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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 9 de agosto de 1989

 

Pentecostés, la Ley del Espíritu

1. La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés es el cumplimiento definitivo del misterio pascual de Jesucristo y realización plena de los anuncios del Antiguo Testamento, especialmente los de los profetas Jeremías y Ezequiel acerca de una nueva, futura alianza alianza que Dios establecería con el hombre en Cristo y una “efusión” del Espíritu de Dios “en toda carne” (Jl 9, 1); pero tiene también el significado de una nueva inscripción de la ley de Dios “en lo profundo” del “ser” humano, o, como dice el profeta, en el “corazón” (cf. Jr 31, 33). Así se tiene una “nueva ley”, o “ley del Espíritu”, que debemos ahora considerar para alcanzar un conocimiento más completo del misterio del Paráclito.

2. Ya hemos puesto de relieve el hecho de que la Antigua Alianza entre Dios-Señor y el pueblo de Israel, establecida por medio de la teofanía del Sinaí, estaba basada en la Ley. En su centro se encuentra el decálogo. El señor exhorta a su pueblo a la observancia de los mandamientos: “Si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Ex 19, 5-6).

Puesto que aquella alianza no fue mantenida fielmente, Dios, por medio de los profetas, anuncia que establecerá una alianza nueva: “Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días ―oráculo de Yahveh―: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré”. Estas palabras de Jeremías, ya citadas en la precedente catequesis, están vinculadas a la promesa: “Y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jr 31, 33).

3. Por tanto, la nueva (futura) Alianza anunciada por los profetas se debía establecer por medio de un cambio radical de la relación del hombre con la ley de Dios. En vez de ser una regla externa, escrita sobre tablas de piedra, la Ley debía convertirse, gracias a la acción del Espíritu Santo sobre el corazón del hombre, en una orientación interna, establecida “en lo profundo del ser humano”.

Esta Ley se resume, según el Evangelio, en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Cuando Jesús afirma que “de estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 40), da a entender que estaban ya contenidos en el Antiguo Testamento (cf. Dt 6, 5; Lv 19, 18). El amor de Dios es el mandamiento “mayor y primero”; el amor al prójimo es “el segundo y semejante al primero” (cf. Mt 22, 37-39), y es también condición necesaria para la observancia del primero: “Pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley”, como escribirá San Pablo (Rm 13, 8).

4. El mandamiento del amor a Dios y al prójimo, esencia de la nueva Ley instituida por Cristo con la enseñanza y el ejemplo (hasta dar “su vida por sus amigos”: cf. Jn 15, 13), es “escrito” en los corazones por el Espíritu Santo. Por esto se convierte en “la ley del Espíritu”.

Como escribe el Apóstol a los Corintios: “Evidentemente sois una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones” (2 Co 3, 3). La Ley del Espíritu es, por consiguiente, el imperativo interior del hombre, en el que actúa el Espíritu Santo: es, más aún, el mismo Espíritu Santo que se hace así Maestro y guía del hombre desde el interior del corazón.

5. Una Ley entendida así está muy lejos de toda forma de imposición externa por la que el hombre queda sometido en sus propios actos. La Ley del Evangelio, contenida en la palabra y confirmada por la vida y la muerte de Cristo, consiste en una revelación divina, que incluye la plenitud de la verdad sobre el bien de las acciones humanas, y al mismo tiempo sana y perfecciona la libertad interior del hombre, como escribe San Pablo: “La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte” (Rm 8, 2). Según el Apóstol, el Espíritu Santo que “da vida”, porque por medio de Él el espíritu del hombre participa en la vida de Dios, se transforma al mismo tiempo en el nuevo principio y la nueva fuente del actuar del hombre: “a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que seguimos una conducta, no según la carne, sino según el espíritu” (Rm 8, 4).

En esta enseñanza San Pablo hubiera podido hacer referencia a Jesús mismo que en el Sermón de la Montaña advertía: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5, 17). Precisamente este cumplimiento, que Jesucristo ha dado a la Ley de Dios con su palabra y con su ejemplo, constituye el modelo del “caminar según el Espíritu”. En este sentido, en los creyentes en Cristo, partícipes de su Espíritu, existe y actúa la “Ley del Espíritu”, escrita por Él “en la carne de los corazones”.

6. Toda la vida de la Iglesia primitiva, como se nos muestra en los Hechos de los Apóstoles, es una manifestación de la verdad enunciada por San Pablo, según el cual “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5, 5). Aún entre los límites y los defectos de los hombres que la componen, la comunidad de Jerusalén participa en la nueva vida que “viene regalada por el Espíritu”, vive del amor de Dios. También nosotros recibimos esta vida como un don del Espíritu Santo, el cual nos infunde el amor ―amor a Dios y al prójimo― contenido esencial del mandamiento mayor. Así la nueva Ley, impresa en los corazones de los hombres por el amor como don del Espíritu Santo, es en ellos Ley del Espíritu. Y esa es la Ley que libera, como escribe San Pablo: “La ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte” (Rm 8, 2).

7. Por esto, Pentecostés, en cuanto es “el derramarse en nuestros corazones” del amor de Dios (cf. Rm 5, 5) marca el inicio de una nueva moral humana, enraizada en la “ley del Espíritu”. Esta moral es algo más que la observancia de la ley dictada por la razón o por la misma Revelación. Esa moral deriva de una profundidad mayor y al mismo tiempo alcanza una profundidad mayor. Deriva del Espíritu Santo y hace vivir de un amor que viene de Dios y que se convierte en realidad de la existencia humana por medio del Espíritu Santo “derramado en nuestros corazones”.

El apóstol Pablo fue el más alto pregonero de esta moral superior, enraizada en la “verdad del Espíritu”. Él, que había sido un celoso fariseo, buen conocedor, meticuloso observante y fanático defensor de la “letra” de la Antigua Ley, convertido más tarde en apóstol de Cristo, podrá escribir de sí mismo: “Dios... nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu. Pues la letra mata mas el Espíritu da vida” (2 Co 3, 6).


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora a los numerosos peregrinos de España y de América Latina. Entre ellos quiero nombrar a los grupos de diversas diócesis: León, Barcelona, Cuenca, así como a la agrupación de fieles catalanes que, de modo especial, honran a San Pedro.

Saludo igualmente a los Amigos de las misiones dominicanas del Paraguay, así como a los miembros de diversas Hermandades y Cofradías de Sevilla, Valladolid y México.

Asimismo me complace saludar a los jóvenes de la Parroquia San Francisco, de Tenerife, así como a los numerosos grupos juveniles procedentes de México, Venezuela, Chile y de la arquidiócesis argentina de Córdoba. Que vuestra peregrinación de Roma a Santiago de Compostela esté iluminada por la fe, revestida con el espíritu de sacrificio y abierta al amor de Dios, que debéis testimoniar ante los demás. ¡En Santiago nos encontraremos de nuevo!

Me es grato saludar de modo particular a un grupo de profesionales de los medios de comunicación social de Asturias. Dentro de pocos días estaré presente en vuestra querida tierra para celebrar la Santa Eucaristía con el pueblo fiel y, sobre todo, para orar a los pies de la “Santina”. A ella encomiendo con toda confianza, ya desde aquí, este viaje apostólico. A través de los medios impresos y radiofónicos que representáis, deseo enviar mi más cordial saludo a todos los hijos a hijas del Principado de Asturias. ¡Hasta pronto!

Al agradecer a todos vuestra presencia aquí, os imparto cordialmente mi bendición apostólica, que extiendo complacido a vuestras familias.



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