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CARTA APOSTÓLICA
REDEMPTIONIS ANNO
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
SOBRE LA CIUDAD DE JERUSALÉN

A los obispos,
sacerdotes,
familias religiosas y fieles de toda la Iglesia católica
sobre la ciudad de Jerusalén,
patrimonio sagrado de todos los creyentes
y deseada encrucijada de paz
para los pueblos del Oriente Medio

 

Venerables hermanos y queridos hijos, salud y bendición apostólica:

El Año Jubilar de la Redención se concluye y, mientras tanto, mi pensamiento se dirige a la tierra privilegiada, situada en el punto de confluencia de Europa, Asia y África, donde se realizó la redención del género humano "una vez para siempre" (cf. Rom 6, 10; Heb 7, 27; 9, 12; 10, 10).

Es la tierra que llamamos santa por haber sido la patria terrena de Cristo, que Él recorrió "predicando el Evangelio del reino y curando en el pueblo toda enfermedad y toda dolencia" (Mt 4, 23).

Este año en particular hubiera deseado revivir la profunda emoción y la inmensa alegría que sintió mi predecesor, el Papa Pablo VI, cuando en 1964, fue a Tierra Santa y a Jerusalén.

Aunque no me ha sido posible estar allí físicamente, sin embargo, me siento espiritualmente peregrino en la tierra donde se realizó nuestra reconciliación con Dios, para pedir al Príncipe de la Paz el don precioso de la redención y de la paz, por la que suspiran los corazones de los hombres, las familias, los pueblos y, en particular, las gentes que habitan precisamente en esa región.

Pero pienso, sobre todo, en la ciudad de Jerusalén, donde Jesús, ofreciendo su vida, "hizo de los dos pueblos uno, derribando el muro de la separación, anulando, en su carne la enemistad" (Ef 2, 14).

Jerusalén, antes de que fuera la ciudad de Jesús Redentor, fue el lugar histórico de la revelación bíblica de Dios, el punto donde más que en cualquier otro lugar se establece el diálogo entre Dios y los hombres, como si fuese el punto de encuentro entre el cielo y la tierra.

Los cristianos miran a Jerusalén con religioso y solícito afecto, ya que allí resonó muchas veces la palabra de Cristo, allí tuvieron lugar los grandes acontecimientos de la redención, esto es, la pasión, muerte y resurrección del Señor. En Jerusalén surgió la primera comunidad cristiana y allí se mantuvo durante siglos, incluso en medio de dificultades, una presencia eclesial continua.

Para los judíos es objeto de vivo amor y de evocación perenne, por su riqueza de tantos vestigios y recuerdos, desde el tiempo de David que la eligió como capital, y de Salomón que edificó en ella el templo. Se puede decir que, desde entonces, la miran cada día y la señalan como símbolo de su nación.

También los musulmanes llaman a Jerusalén "la Santa", con ardiente amor, que se remonta a los orígenes del Islam, y está motivado por lugares privilegiados de peregrinación y por una presencia más que milenaria y casi ininterrumpida.

Además de estos eximios y eminentes testimonios, Jerusalén acoge comunidades vivas de creyentes, cuya presencia es prenda y fuente de esperanza para las personas que desde todas las partes del mundo miran a la Ciudad Santa como a un patrimonio espiritual propio y un signo de paz y de armonía.

Así es, porque en su calidad de patria del corazón de todos los descendientes espirituales de Abraham, para quienes resulta inmensamente entrañable, y en su calidad de punto de confluencia, Jerusalén se levanta, a los ojos de la fe, entre la trascendencia infinita de Dios y la realidad del ser creado, como símbolo de encuentro, de unión y de paz para toda la familia humana.

La Ciudad Santa encierra, pues, una profunda invitación a la paz, dirigida a toda la humanidad, y en particular a los adoradores del Dios único y grande, Padre misericordioso de los pueblos. Pero, por desgracia, hay que reconocer que Jerusalén está siendo motivo de persistente rivalidad, de violencia y de reivindicaciones exclusivistas.

Esta situación y estas consideraciones traen espontáneamente a los labios las palabras del Profeta: "Por amor de Sión yo no me callaré, y por Jerusalén no pararé hasta que resplandezca su justicia como luz esplendente, y su salvación como antorcha encendida" (Is 62, 1).

Pienso y suspiro por el día en que todos seamos realmente tan "enseñados por Dios" (Jn 6, 45), que escuchemos su mensaje de reconciliación y de paz. Pienso en el día en que judíos, cristianos y musulmanes puedan intercambiarse en Jerusalén el saludo de paz que Jesús dirigió a los discípulos, después de su resurrección: "La paz sea con vosotros" (Jn 20, 19).

Los Romanos Pontífices, sobre todo en este siglo, han seguido siempre con ansiosa solicitud los acontecimientos dolorosos en que se ha visto implicada Jerusalén durante muchos decenios, y han prestado vigilante atención a los pronunciamientos de las Instituciones internacionales que se han interesado por la Ciudad Santa.

En numerosas ocasiones la Santa Sede ha invitado a la reflexión y ha exhortado a encontrar una solución adecuada a la compleja y delicada cuestión. Lo ha hecho porque está profundamente preocupada por la paz entre los pueblos, no menos que por motivos espirituales, históricos, culturales, de naturaleza eminentemente religiosa.

Toda la humanidad, y en primer lugar los pueblos y naciones que tienen en Jerusalén a sus hermanos de fe, cristianos, judíos y musulmanes, se sienten justamente implicados e impulsados a hacer lo posible para preservar el carácter sagrado, único e irrepetible de la Ciudad. No sólo los monumentos y lugares santos, sino todo el conjunto de la Jerusalén histórica y la existencia de las comunidades religiosas, su condición, su porvenir no pueden dejar de ser objeto de interés y solicitud por parte de todos.

Efectivamente, es justo que se encuentre, con buena voluntad y clarividencia, un modo concreto y justo, en virtud del cual los diversos intereses y aspiraciones se concilien de manera armónica y estable y se tutelen de forma adecuada y eficaz por un Estatuto internacional garantizado, de suerte que ni unos ni otros pueden ponerlo en peligro.

Ante las comunidades cristianas, ante los que profesan la fe en el Dios único y que están comprometidos en la defensa de los valores fundamentales del hombre, siento también el deber apremiante de repetir que la cuestión de Jerusalén es fundamental para la paz justa en Oriente Medio. Tengo la convicción de que la identidad religiosa de la Ciudad y, en particular, la común tradición de fe monoteísta pueden allanar el camino para promover la armonía entre todos los que juzgan como suya, por diversas razones, la Ciudad Santa.

Estoy convencido que el no buscar una solución adecuada a la cuestión de Jerusalén, así como el resignarse a un aplazamiento del problema, no hacen más que comprometer ulteriormente la deseada armonía pacífica y justa de la crisis de todo el Oriente Medio.

Es natural recordar, en este contexto, que en la región hay dos pueblos, el judío y el palestino, que desde decenios están contrapuestos en un antagonismo que parece irreductible.

La Iglesia, que mira a Cristo Redentor y descubre su imagen en el rostro de cada uno de los hombres, pide paz y reconciliación para los pueblos de esa tierra que fue la Suya.

Para el pueblo judío que vive en el Estado de Israel y que conserva en esa tierra tan preciosos testimonios de su historia y de su fe, debemos pedir la deseada seguridad y la justa tranquilidad que es prerrogativa de toda nación y condición de vida y de progreso para toda sociedad.

El pueblo palestino, que hunde sus raíces históricas en esa tierra y que vive disperso, desde hace decenios, tiene el derecho natural, por justicia, de volver a encontrar una patria y de poder vivir en paz y tranquilidad con los otros pueblos de la región.

Todas las gentes del Oriente Medio, cada una con un patrimonio propio de valores espirituales, no podrán superar las trágicas vicisitudes en las que se ven implicadas -pienso en el Líbano tan probado- si no saben descubrir el auténtico sentido de su historia, que por medio de la fe en el único Dios las llama a una convivencia pacífica de entendimiento y de mutua colaboración.

Por tanto, quiero llamar la atención de los hombres políticos, de cuantos son responsables de los destinos de los pueblos, de quien está al frente de Instituciones internacionales, sobre la suerte de la ciudad de Jerusalén y de las comunidades que habitan en ella. Efectivamente, nadie ignora que las diversas expresiones de fe y cultura presentes en la Ciudad Santa pueden y deben ser un coeficiente de concordia y de paz.

Este Viernes Santo, en que recordamos solemnemente la pasión y muerte del Salvador, quisiera invitar a todos, venerables hermanos en el Episcopado, y a todos los sacerdotes, personas consagradas, fieles de todo el mundo, a poner entre las especiales intenciones de vuestras plegarias la petición en favor de una solución justa del problema de Jerusalén y de Tierra Santa, y en favor del retorno de la paz a Oriente Medio.

En el Año Santo que va a concluir y que hemos celebrado con gran alegría espiritual, tanto en Roma como en todas las diócesis de la Iglesia universal, Jerusalén ha sido el término ideal, el lugar natural adonde se dirigen nuestros pensamientos de amor y gratitud por el gran don de la redención, que en la Ciudad Santa realizó el Hijo del Hombre en beneficio de toda la humanidad.

Y ya que el fruto de la redención es la reconciliación del hombre con Dios y de cada uno de los hombres con sus hermanos, debemos pedir que también en Jerusalén, en la Tierra Santa de Jesús, los creyentes en Dios puedan volver a encontrar, después de tan dolorosas divisiones y discordias, la reconciliación y la paz.

Que esta paz, anunciada por Jesucristo en nombre del Padre que está en los cielos, convierta así a Jerusalén en signo viviente del gran ideal de unidad, de fraternidad y convergencia entre los pueblos, según las palabras luminosas del libro de Isaías: "Vendrán muchedumbres de pueblos diciendo: / Venid y subamos al monte de Yavé, / a la casa del Dios de Jacob, / y Él nos enseñará sus caminos e iremos por sus sendas" (Is 2, 3).

Para terminar, imparto de corazón mi bendición apostólica.

Roma, junto a San Pedro, 20 de abril, Viernes Santo de 1984, VI año de mi pontificado.

 

JOANNES PAULUS PP. II



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