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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Viernes 1 de noviembre de 1996

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Acabo de terminar en la basílica de San Pedro una solemne liturgia eucarística en la fiesta de Todos los Santos. Esta celebración se ha enriquecido este año para mí con un significado particular. En efecto, he querido festejar, con la amada diócesis de Roma, el 50° aniversario de mi ordenación sacerdotal, que: tuvo lugar precisamente el 1 de noviembre de 1946.

Os doy las gracias de todo corazón, amadísimos sacerdotes y fieles de Roma que, en los diversos componentes en que se articula la comunidad diocesana, habéis tomado parte en la celebración de esta mañana. Saludo también a los peregrinos que han venido aquí para la plegaria mariana. De modo particular, os expreso a vosotros, queridos jóvenes, muchachos y muchachas, este deseo: ojalá que cada uno de vosotros descubra con alegría su propia vocación y, con la ayuda de Dios, se entregue a realizarla fielmente. Pido al Señor que entre vosotros, jóvenes, haya alguno que se sienta llamado al sacerdocio, como me sucedió a mí durante los años de mi juventud.

2. Conservo muy vivo el recuerdo del día de mi ordenación y del siguiente, el 2 de noviembre, cuando celebré mis primeras santas misas en la cripta de la catedral de Cracovia. No dejo de dar gracias a Dios por todo lo que ha realizado en mí. Con el paso de los años, cobro cada vez mayor conciencia de que todo sacerdote encierra en sí un «misterio de fe». Su «hoy» humano trasciende las circunstancias contingentes de la vida diaria, puesto que está injertado en el «hoy» eterno de Cristo redentor. El sacerdote, a pesar de estar insertado plenamente en el entramado social en el que vive, se da cuenta de que pertenece también a una dimensión diversa, precisamente porque sabe que el Espíritu Santo lo ha reservado para una «obra» específica que Dios quiere realizar por medio de él entre los hombres (cf. Hch 13, 2): está llamado a ser el administrador de los misterios de Dios (cf. 1 Co 4, 1).

3. En esta singular celebración jubilar, acogiendo las insistentes peticiones que me han llegado de diversos lugares, he decidido escribir algunos recuerdos y reflexiones sobre mi vocación, que es «Don y misterio».

He redactado este testimonio pensando en mis hermanos en el sacerdocio, a quienes lo ofrezco con el vivo deseo de que constituya para cada uno un motivo de esperanza y de renovado ardor en el cumplimiento fiel de la misión presbiteral.

Encomiendo estos sentimientos a María, Madre de la Iglesia, invocándola para todos los sacerdotes.

En este día doy gracias a la Iglesia de Cracovia, que me abrió el camino hacia el sacerdocio de Cristo. Asimismo, doy gracias a la Iglesia de Roma, que me permite celebrar el 50º aniversario de mi sacerdocio aquí, en la Sede de Pedro.

A todos deseo una buena semana y un buen día de conmemoración de los fieles difuntos. Con el recuerdo de los difuntos entramos esta tarde y mañana en el gran misterio escatológico de cada uno de nosotros.

¡Alabado sea Jesucristo!



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