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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 14 de mayo de 1980

(La audiencia iba a celebrarse en la plaza de San Pedro, pero lo impidió una constante lluvia y los peregrinos tuvieron que acomodarse, parte en la basílica de San Pedro, donde, tras unas breves palabras referentes a su viaje a África pronunció su catequesis, y parte en el Aula Pablo VI)

 

No puedo comenzar el encuentro de hoy de otro modo sino manifestando mi profunda gratitud a Dios que ha guiado mis pasos por los caminos de África y me ha consentido visitar seis países del continente africano en diez días, concediéndome vivir junto con muchos hermanos y hermanas nuestros en la fe el gozo de la comunión espiritual en la única Iglesia de Cristo, y vivir al mismo tiempo la alegría de su independencia joven y de su soberanía con tantas sociedades nuevas que se están abriendo a la vida.

Por todo ello expreso mi agradecimiento más profundo a Dios y a Cristo Redentor del hombre y del mundo y, a la vez, Señor crucificado y resucitado de la historia de la humanidad. Expreso asimismo vivo reconocimiento a cuantos me han acogido en el continente africano como Pastor y al mismo tiempo como Padre y hermano. Eran éstos obispos, sacerdotes, religiosas y hermanos religiosos; eran laicos, hombres y mujeres, jóvenes y niños. Eran éstos Jefes de Estado y autoridades, y también representantes de las antiguas tradiciones tribales. Eran esposos y familias. Eran católicos y cristianos, e incluso musulmanes y seguidores de religiones africanas tradicionales en las que se halla también un núcleo de la revelación primitiva.

Gracias a esta visita he podido verme, si bien brevemente, con aquellos queridos pueblos, disfrutar de su juventud espiritual, rendir homenaje a sus hermosas tradiciones culturales y, a la vez, a las múltiples realizaciones ya logradas.

Al tema de la peregrinación por tierras africanas deseo volver la semana próxima, y quizá también en otras ocasiones. Lo de hoy es sólo una primera manifestación dictada por la profunda necesidad del corazón y por un hondo sentimiento de gratitud.

 

El pecado y sus consecuencias

1. Hemos hablado ya de la vergüenza que brota en el corazón del primer hombre, varón y mujer, juntamente con el pecado. La primera frase del relato bíblico, a este respecto, dice así: "Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores" (Gén 3, 7). Este pasaje, que habla de la vergüenza recíproca del hombre y de la mujer, como síntoma de la caída (status naturae lapsae), se aprecia en su contexto. La vergüenza en ese momento toca el grado más profundo y parece remover los fundamentos mismos de su existencia. "Oyeron a Yahvé Dios, que se paseaba por el jardín al fresco del día, y se escondieron de Yahvé Dios, el hombre y su mujer, en medio de la arboleda del jardín" (Gén 3, 8). La necesidad de esconderse indica que en lo profundo de la vergüenza observada recíprocamente, como fruto inmediato del árbol de la ciencia del bien y del mal, ha madurado un sentido de miedo frente a Dios: miedo antes desconocido. "Llamó Yahvé Dios al hombre, diciendo: ¿Dónde estás? Y éste contestó: Te he oído en el jardín, y temeroso porque estaba desnudo, me escondí" (Gén 3, 9-10). Cierto miedo pertenece siempre a la esencia misma de la vergüenza; no obstante, la vergüenza originaria revela de modo particular su carácter: "Temeroso, porque estaba desnudo". Nos damos cuenta de que aquí está en juego algo más profundo que la misma vergüenza corporal, vinculado a una reciente toma de conciencia de la propia desnudez. El hombre trata de cubrir con la vergüenza de la propia desnudez el origen auténtico del miedo, señalando más bien su efecto, para no llamar por su nombre a la causa. Y entonces Dios Yahvé lo hace en su lugar: "¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol de que te prohibí comer?" (Gén 3, 11).

2. Es desconcertante la precisión de ese diálogo, es desconcertante la precisión de todo el relato. Manifiesta la superficie de las emociones del hombre al vivir los acontecimientos, de manera que descubre al mismo tiempo la profundidad. En todo esto, la "desnudez" no tiene sólo un significado literal, no se refiere solamente al cuerpo, no es origen de una vergüenza que hace referencia sólo al cuerpo. En realidad, a través de la "desnudez", se manifiesta el hombre privado de la participación del don, el hombre alienado de ese amor que había sido la fuente del don originario, fuente de la plenitud del bien destinado a la criatura. Este hombre, según las fórmulas de la enseñanza teológica de la Iglesia[1] , fue privado de los dones sobrenaturales y preternaturales que formaban parte de su "dotación" antes del pecado; además, sufrió un daño en lo que pertenece a la misma naturaleza, a la humanidad en su plenitud originaria "de la imagen de Dios". La triple concupiscencia no corresponde a la plenitud de esa imagen, sino precisamente a los daños, a las deficiencias, a las limitaciones que aparecieron con el pecado. La concupiscencia se explica como carencia, que sin embargo hunde las raíces en la profundidad originaria del espíritu humano. Si queremos estudiar este fenómeno en sus orígenes, esto es, en el umbral de las experiencias del hombre "histórico", debemos tomar en consideración todas las palabras que Dios-Yahvé dirigió a la mujer (Gén 3, 16) y al hombre (Gén 3, 17-19), y además debemos examinar el estado de la conciencia de ambos; y el texto yahvista nos lo facilita expresamente. Ya antes hemos llamado la atención sobre el carácter específico literario del texto a este respecto.

3. ¿Que estado de conciencia puede manifestarse en las palabras: "Temeroso, porque estaba desnudo, me escondí"? ¿A que verdad interior corresponden? ¿Que significado del cuerpo testimonian? Ciertamente este nuevo estado difiere grandemente del originario. Las palabras de Gén 3, 10 atestiguan directamente un cambio radical del significado de la desnudez originaria. En el estado de inocencia originaria, la desnudez, como hemos observado anteriormente, no expresaba carencia, sino que representaba la plena aceptación del cuerpo en toda su verdad humana y, por tanto, personal. El cuerpo, como expresión de la persona, era el primer signo de la presencia del hombre en el mundo visible. En ese mundo, el hombre estaba en disposición, desde el comienzo, de distinguirse a sí mismo, cómo individuarse -esto es, confirmarse como persona- también a través del propio cuerpo. Efectivamente, él había sido, por así decirlo, marcado como factor visible de la trascendencia, en virtud de la cual el hombre, en cuanto persona, supera al mundo visible de los seres vivientes (animalia). En este sentido, el cuerpo humano era desde el principio un testigo fiel y una verificación sensible de la "soledad" originaria del hombre en el mundo, convirtiéndose, al mismo tiempo, mediante su masculinidad y feminidad, en un límpido componente de la donación recíproca en la comunión de las personas. Así, el cuerpo humano llevaba en sí, en el misterio de la creación, un indudable signo de la "imagen de Dios" y constituía también la fuente específica de la certeza de esa imagen, presente en todo el ser humano. La aceptación originaria del cuerpo era, en cierto sentido, la base de la aceptación de todo el mundo visible. Y, a su vez, era para el hombre garantía de su dominio absoluto sobre el mundo, sobre la tierra, que debería someter (cf. Gén 1, 28).

4. Las palabras "temeroso porque estaba desnudo, me escondí" (Gén 3, 10) testimonian un cambio radical de esta relación. El hombre pierde, de algún modo, la certeza originaria de la "imagen de Dios", expresada en su cuerpo. Pierde también, en cierto modo, el sentido de su derecho a participar en la percepción del mundo, de la que gozaba en el misterio de la creación. Este derecho encontraba su fundamento en lo íntimo del hombre, en el hecho de que él mismo participaba de la visión divina del mundo y de la propia humanidad; lo que le daba profunda paz y alegría al vivir la verdad y el valor del propio cuerpo, en toda su sencillez, que le había transmitido el Creador: "Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho" (Gén 1, 31). Las palabras de Gén 3, 10: "Temeroso porque estaba desnudo, me escondí" confirman el derrumbamiento de la aceptación originaria del cuerpo como signo de la persona en el mundo visible. A la vez, parece vacilar también la aceptación del mundo material en relación con el hombre. Las palabras de Dios-Yahvé anuncian casi la hostilidad del mundo, la resistencia de la naturaleza en relación con el hombre y con sus tareas, anuncian la fatiga que el cuerpo humano debería experimentar después en contacto con la tierra que él sometía: "Por ti será maldita la tierra; con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida; te dará espinas y abrojos y comerás de las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado" (Gén 3, 17-19). El final de esta fatiga, de esta lucha del hombre con la tierra, es la muerte: "Polvo eres, y al polvo volverás" (Gén 3, 19).

En este contexto o, más bien, en esta perspectiva, las palabras de Adán en Génesis 3, 10: "Temeroso, porque estaba desnudo, me escondí", parecen expresar la conciencia de estar inerme, y el sentido de inseguridad de su estructura somática frente a los procesos de la naturaleza, que actúan con un determinismo inevitable. Quizá, en esta desconcertante enunciación se halla implícita cierta "vergüenza cósmica", en la que se manifiesta el ser creado a "imagen de Dios" y llamado a someter la tierra y a dominarla (cf. Gén 1, 28), precisamente mientras, al comienzo de sus experiencias históricas y de manera tan explícita, es sometido por la tierra, particularmente en la "parte" de su constitución trascendente representada precisamente por el cuerpo.

Es preciso interrumpir aquí nuestras reflexiones sobre el significado de la vergüenza originaria, en el libro del Génesis. Las reanudaremos dentro de una semana.


Notas

[1] El Magisterio de la, Iglesia se ha ocupado más de cerca de éstos problemas en tres períodos, de acuerdo con las necesidades de la época.

Las declaraciones de los tiempos de las controversias con los pelagianos (siglos V-VI) afirman que el primer hombre, en virtud de la gracia divina, poseía "naturalem possibilitatem et innocentiam" (DS 239), llamada también "libertad' ("libertas", "libertas arbitrii"), (DS 3711, 242, 383, 622). Permanecía en un estado que el Sínodo de Orange (a. 529) denomina "integritas":

"Natura humana, etiamsi in illa integritate, in qua condita est, permaneret, nullo modo se ipsam, Creatore suo non adiuvante, servaret..." (DS 389).

Los conceptos de "integritas" y, particular, el de "libertas", presupone la libertad de la concupiscencia, aunque los documentos eclesiásticos de esta época no la mencionen de modo explícito.

El primer hombre estaba además libre de la necesidad de muerte (DS 222, 372, 1511).

El Concilio de Trento define el estado del primer hombre, antes del pecado, como "santidad y justicia" ("sanctitas et iustitia", DS 1511, 1512), o también como "inocencia" ("innocentia", DS 1521).

Las declaraciones ulteriores en esta materia defienden la absoluta gratuidad del don originario de la gracia, contra las afirmaciones de los jansenistas. La "integritas primae creationis" era una elevación no merecida de la naturaleza humana ("indebita humanae naturae exaltatio") y no "el estado que le era debido por naturaleza" ("naturalis eius conditio", DS 1926). Por lo tanto, Dios habría podido crear al hombre sin estas gracias y dones (DS 1955), esto es, no habría roto la esencia de la naturaleza humana ni la habría privado de sus privilegios fundamentales (DS 1903-1907, 1909, 1921, 1923, 1924, 1926, 1955, 2434, 2437, 2616, 2617).

En analogía con los Sínodos antipelagianos, el Concilio de Trento trata sobre todo el dogma del pecado original, incluyendo en su enseñanza los enunciados precedentes a este propósito. Pero aquí se introdujo una apreciación, que cambió en parte el contenido comprendido en el concepto de "liberum arbitrium". La "libertad" o "libertad de la voluntad" de los documentos antipelagianos, no significaba la posibilidad de opción, inherente a la naturaleza humana, por lo tanto constante, sino que se refería solamente a la posibilidad de realizar los actos meritorios, la libertad que brota de la gracia y que el hombre puede perder.

Ahora bien, a causa del pecado, Adán perdió lo que no pertenecía a la naturaleza humana entendida en el sentido estricto de la palabra, esto es, "integritas", "sanctitas", "innocentia", "iustitia" El "liberum arbitrium", la libertad de la voluntad, no se quitó, se debilitó: "...liberum arbitrium minime exstinctum... viribus licet attenuatum et inclinatum..." (DS 1521 Trid. sess. VI, Decr. de Iustificatione, c. 1).

Junto con el pecado aparece la concupiscencia y la muerte inevitable:

«...primum hominem.., cum mandatum Dei... fuisset transgressus, statim sanctitatem et iustitiam, in qua costitutus fuerat:, amisisse incurrisseque per offensam praevaricationis huiusmodi iram et indignationem Dei atque ideo mortem... et cum morte captivitatem sub eius potestate, qui "mortis" deinde "habuit imperium"... "totumque Adam per illiam praevaricationis offensam secundum corpus et animam in deterius commutatum fuisse..."» (DS 1511, Trid. sess. V, Decre. de pecc. orig., 1).

(Cf. Mysterium salutis, II, Einsiedeln-Zurich-Colonia, 1967, págs. 827-828: W. Seibel, "Der Mensch als Gottes übernatürliches Ebenbild und der Urstand de Menschen").


Aula Pablo VI

Saludos

Me da alegría particular saludar y presentaros a un huésped mío y hermano muy amado en el Señor, Su Santidad Mar Ignatius Yacoub III, Patriarca sirio-ortodoxo de Antioquía y de todo el Oriente, que está haciendo estos días una visita oficial a la Iglesia de Roma.

La Iglesia siria tiene sus raíces en un país de Oriente Medio donde han ido creciendo distintas tradiciones de oración, espiritualidad y pensamiento teológico que caracterizaron profundamente la vida de la Iglesia de Cristo en los primeros siglos.

Nuestras Iglesias tienen en común muchos elementos de fe y vida sacramental y disciplinar, si bien no están en comunión eclesial plena desde hace muchos siglos, por razones doctrinales e históricas complejas. Ahora bien, a partir del Concilio Vaticano II las relaciones entre nuestras Iglesias han mejorado de manera verdaderamente notable. Hace nueve años Su Santidad el Patriarca hizo una visita a mi venerado predecesor el Papa Pablo VI. Desde entonces los contactos se han multiplicado en distintos campos de la investigación teológica y la colaboración pastoral. Presento mis mejores saludos al Patriarca, a los siete venerables obispos, al sacerdote y al representante del laicado sirio que le acompañan.

Nos ayude la Santa Madre de Dios, la Theotókos, y nos ayuden también los antiguos mártires cristianos de Roma y Antioquía, que veneramos juntos, para que con su intercesión, alcancemos la plena comunión eclesial deseada,

El Papa terminó invitando a Su Santidad Mar Ignatius Yacoub III a dirigir unas palabras a la asamblea. Y el Patriarca, hablando en siríaco, dijo:

Queridos amigos: Estamos hoy aquí en Roma, para visitar a Su Santidad, el Papa de la Iglesia de Roma. Es la primera vez que nos encontramos con Su Santidad desde su elección. Nos ha llegado el eco de muchas cosas referentes a Su Santidad, aunque su elección es de fecha más bien reciente. Baste recordar sus visitas a tantos lugares y ver lo que ha llevado a todas partes: la esperanza. Estoy hablándoos en mi lengua, que es la siríaca; es la lengua de nuestro Señor Jesucristo, de su Madre y de sus Apóstoles. Todavía hoy la usamos en nuestra liturgia. Ese idioma se ha hecho sagrado desde que lo habló Nuestro Señor. Como sirios, debemos decir que trabajamos intensamente en el campo ecuménico y esperamos que, dentro de no mucho tiempo, seremos uno, como antes éramos. Y así, siempre, rogamos por la unidad de la Iglesia y por Su Santidad el Obispo de Roma.

(A la Federación Internacional de Ciegos)

Me dirijo ahora, con especial afecto paterno, al grupo de participantes en la asamblea plenaria del comité, para el área europea, de la Federación Internacional de Ciegos, venidos aquí de diversos países para expresar al Papa el homenaje de su devoción.

Os acojo gustosamente, carísimos hermanos y hermanas invidentes, y os agradezco vuestra presencia, que es testimonio de fe cristiana. Conozco bien los nobles sentimientos que os distinguen y la dignidad con que sabéis llevar vuestros sufrimientos. Conozco también la fidelidad cristiana que inspira vuestra vida y vuestras acciones, infundiéndoos paz y serenidad. Que vuestra fortaleza interior sea fuente de luz y de inspiración para cuantos tienen ojos para ver, pero a veces no ven, porque no saben ir más allá de las apariencias materiales. La Iglesia os está muy reconocida por la fuerza y el ejemplo con que sabéis sufrir e irradiar los valores imperecederos del espíritu, que nos ponen en comunión con Dios.

En prenda de mi especial benevolencia, os imparto la propiciadora bendición apostólica, que extiendo a todos los que os acompañan y os asisten.

(A un grupo de personas nacidas en 1920)

Una palabra de saludo quiero dirigir también al simpático grupo de personas nacidas en 1920, al que yo también pertenezco. Queridos coetáneos: Os expreso mi más viva complacencia por los sentimientos de afecto y de felicitación al Papa, que os han traído aquí. Queriendo intercambiar ese delicado gesto, deseo que sepáis mantener siempre fe a las promesas de vuestro bautismo, haciendo siempre honor al nombre de cristiano y viviendo en vuestro respectivo ambiente el testimonio del Evangelio y la coherencia con las enseñanzas que os fueron impartidas en la familia y en la Iglesia, ya desde la infancia. Con este fin os bendigo, así como a todos vuestros familiares.

(A dos grupos de peregrinos italianos)

Saludo también a dos grupos, a quienes aprecio muy especialmente: son, respectivamente, los peregrinos de la parroquia de Santa María de los Ángeles, en la diócesis de Asís, entre los que hay doscientos niños que han recibido la primera comunión y la confirmación, y los participantes en el congreso de la Asociación nacional de Educadores Beneméritos, que han sido condecorados con la "Medalla de oro de la cultura".

Estoy muy agradecido a los primeros por esta visita, que vuelve a despertar en mi mente los hermosos recuerdos de mi peregrinación a Asís al comienzo de mi pontificado. Y doy gracias, sobre todo, a cuantos en la parroquia se preocupan por la preparación a la primera confesión, primera comunión y confirmación de los queridos niños, que son la alegría y la fuerza de la Iglesia. Doy gracias a los del otro grupo por la dedicación con que se entregan en la escuela a la promoción cultural y espiritual de la juventud.

Mientras exhorto a todos a continuar valiente y sabiamente en ese compromiso de educación cristiana, acompaño tal esfuerzo con mi bendición apostólica, en prenda de la continua asistencia divina.

(En francés)

Entre los grupos de lengua francesa, saludo especialmente a la, peregrinación de la diócesis de Grenoble. Deseo a todas esas personas de la tercera edad que aprovechen bien este período más tranquilo de su vida para descubrir tantas bellezas de la historia y del arte, para reavivar en torno a la tumba de Pedro sus convicciones de fe y su amor por la Iglesia. Que Cristo resucitado les ayude a vivir en paz, alegría y convivencia fraternal. A todos, mi afectuosa bendición apostólica.

(En alemán)

Entre los peregrinos aquí presentes saludo cordialmente a los miembros de la "Fraternidad Popular Mariana" de Tréveris. Vuestra peregrinación anual a la Ciudad Eterna es una expresión elocuente de vuestra fidelidad y de vuestro amor a la Iglesia de Cristo, que en Pedro y en sus Sucesores tiene su fundamento visible de fe y su centro de unidad. Permaneced firmes en esa fe y dad testimonio de ella en vuestras familias y comunidades a través de una vida auténticamente cristiana. Esto es lo que pido para vosotros por intercesión de María, vuestra Patrona y Protectora, con mi bendición apostólica.

Una especial alegría supone igualmente para mí la presencia de numerosos peregrinos del "Movimiento Obrero Católico de Suiza". Para vosotros vale también mi sincero saludo de bienvenida a esta audiencia. Por experiencia propia conozco vuestros deseos, vuestras preocupaciones y vuestras esperanzas en el mundo del trabajo. Como obreros católicos, vosotros estáis llamados a luchar decididamente en pro del respeto y de la promoción de la dignidad humana en el trabajo, en la familia y en la sociedad. Con vuestro proceder consciente y responsable contribuid, por convicción cristiana, a hacer cada vez más justo y humano todo el ordenamiento laboral y social. En vuestra profesión os deseo de todo corazón prosperidad y satisfacción personal. Me uno a vosotros y a vuestro trabajo con mi especial bendición apostólica.

(A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)

Saludo a los jóvenes aquí presentes y les aseguro que les estimo muy sinceramente. Quiero deciros una sola cosa: sed siempre dignos de las expectativas y esperanza que la sociedad y la Iglesia ponen en vosotros. Empeñaos generosamente en no decepcionar jamás a lo que el porvenir del mundo, por lo que a vosotros corresponde, espera de vuestra aportación de inteligencia y amor. Estos propósitos vuestros y los esfuerzos que hagáis en tal sentido, los bendigo con todo el corazón.

A los enfermos, y en particular a los que vienen del Cottolengo de Turín, mi saludo cordial y una palabra especial de confianza y aliento. De confianza, porque la Iglesia espera mucho del valor precioso de vuestro sufrimiento que en las manos del Señor puede llegar a ser muy fecundo para bien de todos. De aliento, porque os aseguro que os amo y oro por vosotros para que podáis llevar con alegría vuestra cruz, con la ayuda de la gracia de Dios que pido abundante y consoladora para todos vosotros.

Dirijo un saludo especial también a los recién casados que están con nosotros. Os auguro algo muy sencillo pero sentido de verdad: que vuestra vida juntos sea siempre humanamente feliz y cristianamente luminosa. Es decir, sed un solo corazón y una sola alma de verdad, no solamente por vuestro amor recíproco, sino también al afrontar unidos las varias dificultades de la vida y, sobre todo, al dar testimonio del Señor, de cuyo amor total a la Iglesia sois imagen viva. Y os acompañe siempre mi bendición, que extiendo de corazón también a vuestras futuras familias.

 



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