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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

 Domingo 15 de octubre de 1995

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Hace treinta años, el 8 de diciembre de 1965, concluía el concilio ecuménico Vaticano II. Lo había inaugurado tres años antes, precisamente el 11 de octubre, la valentía mansa, clarividente y perseverante del Pontífice Juan XXIII. Lo llevaron a término la gran mente y el gran corazón del Papa Pablo VI. Mientras nos encaminamos hacia el jubileo del año 2000, no podemos dejar de recordar ese acontecimiento, que constituye una piedra miliar, un «acontecimiento providencial» en la historia de la Iglesia contemporánea (Tertio millennio adveniente, 18).

En la historia de los concilios, éste tiene una fisonomía completamente singular. En efecto, el tema y la ocasión de la celebración de los concilios anteriores se debieron a problemas doctrinales o pastorales particulares. El concilio ecuménico Vaticano II quiso ser un momento de reflexión global de la Iglesia sobre sí misma y sobre sus relaciones con el mundo. A esa reflexión la impulsaba la necesidad de una fidelidad cada vez mayor a su Señor. Pero el impulso también provenía de los grandes cambios del mundo contemporáneo, que, como signos de los tiempos exigían que se los escrutara a la luz de la palabra de Dios. Fue mérito de Juan XXIII no sólo haber convocado el Concilio, sino también haberle dado el tono de la esperanza, alejándose de los profetas de desventura, y confirmando su confianza inquebrantable en la acción de Dios.

2. Gracias a la acción del Espíritu Santo, el Concilio estableció las bases de una nueva primavera de la Iglesia. No marcó una ruptura con el pasado, sino que supo valorar el patrimonio de toda la tradición eclesial, para orientar a los fieles en su respuesta a los desafíos de nuestra época.

A distancia de treinta años, es más necesario que nunca volver a aquel momento de gracia. Como he pedido en la carta apostólica Tertio millennio adveniente (cf. n. 36), entre los puntos de un irrenunciable examen de conciencia, que debe implicar a todos los miembros de la Iglesia, no puede faltar la pregunta: ¿cuánto ha penetrado el mensaje conciliar en la vida, las instituciones y el estilo de la Iglesia?

Ya en el Sínodo de los obispos de 1985 se planteó una pregunta semejante, que sigue siendo válida todavía hoy, y obliga ante todo a releer el Concilio, para recoger todas sus indicaciones y asimilar su espíritu. Trataremos de hacerlo juntos, recorriendo los grandes temas conciliares durante algunas de las próximas citas dominicales del Ángelus. La historia testimonia que los concilios necesitaron tiempo para dar sus frutos. Sin embargo mucho depende de nosotros, con la ayuda de la gracia de Dios.

3. María santísima, que precisamente durante la asamblea conciliar fue proclamada «Madre de la Iglesia» por mi predecesor Pablo VI, nos ayude en este camino. Sintámosla entre nosotros, como los Apóstoles en la víspera de Pentecostés. Que ella nos haga dóciles al Espíritu de Dios, para que el tercer milenio, ya a las puertas, encuentre a los creyentes más firmes en la fidelidad a Cristo y plenamente entregados a la causa de su Evangelio.



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