosas, en un esfuerzo continuo por conjugar las exigencias de la razón con las de la fe.

3. Hoy queremos encomendar a la Virgen santísima de modo especial la armonía y la paz entre los creyentes de las diversas religiones: Dios es amor y, por su misma naturaleza, une y no separa a cuantos creen en Él. Sobre todo los judíos y los cristianos no pueden olvidar su singular fraternidad, que hunde sus raíces en el designio providencial de Dios que acompaña su historia.

María, hija de Sión y Madre de la Iglesia, ruega por nosotros.



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