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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 18 de abril de 1984

 

1. "Examínese el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz" (1Cor 11, 28).
Queridísimos hermanos y hermanas, estamos en la víspera del Jueves Santo: esto es, del día en que Cristo instituyó, con el sacerdocio ministerial, el sacramento de la Eucaristía, que es como el centro y el corazón de la Iglesia y "repite" el sacrificio de la Cruz, a fin de que el Redentor sea ofrecido con nosotros al Padre, se convierta en nuestro alimento espiritual y permanezca con nosotros de modo singular hasta el fin de los siglos.

La Semana Santa, que es por excelencia, en el seno y en la cumbre de la Cuaresma, tiempo de penitencia, nos invita a una reflexión acerca de la relación entre el sacramento de la Reconciliación y el sacramento de la Eucaristía.

Por una parte, se puede y se debe afirmar que el sacramento de la Eucaristía perdona los pecados. La celebración de la Misa se sitúa como momento clave de la sagrada liturgia que es "la cumbre a la que tiende la actividad de la Iglesia, y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (Sacrosanctum Concilium, 10). En este gesto sacramental el Señor Jesús representa su Sacrificio de obediencia y donación al Padre en favor nuestro y en unión con nosotros: "para la remisión de los pecados" (cf. Mt 26, 28).

2. El Concilio de Trento en este sentido habla de la Eucaristía como de "antídoto por medio del cual somos liberados de las culpas cotidianas y preservados de los pecados mortales" (Decreto De SS. Eucharistia, cap. 2, Dez.-Schön. 1638; cf. 1740). Más aún, el mismo Concilio de Trento habla de la Eucaristía como del sacramento que otorga la remisión de los pecados graves, pero a través de la gracia y el don de la penitencia (cf. Decreto De SS. Missae sacrificio, cap. 2, Denz.-Schön. 1743), la cual está orientada e incluye, al menos en la intención —"in voto"—, la confesión sacramental. La Eucaristía, como Sacrificio, no sustituye y no se pone en paralelismo con el sacramento de la Penitencia: más bien se establece como el origen del que derivan y el fin al que tienden todos los otros sacramentos, y en particular la Reconciliación; "perdona los delitos y los pecados incluso graves" (ib.) ante todo porque incita a la confesión sacramental y la exige.

Y he aquí el otro aspecto de la doctrina católica. La Eucaristía que, como he dicho en mi primera Encíclica (Redemptor hominis, 20), es "el centro de la vida del Pueblo de Dios", exige que se respete "la plena dimensión del misterio divino, el pleno sentido de este signo sacramental en el cual Cristo, realmente presente, es recibido, el alma se llena de gracias y se nos da la prenda de la gloria futura".

Por esto, el Concilio de Trento —salvo en casos particularísimos en los que, por lo demás, como se ha dicho, la contrición debe incluir el "votum" del sacramento de la Penitencia— exige que quien tiene sobre su conciencia un pecado grave, no se acerque a la comunión eucarística antes de haber recibido, de hecho, el sacramento de la Reconciliación (Decreto De SS. Eucharistia, cap. 7, Denz.-Schön. núms. 1647; 1661).

3. Empalmando con las palabras de San Pablo: "Examínese el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz" (1Cor 11, 28), afirmaba yo también en la misma Encíclica: "Esta invitación del Apóstol indica, al menos indirectamente, la estrecha unión entre la Eucaristía y la Penitencia. En efecto, si la primera palabra de la enseñanza de Cristo, la primera frase del Evangelio-Buena Nueva, era 'arrepentíos y creed en el Evangelio' (metanoeite) (Mc 1, 15), el sacramento de la pasión, de la cruz y resurrección parece reforzar y consolidar de manera especial esta invitación en nuestras almas. La Eucaristía y la Penitencia toman así, en cierto modo, una dimensión doble, y al mismo tiempo íntimamente relacionada, de la auténtica vida según el espíritu del Evangelio, vida verdaderamente cristiana. Cristo, que invita al banquete eucarístico, es siempre el mismo Cristo que exhorta a la penitencia, que repite el 'arrepentíos'. Sin este constante y siempre renovado esfuerzo por la conversión, la participación en la Eucaristía estaría privada de su plena eficacia redentora, disminuiría o, de todos modos, estaría debilitada en ella la disponibilidad especial para ofrecer a Dios el sacrificio espiritual (1Pe 2, 5), en el que se expresa de manera esencial y universal nuestra participación en el sacerdocio de Cristo" (Redemptor hominis, 20).

Frecuentemente se oye poner de relieve con satisfacción el hecho de que los creyentes hoy se acercan con mayor frecuencia a la Eucaristía. Es de desear que semejante fenómeno corresponda a una auténtica madurez de fe y de caridad. Pero queda en pie la advertencia de San Pablo: "El que come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación" (1Cor 11, 29). "Discernir el Cuerpo del Señor" significa, para la doctrina de la Iglesia, predisponerse a recibir la Eucaristía con una pureza de espíritu que, en el caso de pecado grave, exige la previa recepción del sacramento de la Penitencia. Sólo así nuestra vida cristiana puede encontrar en el sacrificio de la cruz su plenitud y llegar a experimentar esa "alegría cumplida", que Jesús ha prometido a todos los que están en comunión con Él (cf. Jn 15, 11 etc.).


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Y ahora una palabra de saludo a cada persona de lengua española que asiste a esta audiencia, en particular a las venidas de México, de Venezuela, de Argentina, a los deportistas de Colombia y a loa otros connacionales aquí presentes, así como a las Religiosas Misioneras del Catecismo y Siervas de Jesús. Sobre todo saludo a los jóvenes de los varios colegios y escuelas de España, exhortándoles a vivir con profundo sentido de fe los misterios de la Semana Santa.

Y, finalmente, una palabra de aprecio a los colaboradores de los Hermanos de San Juan de Dios, animándolos a renovar su espíritu de entre generosa al hermano necesitado. A todos mi cordial bendición.



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