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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 21 de febrero de 1990

 

La acción santificadora del Espíritu divino

1. El espíritu divino, según la Biblia, no es sólo luz que ilumina dando el conocimiento y suscitando la profecía, sino también fuerza que santifica. En efecto, el espíritu de Dios comunica la santidad, porque Él mismo es “espíritu de santidad”, “espíritu santo”. Se atribuye este apelativo al espíritu divino en el capítulo 63 del libro de Isaías cuando, en el largo poema dedicado a exaltar los beneficios de Yahveh y a deplorar los descarríos del pueblo a lo largo de la historia de Israel, el autor sagrado dice que “ellos se rebelaron y contristaron a su espíritu santo” (Is 63, 10). Pero añade que después del castigo divino, “se acordó de los días antiguos, de Moisés su siervo”, para preguntarse: “¿Dónde está el que puso en él su espíritu santo?” (Is 63, 11 ).

Este apelativo resuena también en el Salmo 50/51, donde, al pedir perdón y misericordia al Señor (Miserere mei Deus, secundum misericordiam tuam), el autor le implora: “No me rechaces lejos de tu rostro, no retires de mí tu santo espíritu” (Sal 50/51, 13). Se trata del principio íntimo del bien, que actúa en el interior para llevar a la santidad (= “espíritu de santidad”).

2. El libro de la Sabiduría afirma la incompatibilidad entre el Espíritu Santo y cualquier falta de sinceridad o de justicia: “Pues el espíritu santo que nos educa huye del engaño, se aleja de los pensamientos necios y se ve rechazado al sobrevenir la iniquidad” (Sb 1, 5). Se expresa también una relación muy estrecha entre la sabiduría y el espíritu. En la sabiduría —dice el autor inspirado— “hay un espíritu inteligente, santo” (7, 22), el cual es también “inmaculado” y “amante del bien”. Dicho espíritu es el mismo espíritu de Dios, porque “todo lo puede, todo lo observa” (7, 23). Sin este “espíritu santo de Dios” (cf. 9, 17) que Dios “envía de lo alto”, el hombre no puede discernir la santa voluntad de Dios (9, 13-17) y mucho menos, evidentemente, cumplirla fielmente.

3. En el Antiguo Testamento la exigencia de santidad está fuertemente vinculada a la dimensión cultural y sacerdotal de la vida de Israel. El culto se debe tributar en un lugar “santo”, lugar de la Morada de Dios tres veces santo (cf. Is 6, 1-4). La nube es el signo de la presencia del Señor (cf. Ex 40, 34-35; 1 R 8, 10-11 ); todo, en la tienda, en el templo, en el altar, en los sacerdotes, desde el primer consagrado Aarón (cf. Ex 29, 1 ss.), debe responder a las exigencias del “sacro”, que es como una aureola de respeto y de veneración creada en torno a personas, ritos y lugares privilegiados por una relación especial con Dios.

Algunos textos de la Biblia afirman la presencia de Dios en la tienda del desierto y en el templo de Jerusalén (Ex 25, 8; 40, 34-35; 1 R 8, 10-13; Ez 43, 4-5). Sin embargo, en la narración misma de la dedicación del templo de Salomón se refiere una oración en la que el rey pone en duda esta pretensión diciendo: “¿Es que verdaderamente habitará Dios con los hombres sobre la tierra? Si los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta Casa que yo te he construido! (1 R 8, 27). En los Hechos de los Apóstoles, san Esteban expresa la misma convicción a propósito del templo: “El Altísimo no habita en casas hechas por mano de hombre” (Hch 7, 48). La razón de ello la explica Jesús mismo en el coloquio con la Samaritana: “Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad” (Jn 4, 24). Una casa material no puede recibir plenamente la acción santificadora del Espíritu Santo, y por tanto no puede ser verdaderamente “morada de Dios”. La verdadera casa de Dios debe ser una “casa espiritual”, como dirá san Pedro, formada por “piedra vivas”, es decir, por hombres y mujeres santificados interiormente por el Espíritu de Dios (cf. 1 P 2, 4-10; Ef 2, 21-22).

4. Por ello, Dios prometió el don del Espíritu a los corazones, en la célebre profecía de Ezequiel, en la que dice: “Yo santificaré mi gran nombre profanado entre las naciones, profanado allí por vosotros... Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados: de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo... Infundiré mi espíritu en vosotros...” (Ez 36. 23-27). El resultado de este don estupendo es la santidad efectiva, vivida con la adhesión sincera a la santa voluntad de Dios. Gracias a la presencia íntima del Espíritu Santo, finalmente los corazones serán dóciles a Dios y la vida de los fieles será conforme a la ley del Señor.

Dios dice: “difundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas” (Ez 36, 27). El Espíritu santifica de esta forma toda la existencia del hombre.

5. Contra el espíritu de Dios combate el “espíritu de la mentira” (cf. 1 R 22, 21-23), el “espíritu inmundo” que subyuga a hombres y pueblos sometiéndolos a la idolatría. En el oráculo sobre la liberación de Jerusalén, en perspectiva mesiánica, que se lee en el libro de Zacarías, el Señor promete realizar él mismo la conversión del pueblo, haciendo desaparecer el espíritu inmundo: “Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza. Aquel día...extirparé yo de esta tierra los nombres de los ídolos... igualmente a los profetas y el espíritu de impureza los quitaré de esta tierra...” (Za 13, 1-2; cf. Jr 23, 9 s.; Ez 13, 2 ss.).

El “espíritu de impureza” será combatido por Jesús (cf. Lc 9, 42; 11, 24), que hablará, a este propósito, de la intervención del Espíritu de Dios y dirá: “Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12, 28). Jesús promete a sus discípulos la asistencia del “Consolador”, que “convencerá al mundo... en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado” (Jn 16. 8-11). A su vez, Pablo hablará del Espíritu que justifica mediante la fe y la caridad (cf. Ga 5, 19 ss.), enseñando la nueva vida “según el Espíritu”: el Espíritu nuevo de que hablaban los profetas.

6.. Los hombres o pueblos que siguen el espíritu que está en conflicto con Dios, “contristan” al espíritu divino. Es una expresión de Isaías que hemos referido ya y que es oportuno citar de nuevo en su contexto. Se halla en la meditación del llamado Trito-Isaías sobre la historia de Israel: “No fue un mensajero ni un ángel: él mismo en persona (Dios) los liberó. Por su amor y su compasión los liberó. Por su amor y su compasión él los rescató: los levantó y los llevó todos los días desde siempre. Mas ellos se rebelaron y contristaron a su Espíritu santo” (Is 63, 9-10). El profeta contrapone la generosidad del amor salvífico de Dios para con su pueblo, y la ingratitud de éste. En su descripción antropomórfica, se conforma con la psicología humana la atribución al espíritu de Dios de la tristeza producida por el abandono del pueblo. Pero según el lenguaje del profeta, se puede decir que el pecado del pueblo contrista el espíritu de Dios especialmente porque este espíritu es santo: el pecado ofende la santidad divina. La ofensa es más grave porque el espíritu santo de Dios no sólo ha sido colocado por Dios en su siervo Moisés (cf. Is 63, 11), sino que lo ha dado como guía a su pueblo durante el éxodo de Egipto (cf. Is 63, 14), como signo y prenda de la salvación futura: “Mas ellos se rebelaron...” (Is 63, 10).

También Pablo, heredero de esta concepción y de este lenguaje, recomendará a los cristianos de Éfeso: “No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención” (Ef 4, 30; cfr. 1, 13-14).

7. La expresión “contristar al Espíritu Santo” demuestra bien que el pueblo del Antiguo Testamento ha pasado progresivamente de un concepto de santidad sacral, más bien externa, al deseo de una santidad interiorizada bajo la influencia del Espíritu de Dios.

El uso más frecuente del apelativo “Espíritu Santo” es un indicio de esta evolución. Este apelativo, inexistente en los libros más antiguos de la Biblia, se impone poco a poco precisamente porque sugería la función del Espíritu Santo para la santificación de los fieles. Los himnos de Qumrán en varias ocasiones dan gracias a Dios por la purificación interior que Él ha realizado por medio de su Espíritu santo (por ejemplo, Himnos de la 1º gruta de Qumrán, 16, 12; 17, 26).

El intenso deseo de los fieles no era ya sólo de ser liberados de los opresores, como en el tiempo de los Jueces, sino ante todo de poder servir al Señor “en santidad y justicia, delante de él todos nuestros días” (Lc 1, 75). Por esto, era necesaria la acción santificadora del Espíritu Santo.

A esta espera corresponde el mensaje evangélico. Es significativo que en los cuatro evangelios la palabra “santo” aparezca por primera vez en relación con el espíritu, tanto para hablar del nacimiento de Juan Bautista y del de Jesús (Mt 1, 18-20; Lc 1, 15. 35), como para anunciar el bautismo en el Espíritu Santo (Mc 1, 8; Jn 1, 33). En la narración de la Anunciación, la Virgen María escucha las palabras del ángel Gabriel: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti...; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35). Así comenzó la decisiva acción santificadora del Espíritu de Dios, destinada a propagarse a todos los hombres.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, saludo a las Hermanas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, que están haciendo en Roma un curso de formación permanente; asimismo, a las jóvenes del Club “ Alcudia ” de Ciudad Real (España).

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.



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