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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 24 de diciembre de 2000

 

Amadísimos hermanos y hermanas: 

1. El IV domingo de Adviento, que este año cae precisamente en la víspera de la santa Navidad, nos impulsa a un intenso clima de recogimiento y oración, para prepararnos bien a la ya inminente venida del Señor.

Vivimos la anhelada y gozosa espera del nacimiento del Redentor. En las calles y en las casas todo habla de la Navidad. Luces, adornos y regalos crean una atmósfera navideña inconfundible. Sin embargo, los preparativos externos, aunque sean necesarios, no deben desviar nuestra atención del acontecimiento central y extraordinario que se conmemora, es decir, el nacimiento de Jesús, don inestimable del Padre a la humanidad.

2. La liturgia, y especialmente el relato evangélico, nos ayuda a vivir mejor esta víspera de Navidad.

Detengámonos a contemplar la cueva de Belén. Al Rey del universo no se le reserva ni siquiera el espacio mínimo indispensable que toda familia prepara para el nacimiento de un hijo, y María y José, para los que no había lugar en el mesón, deben refugiarse en un miserable establo. El pesebre será la primera cuna del recién nacido (cf. Lc 2, 7). Por consiguiente, Dios se hizo uno de nosotros en un marco de extrema pobreza. Así nace el Unigénito del Padre, el esperado de las naciones, la Puerta santa de la salvación, que nos introduce en la plenitud de la vida inmortal.

En la cueva, junto a Jesús está María, la Virgen Madre, que supo acoger con total obediencia la palabra de Dios. Está José, su casto esposo, obediente a los arcanos designios del Todopoderoso, incluso cuando los acontecimientos se presentaban incomprensibles y difíciles de aceptar.

3. Esta escena, en su sencillez, constituye una silenciosa invitación a comprender en su justo valor el misterio de la Navidad, misterio de humildad y amor, de alegría y atención a los pobres.

Mientras en las casas se dan los últimos retoques al belén, y nos disponemos a pasar la Navidad con serena armonía familiar, que no falte un gesto de solidaridad hacia los que, por desgracia, vivirán estos días en la soledad o en el sufrimiento. Tanto mayor será la alegría de esta fiesta, cuanto más sepamos compartirla no sólo en familia, con los amigos, sino también con los que esperan de nosotros un recuerdo concreto.

Pidamos a la Virgen que nos ayude a celebrar de este modo el nacimiento de su Hijo divino, rezando juntos la oración del Ángelus.


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