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JUAN PABLO II

REGINA CAELI

Solemnidad de Pentecostés
Domingo 23 de mayo de 1999

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. La solemnidad de Pentecostés nos hace revivir la extraordinaria experiencia que tuvieron los Apóstoles cincuenta días después de la resurrección de Cristo. Con Pentecostés culmina el tiempo de Pascua, y esta culminación consiste precisamente en el don del Espíritu Santo, según la promesa de Jesús.

Contemplamos hoy la transformación de los discípulos del Señor: de seguidores temerosos se convierten en testigos intrépidos que anuncian con valentía a todos los pueblos la buena nueva. Mientras se hallaban reunidos en oración, dentro del cenáculo, en compañía de María, el Espíritu de la verdad los envía a hacer de todo el mundo un cenáculo de amor y unidad. Esas dos dimensiones, la oración y el apostolado, la comunión y la misión, son indispensables para la vida de la Iglesia en todo tiempo y lugar.

2. Para esta gran fiesta nos preparamos ayer por la tarde, aquí, en la plaza de San Pedro, con una solemne vigilia, con la que se concluyó la misión ciudadana de Roma. ¡Qué experiencia espiritual tan extraordinaria! Nos trajo a la memoria el gran encuentro del año pasado con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades, que constituyen un verdadero don del Espíritu a la Iglesia del final del milenio, y uno de los signos nuevos surgidos del concilio Vaticano II. El encuentro del año pasado ha producido grandes frutos. En efecto, se han multiplicado las iniciativas encaminadas a alimentar en los movimientos y las comunidades el sentido de comunión, con el fin de aumentar la colaboración entre ellos, y también en las Iglesias particulares y en las parroquias.

Demos gracias al Señor por esta prometedora primavera de la Iglesia, rica en esperanza. Estoy seguro de que el próximo congreso, organizado por el Consejo pontificio para los laicos, sobre el tema: «Los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades en la solicitud pastoral de los obispos», contribuirá a favorecer su ulterior desarrollo.

El mundo secularizado obliga a todos los cristianos a intensificar su impulso misionero, basándolo en una experiencia radical de la fe en Cristo, experiencia hecha de oración, unidad y anuncio.

3. Invoquemos juntos al Espíritu Santo, para que fecunde la misión ciudadana de Roma y colme de frutos las expectativas de toda la Iglesia.

El compromiso misionero no tiene plazos y compete a todos los miembros de la comunidad cristiana. Hoy, como en los comienzos, la Iglesia sabe que, para afrontar los desafíos de la nueva evangelización, necesita reunirse en oración con María, la Madre de Jesús y Madre nuestra. Pidamos a la Virgen que ruegue con nosotros y por nosotros al Padre celestial, para que derrame sobre todos los creyentes el Espíritu Santo y renueve los prodigios de Pentecostés.



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