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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Castelgandolfo
Domingo
8 de septiembre de 1996

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Entre las señales de esperanza de nuestro tiempo, tan rico en luces y sombras, está ciertamente la nueva exigencia de espiritualidad, que se siente a pesar del avanzado proceso de secularización. El hombre se da cuenta de que no bastan la ciencia, la técnica y el bienestar económico. Los bienes que produce la civilización industrial pueden hacernos más cómoda la vida, pero no satisfacen las necesidades del corazón. En cierto sentido, la televisión y la informática nos meten el mundo en casa, pero esto no siempre implica profundidad y serenidad en las relaciones humanas.

En este marco, numerosas personas sienten urgente necesidad de volver a las raíces, un deseo intimo de silencio, de contemplación y de búsqueda de lo absoluto. Entre tantas palabras, a menudo engañosas y vacías, se busca una palabra de vida.

A esa necesidad el cristianismo da siempre una respuesta que brota de la revelación bíblica y está avalada por la experiencia de innumerables santos. Deseo destacar hoy la aportación que brinda el cristianismo oriental, cuya espiritualidad merece ser conocida cada vez mejor no sólo en sus rasgos más externos, sino sobre todo en sus motivaciones profundas.

2. Los Padres de Oriente parten de la conciencia de que el auténtico compromiso espiritual no se reduce a un encuentro consigo mismo, a una recuperación de interioridad, aunque sea necesaria, sino que debe ser un camino de escucha dócil del Espíritu Santo. En realidad —afirman—, el hombre no llega a su plenitud si se cierra al Espíritu Santo. San Ireneo, obispo de Lyon, que por sus orígenes y su formación se puede considerar un puente entre Oriente y Occidente, aseguraba que el hombre está formado por tres elementos: el cuerpo, el alma y el Espíritu Santo (cf. Adversus haereses, 5, 9, 1-2). Ciertamente, no quería confundir al hombre con Dios, pero le urgía subrayar que el hombre sólo alcanza su plenitud cuando se abre a Dios. Para Afraates el sirio, que recoge el pensamiento de san Pablo, el Espíritu de Dios se nos comunica de un modo tan íntimo, que casi se convierte en parte de nuestro «yo» (cf. Demonstrationes 6, 14). Al mismo tiempo, un autor espiritual ruso, Teófanes el recluso, llega a llamar al Espíritu Santo «el alma del alma humana» y afirma que la finalidad de la vida espiritual es una «progresiva espiritualización del alma y del cuerpo» (cf. Cartas sobre la vida espiritual).

El verdadero enemigo de esta elevación interior es el pecado. Es preciso vencerlo para dejar lugar al Espíritu de Dios. En él, por decir así, se transfigura no sólo el hombre, sino también el mismo cosmos. Se trata de un camino difícil, pero la meta es una gran experiencia de libertad.

3. Elevemos la mirada a María, cuya Natividad celebramos hoy con alegría. La Virgen es imagen ejemplar de criatura habitada por el Espíritu Santo. Ella lo acogió con prontitud en la Anunciación y así se convirtió en Madre del Redentor. Luego lo recibió en Pentecostés, junto con los Apóstoles, en medio de los cuales estaba como Madre de la Iglesia. Que ella suscite ahora en cada uno de nosotros un gran deseo de vida espiritual, ayudándonos a desarrollar esta dimensión fundamental de nuestro corazón con plena docilidad al Espíritu de Dios.



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