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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo
1 de septiembre de 1996

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. El cristianismo ha marcado profundamente no sólo la vida espiritual de la humanidad, sino también la cultura de los pueblos. El viaje que el viernes y el sábado próximos haré a Hungría para conmemorar el milenio de la célebre abadía benedictina de Pannonhalma, pondrá de relieve también la gran síntesis de fe y cultura que se da en ese centro prestigioso del monaquismo occidental en los confines con el cristianismo oriental.

Al Oriente cristiano la humanidad debe inmensos tesoros. Yo deseo rendir homenaje aquí a su cultura rica y multiforme, que brilla en la arquitectura monumental de Constantinopla, Moscú, San Petersburgo y otras muchas ciudades. Es cultura que se refleja también en los magníficos mosaicos, en las cúpulas doradas, en los iconos ricos de misterio, en las mismas ceremonias litúrgicas, tan solemnes y majestuosas. El arte religioso de Oriente testimonia el esplendor de Cristo, tanto cuando lo presenta en la imponente figura del Pantocrátor, como cuando lo muestra en la silenciosa comunión de la intimidad divina, como se trasluce, por ejemplo, en el delicado icono de la Trinidad de Andrej Rublëv.

2. La cultura del Oriente cristiano ha producido también sólidas expresiones literarias, contribuyendo notablemente a la elevación de la conciencia de la humanidad, incluso en nuestro tiempo. Quiero poner un ejemplo, que llevo en mi corazón: el de Vladimir Soloviev. Para él, el fundamento mismo de la cultura es el reconocimiento de la existencia incondicional del otro. De ahí deriva su rechazo de un universalismo cultural de tipo monolítico, incapaz de respetar y acoger las múltiples expresiones de la civilización. Fue coherente con esta visión incluso cuando se hizo ardiente y apasionado profeta del ecumenismo, prodigándose en favor de la reunificación entre la ortodoxia y el catolicismo.

¿Y cómo olvidar a Fiodor Dostoievski, uno de los mayores escritores de todos los tiempos? Su mirada de creyente penetra las profundidades del espíritu humano, describiendo la gran aventura de la libertad, en sus infinitos recorridos, a la luz de la convicción de que Cristo es el secreto de la verdadera libertad. En el fondo de su visión humana y cristiana toca cuerdas verdaderamente universales, manifestando un conocimiento íntimo del hombre y una gran ansia por su destino. El alma profunda de su pensamiento es el amor a Cristo. En él ve la fuente de la belleza, la belleza sin ocaso, la belleza «que salva al mundo». Por esto se entristece profundamente —baste recordar la célebre «Leyenda del gran Inquisidor»— cuando observa que los hombres, a veces incluso los creyentes, tienen miedo de Cristo, de la verdadera libertad que él vino a traer.

3. Oremos a la Virgen santísima para que nos ayude a encarnar profundamente el cristianismo en la cultura. Como dijo Pablo VI, la ruptura entre Evangelio y cultura es el drama de nuestro tiempo (cf. Evangelii nuntiandi, 20). Redescubriendo las grandes riquezas culturales del Oriente cristiano, en un nuevo diálogo de comunión, el testimonio cristiano podrá respirar, también a este nivel, con dos «pulmones», ofreciendo nuestra obligada contribución para el futuro de la humanidad.


Después del Ángelus

Con particular afecto saludo a todas las personas de lengua española congregadas aquí para rezar la hermosa plegaria del Ángelus. Que la Virgen María os ayude a reavivar vuestra fe para saber acoger los dones que vienen de Dios, en especial su amor de Padre. Os imparto de corazón la bendición apostólica, que extiendo complacido a vuestros seres queridos.



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