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CARTA APOSTÓLICA
LITTERAE ENCYCLICAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A TODAS LAS PERSONAS CONSAGRADAS
DE LAS COMUNIDADES RELIGIOSAS
Y DE LOS INSTITUTOS SECULARES
CON OCASIÓN DEL AÑO MARIANO

 

"Vuestra vida está oculta con Cristo en Dios" (Col 3, 3)

 

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:


I. Introducción

La encíclica Redemptoris Mater explica el significado del Año Mariano, que estamos viviendo con toda la Iglesia, desde el pasado Pentecostés hasta la próxima solemnidad de la Asunción. En este período nos esforzamos por seguir las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que en la Constitución dogmática sobre la Iglesia ha indicado a la Madre de Dios como la que "precede" a todo el Pueblo de Dios en la peregrinación de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo [1]. Merced a este hecho, la Iglesia ve en María su "figura" perfecta. Es menester que cuanto el Concilio, siguiendo la tradición de los Padres, afirma de la Iglesia, como comunidad universal del Pueblo de Dios, sea meditado —en relación con la propia vocación— por quienes forman juntos esta misma comunidad.

Ciertamente muchos de vosotros, queridos hermanos y hermanas, intentan reavivar a lo largo de este año la conciencia del vínculo que existe entre la Madre de Dios y la propia vocación específica en la Iglesia. La presente Carta, que os dirijo en el Año Mariano, quiere ser una ayuda para vuestra reflexión sobre este tema, y lo hago refiriéndome también a las consideraciones ya propuestas por la Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares [2]. Al redactarla, deseo al mismo tiempo expresar el amor que la Iglesia siente por vosotros, por vuestra vocación, por la misión que desarrolláis en medio del Pueblo de Dios, en tantos sitios y de tantos modos. Todo esto es un gran don para la Iglesia. Y ya que la Madre de Dios, por la parte que le corresponde en el misterio de Cristo, también está presente de modo constante en la vida de la Iglesia, vuestra vocación y vuestro servicio son como un reflejo de su presencia. Es conveniente pues preguntarse qué relación existe entre esta "figura" y la vocación de las personas consagradas, que en las diversas órdenes, congregaciones e institutos se esfuerzan en vivir su entrega a Cristo.

II. Meditemos con María
el misterio de nuestra vocación

En la visitación Isabel, parienta de María, la llamó feliz en razón de su fe: "Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor" (Lc 1, 45).

En verdad estas palabras, dirigidas a María en la anunciación, resultaron insólitas. La atenta lectura del texto de Lucas muestra que en dichas palabras se contiene la verdad sobre Dios, de acuerdo con el Evangelio y la Nueva Alianza. La Virgen de Nazaret ha sido introducida en el misterio inescrutable, que es el Dios viviente, el Dios Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En este contexto fue revelada a la Virgen la vocación a ser Madre del Mesías, vocación a la cual Ella respondió con su fiat: "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38).

Al meditar sobre el hecho de la anunciación, pensamos también en nuestra vocación. Esta supone siempre como un cambio profundo en nuestra relación con el Dios viviente. A cada uno y a cada una de vosotros se ha abierto una perspectiva nueva, y se ha dado un nuevo sentido y una nueva dimensión a vuestra existencia cristiana.

Esto se realiza en vista del futuro, de la vida que vivirá después la persona concreta, de su elección y decisión responsable. El momento de la vocación se refiere siempre de modo directo a una persona, pero —al igual que en Nazaret durante la anunciación— significa, al mismo tiempo, un cierto "revelarse" del misterio de Dios. La vocación —antes de llegar a ser un hecho interior en la persona, antes de revestir la forma de una elección y de una decisión personal— remite a una elección que ha precedido, por parte de Dios, a la elección y decisión humana. Cristo ya habló de esto a los Apóstoles durante el sermón de despedida: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros" (Jn 15, 16).

Esta elección nos apremia —así como ha sucedido a María en la anunciación— a situarnos en lo más profundo del misterio eterno de Dios que es amor. Y cuando Cristo nos elige, cuando nos dice "sígueme", entonces —como proclama la Carta a los Efesios—, "Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo" nos elige en Él: "Nos ha elegido en él antes de la creación del mundo... eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos... para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agració en el Amado". Finalmente, "dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según el benévolo designio que él se propuso de antemano" (Ef 1, 4-6, 9).

Estas palabras tienen un alcance universal, hablan de la elección eterna de todos y de cada uno en Cristo, de la vocación a la santidad que es propia de los hijos adoptivos de Dios. Al mismo tiempo, nos permiten profundizar en el misterio de cada vocación, en concreto de la que es propia de las personas consagradas. De este modo cada uno y cada una de vosotros, queridos hermanos y hermanas, puede tomar conciencia de cuán profunda y sobrenatural sea la realidad que se experimenta cuando se sigue a Cristo que invita diciendo: "Sígueme". Entonces la verdad de las palabras de Pablo: "Vuestra vida está oculta con Cristo en Dios" (Col 3, 3) es para nosotros cercana y diáfana. Nuestra vocación está escondida en el misterio eterno de Dios antes de llegar a ser en nosotros un hecho interior, nuestro "sí" humano, nuestra elección y decisión.

Con la Virgen, en el hecho de la anunciación en Nazaret, meditemos el misterio de la vocación, que ha llegado a ser nuestra "parte" en Cristo y en la Iglesia.

III. Meditemos con María
el misterio de nuestra consagración

El Apóstol escribe: "Habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios" (Col 3, 3). Pasemos de la anunciación al misterio pascual. La expresión paulina "habéis muerto" tiene el mismo significado que el Apóstol manifiesta en la Carta a los Romanos, cuando escribe sobre el sentido del sacramento que nos introduce en la vida de Cristo. "¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte?" (Rom 6, 3). Así la mencionada expresión de la Carta a los Colosenses "Habéis muerto" significa "Fuimos, pues con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva" (Rom 6, 4).

Dios nos ha elegido eternamente en su Hijo amado, Redentor del mundo. Nuestra vocación a la gracia de la adopción como hijos de Dios corresponde a la verdad eterna de este "estar ocultos con Cristo en Dios". Esta vocación para todos los cristianos realiza en el tiempo por medio del bautismo, que nos sepulta en la muerte de Cristo. En este sacramento comienza también nuestro "estar ocultos con Cristo en Dios"; y este hecho se sitúa en la historia de una persona concreta bautizada. Participando sacramentalmente en la muerte redentora de Cristo, nos unimos a Él también en su resurrección (cf. Rom 6, 5). Compartimos aquella absoluta "vida nueva" (cf. Rom 6, 4), iniciada por Cristo —precisamente mediante la resurrección— en la historia humana. Esta "vida nueva" significa en primer lugar la liberación de la herencia de la esclavitud del pecado (cf. Rom 6, 1-11).

Al mismo tiempo —y sobre todo— esta vida significa "la consagración en la verdad" (cf. Jn 17, 17), en la cual se revela plenamente la perspectiva de la unión con Dios, de la vida en Dios. Así es como nuestra vida humana "está oculta con Cristo en Dios" de forma sacramental y a la vez real. Al sacramento corresponde la viva realidad de la gracia santificante, que penetra nuestra vida humana mediante la participación en la vida trinitaria de Dios.

Las palabras de Pablo, en particular las de la Carta a los Romanos, indican que esta "vida nueva", que es participada en primer lugar a través del bautismo, encierra en sí el inicio de todas las vocaciones que, a lo largo de la vida de un cristiano o de una cristiana, le exigirán una elección y una decisión responsable en la Iglesia. En efecto, en la vocación de cada persona bautizada se refleja un aspecto de aquella "consagración en la verdad", que Cristo ha realizado con su muerte y resurrección y ha recogido en su misterio pascual: "Y por ellos me consagro a mí mismo, para que ellos también sean consagrados en la verdad" (Jn 17, 19).

La vocación de una persona a consagrar toda su vida se pone en relación especial con la consagración de Cristo mismo por los hombres. Surge de la raíz sacramental del bautismo, que contiene en sí la consagración primera y fundamental de la persona a Dios. La consagración mediante la profesión de los consejos evangélicos —es decir, mediante los votos o las promesas— es un desarrollo orgánico de aquel comienzo que significa el bautismo. En la consagración está contenida la elección madura que se hace de Dios mismo, la respuesta esponsal al amor de Cristo. Cuando nos entregamos a El de modo total e indiviso, deseamos "seguirle", tomando la decisión de observar la castidad, la pobreza y la obediencia según el espíritu de los consejos evangélicos. Deseamos asemejarnos a Cristo lo más posible, como formando nuestra propia vida según el espíritu de las bienaventuranzas del sermón de la montaña. Pero sobre todo deseamos tener la caridad, que compenetra todos los elementos de la vida consagrada y los une como un verdadero "vínculo de perfección" (cf. Col 3, 14) [3].

Todo esto está contenido en el significado de aquel "morir" paulino, que comienza sacramentalmente en el bautismo. Un morir con Cristo, que nos hace participar de los frutos de su resurrección, a semejanza del grano que, caído en la tierra, "muere" para una vida nueva (cf. Jn 12, 24). La consagración de una persona con los vínculos sagrados determina esta "novedad de vida", que puede realizarse únicamente en base al "ocultar" en Cristo todo lo que constituye nuestra vida humana: nuestra vida está oculta con Cristo en Dios.

Si la consagración de una persona puede equipararse, desde el punto de vista humano, al "perder la vida", sin embargo es a la vez el camino más directo para "encontrarla". Cristo dice al respecto: "El que pierda su vida por mí, la encontrará" (Mt 10, 39). Estas palabras son ciertamente expresión de la radicalidad del Evangelio. Al mismo tiempo, es difícil no percibir su referencia al hombre, y cuán singular sea su dimensión antropológica. ¿Qué es lo más fundamental para un ser humano —hombre o mujer— si no precisamente esto: el encuentro de sí, el encuentro de sí mismo en Cristo, dado que Cristo es "toda la Plenitud"? (cf. Col 1, 19; 2, 9).

Estos pensamientos sobre el tema de la consagración de la persona —mediante la profesión de los consejos evangélicos— nos permiten permanecer constantemente en el ámbito del misterio pascual. Junto con María intentemos participar en esta muerte, que ha dado frutos de "vida nueva" en la resurrección: esta muerte en la cruz fue infamante, y fue la muerte de su propio Hijo. Pero precisamente allí, al pie de la cruz, "no sin designio divino, se mantuvo erguido" [4]. ¿No comprendió María, tal vez, de un modo nuevo, todo lo que había escuchado ya el día de la anunciación? Precisamente allí, mediante la "espada que atravesó su alma" (Cf. Lc 2, 35), mediante la incomparable "kénosis de la fe" [5], ¿no entrevió tal vez María profundamente la plena verdad sobre su maternidad? Precisamente allí, ¿no se identificó tal vez de modo definitivo con esta verdad "encontrando su vida" que, en la experiencia del Gólgota, debía "perder" de la forma más dolorosa por la causa de Cristo y del Evangelio?

Y precisamente en este pleno "encuentro" de la verdad sobre la maternidad divina, que se convirtió en la "parte" de María desde el momento de la anunciación, se sitúan las palabras de Cristo pronunciadas desde lo alto de la cruz, las cuales indican al Apóstol Juan, indican a un hombre: "Ahí tienes a tu hijo" (Jn 19, 26).

Queridos hermanos y hermanas: Volvamos constantemente, con nuestra vocación, con nuestra consagración, al centro del misterio pascual. Presentémonos ante la cruz de Cristo junto a su Madre. Aprendamos de Ella nuestra vocación. Cristo mismo ¿no ha dicho quizá: "el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre"? (Mt 12, 50).

IV. Meditemos con María
sobre vuestro apostolado específico

Los acontecimientos pascuales nos proyectan hacia Pentecostés, el día en que "vendrá el Espíritu de la verdad", para guiar "hasta la verdad completa" (cf. Jn 16, 13) a los Apóstoles y a toda la Iglesia edificada sobre ellos como su fundamento [6], en la historia de la humanidad.

María lleva al Cenáculo de Pentecostés la "nueva maternidad", que fue su "parte" al pie de la cruz. Esta maternidad debe permanecer en Ella y, al mismo tiempo, de Ella, como "figura", debe pasar a toda la Iglesia, que se revelará al mundo el día de la venida del Espíritu Paráclito. Los que están reunidos en el Cenáculo son conscientes de que, desde el momento de la vuelta de Cristo al Padre, su vida está escondida con Él en Dios. María es consciente de ello más que cualquier otra persona.

Dios vino al mundo, nació de Ella como "Hijo del hombre", para satisfacer la voluntad eterna del Padre que "tanto amó al mundo" (cf. Jn 3, 16). Sin embargo, el Verbo haciéndose el Emmanuel (Dios con nosotros), el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo también han revelado aún más profundamente que el mundo "permanece en Dios" (cf. 1 Jn 3, 24). "Pues en él vivimos, nos movemos y existimos" (Act 17, 28). Dios abarca toda la creación con su poder creador, que mediante Cristo se ha revelado sobre todo como poder de amor. La encarnación del Verbo, signo inefable e imborrable de la "inmanencia" de Dios en el mundo, ha manifestado de manera nueva su "trascendencia". Todo esto ya se ha cumplido y está contenido en el marco del misterio pascual. La marcha del Hijo, "Primogénito de toda la creación" (Col 1, 15), ha suscitado una nueva esperanza de Aquel que lo llena todo: "Porque el Espíritu del Señor llena la tierra" (Sab 1, 7).

Quienes esperaban con María en el Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés, han experimentado ya aquellos "nuevos tiempos". Bajo el soplo del Espíritu de la verdad deben salir del Cenáculo para dar, junto con este Espíritu, testimonio de Cristo crucificado y resucitado (cf. Jn 15, 26-27). Por esto deben manifestar a Dios que, como amor, abarca y compenetra al mundo; deben convencer a todos de que con Cristo están llamados a "morir" en el poder de la muerte, para resucitar a la vida escondida con Cristo en Dios.

Precisamente esto constituye el núcleo mismo de la misión apostólica de la Iglesia. Los Apóstoles, que el día de Pentecostés salieron del Cenáculo, fueron el principio de la Iglesia, que toda entera es apostólica y permanece constantemente en estado de misión (in statu missionis). En esta Iglesia cada uno recibe ya en el sacramento del bautismo y luego en la confirmación la vocación que —como ha recordado el Concilio— por su esencia es vocación al apostolado [7].

El Año Mariano empezó en la solemnidad de Pentecostés para que todos junto con María se sientan invitados al Cenáculo, donde empieza toda la vía apostólica de la Iglesia de generación en generación. Entre los invitados evidentemente estáis vosotros, queridos hermanos y hermanas, que bajo la acción del Espíritu Santo habéis construido vuestra vida y vuestra vocación sobre el principio de una consagración especial, de una entrega total a Dios. Esta invitación al Cenáculo de Pentecostés significa que debéis renovar y profundizar la conciencia de vuestra vocación en dos direcciones. La primera consiste en la consolidación del apostolado que está contenido en la misma consagración; la segunda, en reavivar los multiformes cometidos apostólicos que derivan de esta consagración en el marco de la espiritualidad y finalidad tanto de vuestras comunidades y de vuestros institutos, como de vuestras personas.

Tratad de encontraros con María en el Cenáculo de Pentecostés. Nadie mejor que Ella os acercará a esta visión salvífica de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, sobre Dios y sobre el mundo, que está contenida en las palabras de San Pablo: "Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios". Son palabras que encierran una paradoja y a la vez el núcleo mismo del mensaje evangélico. Vosotros, queridos hermanos y hermanas, como personas consagradas a Dios, tenéis cualidades especiales para acercar a los hombres esta paradoja y este mensaje evangélico. Tenéis también el cometido especial de hablar a todos —en el misterio de la cruz y de la resurrección— de cómo el mundo y toda la creación están "en Dios" y de cómo en Él "nos movemos y existimos", de cómo este Dios, que es amor, abarca a todos y a todo, de cómo "el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado" (Rom. 5, 5).

Cristo os ha "elegido del mundo", y el mundo tiene necesidad de vuestra elección, aunque a veces da como la impresión de ser indiferente ante la misma y de no atribuirle ninguna importancia. El mundo necesita vuestro "ocultarse con Cristo en Dios", aunque a veces critica las formas de clausura monástica. En efecto, precisamente en virtud de este "ocultaros" podéis vosotros, junto con los Apóstoles y la Iglesia, asumir como propio el mensaje de la oración sacerdotal de nuestro Redentor: "Como tú (Padre) me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo" (Jn 17, 18). Vosotros participáis de esta misión, de la misión apostólica de la Iglesia [8]. Vosotros participáis de ella de una manera singular, exclusivamente vuestra, según vuestra "propia gracia" (cf. I Cor 7, 7). Participa de ella cada uno y cada una de vosotros, tanto más cuanto su vida "está oculta con Cristo en Dios". Aquí se encuentra el origen mismo de vuestro apostolado.

Esta "modalidad" fundamental del apostolado no puede ser cambiada apresuradamente, acomodándose a la mentalidad de este mundo (cf. Rom 12, 2). Es también verdad que a menudo experimentáis que el mundo ama "lo suyo": "Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo" (Jn 15, 19). En efecto, es Cristo quien os ha "elegido del mundo", os ha elegido para que "el mundo se salve por él" (cf. Jn 3, 17). Precisamente por esto no podéis abandonar vuestro "ocultaros con Cristo en Dios", ya que esto es condición insustituible para que el mundo crea en la fuerza salvífica de Cristo. Este "ocultarse", derivado de vuestra consagración, hace de cada uno y de cada una de vosotros una persona creíble y transparente. Y esto no cierra sino que, al contrario, abre "el mundo" ante vosotros. En efecto, "los consejos evangélicos —como ya os dije en la Exhortación Apostólica Redemptionis donum— en su finalidad esencial sirven para renovar la creación; el mundo, gracias a ello, debe estar sometido al hombre y entregado a él, de manera que el hombre sea perfectamente entregado a Dios" [9].

La participación en la obra de "crecimiento mariano" de toda la Iglesia, como fruto principal del Año Mariano, tendrá modalidades y expresiones diversas, según la peculiar vocación de cada instituto, y será tanto más fructífera cuanto más actúen los institutos mismos con fidelidad a su gracia específica. Por tanto:

a) "Los institutos orientados totalmente a la contemplación", dedicándose "sólo a Dios en soledad y silencio, en asidua oración y generosa penitencia, mantienen siempre —recuerda el Concilio Vaticano II— un puesto eminente en el Cuerpo místico de Cristo,... por mucho que urja la necesidad de apostolado activo" [10].

Pues bien la Iglesia, mirando a María en este especial año de gracia, se siente particularmente atenta y respetuosa de la rica tradición de vida contemplativa que unos hombres y mujeres, fieles a este carisma, han sabido instaurar y alimentar en provecho de la comunidad eclesial y de toda la sociedad. La Virgen Santísima tuvo una fecundidad espiritual tan intensa que la hizo Madre de la Iglesia y del género humano. En el silencio, con la escucha asidua de la Palabra de Dios y su íntima unión con el Señor, María se convirtió en instrumento de salvación junto con su divino Hijo Jesucristo. Que se conforten, pues, todas las almas consagradas a la vida contemplativa, porque la Iglesia y el mundo, que ésta debe evangelizar, reciben no poca luz y fuerza del Señor gracias a su vida oculta y orante; y que siguiendo los ejemplos de la Esclava del Señor, de humildad, de ocultamiento y de comunión continua con Dios, crezcan en el amor a su vocación de almas entregadas a la contemplación.

b) Quienes entre los religiosos y las religiosas se dedican a la vida apostólica, la evangelización o las obras de caridad y de misericordia, tienen en María el modelo de la caridad hacia Dios y hacia los hombres. Siguiéndolo con generosa fidelidad sabrán dar una respuesta a las exigencias de la humanidad que sufre por la falta de certezas, de verdades, de sentido de Dios; y que está angustiada por las injusticias, las discriminaciones, las opresiones, las guerras y el hambre. Con María sabrán compartir la suerte de sus hermanos y ayudar a la Iglesia en la disponibilidad de un servicio para la salvación del hombre, que ella encuentra hoy en su camino.

c) Los miembros de los institutos seculares, viviendo su vida cotidiana en medio de los diversos grupos sociales, tienen en María el ejemplo y la ayuda para ofrecer a las personas con las cuales comparten las condiciones de vida en el mundo, el sentido de la armonía y de la belleza de la existencia humana, que es tanto más grande y gozosa cuanto más abierta está a Dios; el testimonio de una existencia vivida para edificar, en el bien, comunidades cada vez más dignas de la persona humana; la prueba de que las realidades temporales, vividas con la fuerza del Evangelio, pueden vivificar la sociedad haciéndola más libre y más justa, en beneficio de todos los hijos de Dios, Señor del universo y dador de todo bien. Este será el cántico que el hombre, como María, podrá elevar a Dios, reconociéndolo omnipotente y misericordioso.

Con el esfuerzo creciente de vivir integralmente vuestra consagración, mirando al modelo sublime de Aquella que se consagró plenamente a Dios, la Madre de Jesús y de la Iglesia, aumentará la eficacia de vuestro testimonio evangélico y, por consiguiente, se beneficiará de ello la pastoral vocacional.

No pocos institutos sienten hoy ciertamente la gran falta de vocaciones y en muchas partes la Iglesia advierte la necesidad de un mayor número de vocaciones a la vida consagrada. Pues bien, el Año Mariano puede marcar un despertar vocacional mediante un recurso más confiado a María, como Madre que provee a las necesidades de la familia, y mediante un mayor sentido de responsabilidad de todos los miembros eclesiales para la promoción de la vida consagrada en la Iglesia.

V. Conclusión

En el Año Mariano todos los cristianos están llamados a meditar, según el pensamiento de la Iglesia, sobre la presencia de la Virgen y Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia [11]. La presente Carta quiere ser un estímulo a fin de que meditéis sobre esta presencia en vuestros corazones, en la historia de vuestra alma y de vuestra vocación personal, y, al mismo tiempo, en las comunidades religiosas, órdenes, congregaciones y en los institutos seculares.

El Año Mariano ha sido, podemos bien decirlo, el tiempo de una singular "peregrinación" siguiendo las huellas de Aquella que "precede" en la peregrinación de la fe a todo el Pueblo de Dios: precede a todos y a la vez a cada uno y a cada una. Esta peregrinación tiene muchas dimensiones y ámbitos: naciones enteras e incluso continentes se reúnen en los santuarios marianos, sin hablar del hecho de que cada cristiano tiene su santuario "interior", en el que María es su guía en el orden de la fe, de la esperanza y de la unión amorosa con Cristo [12].

A menudo las órdenes, las congregaciones, los institutos, con sus experiencias, a veces seculares, tienen también sus santuarios, "lugares" de la presencia de María, con los cuales está relacionada su espiritualidad e incluso la historia de su vida y misión en la Iglesia. Estos "lugares" recuerdan los particulares misterios de la Virgen Madre, las cualidades, los acontecimientos de su vida, los testimonios de las experiencias espirituales de los fundadores o bien las manifestaciones de su carisma, que luego ha pasado a toda la comunidad.

En este Año tratad de estar particularmente presentes en estos "lugares", en estos "santuarios". Buscad en ellos nueva fuerza, las vías de una auténtica renovación de vuestra vida consagrada, de las justas orientaciones y métodos de apostolado. Buscad en ellos vuestra identidad, como aquel dueño de la casa, aquel hombre prudente que "saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo" (cf. Mt 13, 52). ¡Sí! Buscad por medio de María la vitalidad espiritual, rejuveneced con Ella. Rezad por las vocaciones. En fin, "haced lo que Ella os diga", como la Virgen sugirió en Caná de Galilea (cf. Jn 2, 5). Esto desea de vosotros y para vosotros María, Esposa mística del Espíritu Santo y Madre nuestra. Más aún, os exhorto a responder a este deseo de María con un acto comunitario de consagración, que es precisamente "la respuesta al amor de la Madre" [13].

En este Año Mariano también yo encomiendo a Ella de corazón a cada uno y a cada una de vosotros, así como a todas vuestras comunidades, y os bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 22 de mayo —solemnidad de Pentecostés— del año 1988, décimo de mi Pontificado.

IOANNES PAULUS PP. II


Notas

[1] Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, 58; 63.

[2] Cf. I religiosi sulle orme di Maria, Ed. Vaticana, 1987.

[3] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, 44; Decreto Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 1; 6; C.l.C. 573, párr. 1; 607, párr. 1; 710.

[4] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, 58.

[5] Carta Encíclica Redemptoris Mater, 25 de marzo de 1987, 18: AAS 79, 1987, pág. 383.

[6] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, 19.

[7] Cf. Decreto Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los seglares, 2.

[8] Cf. C.l.C. 574, párr. 2.

[9] Exhortación Apostólica Redemptionis donum, 25 de marzo de 1984, 9: AAS 76, 1984, pág. 530.

[10] Decreto Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 7.

[11] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia cap. VIII, nn. 52-69.

[12] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia cap. VIII, nn. 63; 68.

[13] Carta Encíclica Redemptoris Mater, 25 de marzo de 1987, 45: AAS, 79, 1987, pág. 423.

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