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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 28 de marzo de 1990

 

La revelación del Espíritu Santo en Cristo

1. En las catequesis anteriores hemos puesto de relieve que de toda la tradición veterotestamentaria afloran referencias, indicios, alusiones a la realidad del Espíritu divino, que parecen casi un preludio de la revelación del Espíritu Santo como persona, como se tendrá en el Nuevo Testamento. En realidad, sabemos que Dios inspiraba y guiaba a los autores sagrados de Israel, preparando la revelación definitiva que realizaría plenamente Cristo y que Él entregaría a los Apóstoles para que la predicasen y difundiesen en todo el mundo.

En el Antiguo Testamento existe, pues, una revelación inicial y progresiva, referente no sólo al Espíritu Santo, sino también al Mesías-Hijo de Dios, a su acción redentora y a su Reino. Esta revelación hace aparecer una distinción entre Dios Padre, la eterna Sabiduría que procede de Él y el Espíritu potente y benigno, con el que Dios actúa en el mundo desde la creación y guía la historia según su designio de salvación.

2. Sin duda no se trataba aún de una manifestación clara del misterio divino. Pero era ciertamente una especie de propedéutica en la futura revelación, que Dios mismo iba desarrollando en la fase de la Antigua Alianza mediante “la Ley y los Profetas” (cf. Mt 22, 40; Jn 1, 45) y la misma historia de Israel, puesto que “omnia in figura contingebant illis”: “todo esto les acontecía en figura, y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos” (1 Co 10, 11; 1 P 3, 21; Hb 9, 24).

De hecho, en los umbrales del Nuevo Testamento hallamos algunas personas como José, Zacarías, Isabel, Ana, Simeón y sobre todo María, que ―gracias a la iluminación interior del Espíritu― saben descubrir el verdadero sentido del adviento de Cristo al mundo.

La referencia que los evangelistas Lucas y Mateo hacen al Espíritu Santo, por estos piadosísimos representantes de la Antigua Alianza (cf. Mt 1, 18.20; Lc 1, 15. 35, 41. 67; 2, 26-27), es la documentación de un vínculo y, podemos decir, de un paso del Antiguo al Nuevo Testamento, reconocido luego plenamente a la luz de la revelación de Cristo y después de la experiencia de Pentecostés. Es significativo el hecho de que los Apóstoles y Evangelistas empleen el término “Espíritu Santo” para hablar de la intervención de Dios tanto en la encarnación del Verbo como en el nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés. Merece destacar que en ambos momentos, en el centro del cuadro descrito por Lucas está María, virgen y madre, que concibe a Jesús por obra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35; Mt 1, 18), y permanece en oración con los Apóstoles y los otros primeros miembros de la Iglesia en espera del mismo Espíritu (cf. Hch 1, 14).

3. Jesús mismo ilustra el papel del Espíritu cuando aclara a los discípulos que sólo con su ayuda será posible penetrar a fondo en el misterio de su persona y de su misión: “Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa... Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16, 13-14). Así, pues, el Espíritu Santo es el que hace captar la grandeza de Cristo, y de este modo “da gloria” al Salvador. Pero es también el Espíritu el que hace descubrir el propio papel en la vida y en la misión de Jesús.

Es un punto de gran interés sobre el cual deseo atraer vuestra atención con esta nueva serie de catequesis.

Si anteriormente hemos ilustrado las maravillas del Espíritu Santo anunciadas por Jesús y verificadas en Pentecostés y en el primer camino de la Iglesia en la historia, ha llegado el momento de subrayar que la primera y suprema maravilla realizada por el Espíritu Santo es Cristo mismo. Y hacia esta maravilla queremos dirigir ahora nuestra mirada.

4. En realidad, hemos reflexionado ya sobre la persona, la vida y la misión de Cristo en las catequesis cristológicas; pero ahora podemos reanudar sintéticamente ese razonamiento en clave pneumatológica, es decir, a la luz de la obra realizada por el Espíritu Santo en el Hijo de Dios hecho hombre.

Tratándose del “Hijo de Dios”, en la enseñanza catequística se habla de Él después de haber considerado a “Dios-Padre”, y antes de hablar del Espíritu Santo, que “procede del Padre y del Hijo”. Por esto la Cristología precede a la Pneumatología. Y es justo que sea así, porque también bajo el aspecto cronológico, la revelación de Cristo en nuestro mundo ocurrió antes de la efusión del Espíritu Santo, que formó a la Iglesia el día de Pentecostés. Más aún, dicha efusión fue el fruto del ofrecimiento redentor de Cristo y la manifestación del poder adquirido por el Hijo ya sentado a la derecha del Padre.

5. Y sin embargo, parece imponerse ―como hacen observar justamente los orientales― una integración pneumatológica de la Cristología, por el hecho de que el Espíritu Santo se halla en el origen mismo de Cristo como Verbo encarnado venido al mundo “por obra del Espíritu Santo”, como dice el Símbolo.

Ha existido una presencia suya decisiva en el cumplimiento del misterio de la Encarnación, hasta el punto que, si queremos recoger y enunciar más completamente este misterio, no nos basta decir que el Verbo se hizo carne: hay que subrayar también ―como ocurre en el Credo― el papel del Espíritu en la formación de la humanidad del Hijo de Dios en el seno virginal de María. De esto hablaremos. Y sucesivamente trataremos de seguir la acción del Espíritu Santo en la vida y en la misión de Cristo: en su infancia, en la inauguración de la vida pública mediante el bautismo, en la permanencia en el desierto, en la oración, en la predicación, en el sacrificio y, finalmente, en la resurrección.

6. Del examen de los textos evangélicos emerge una verdad esencial: no se puede comprender lo que ha sido Cristo, y lo que es para nosotros, independientemente del Espíritu Santo. Lo que significa que no sólo es necesaria la luz del Espíritu Santo para penetrar en el misterio de Cristo, sino que se debe tener en cuenta el influjo del Espíritu Santo en la Encarnación del Verbo y en toda la vida de Cristo para explicar el Jesús del Evangelio. El Espíritu Santo ha dejado la impronta de la propia personalidad divina en el rostro de Cristo.

Por ello, toda profundización del conocimiento de Cristo requiere también una profundización del conocimiento del Espíritu Santo. “Saber quién es Cristo” y “saber quién es el Espíritu”: son dos exigencias unidas indisolublemente, que se influyen mutuamente.

Podemos añadir que también la relación del cristiano con Cristo es solidaria con su relación con el Espíritu. Lo hace comprender la Carta a los Efesios cuando desea los creyentes que sean “fortalecidos” por el Espíritu del Padre en el hombre interior, para ser capaces de “conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento” (cf. Ef 3, 16-19). Esto significa que para llegar a Cristo en el conocimiento y en el amor ―como ocurre en la verdadera sabiduría cristiana― tenemos necesidad de la inspiración y de la guía del Espíritu Santo, maestro interior de verdad y de vida.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo cordialmente a los sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a los diversos grupos de América Latina y España, a quienes agradezco su presencia en esta Audiencia.

De modo especial, me es grato saludar a las Religiosas Escolapias y a las Hijas de Jesús, a las que, como recuerdo de su presencia en Roma, aliento a mantener inquebrantable la fe, viva la esperanza y solícita la caridad; así seréis lámparas ardientes en la Iglesia y en el mundo. Dirijo también mi más afectuoso saludo a las alumnas de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, de Córdoba y a las del Colegio “ Mater Salvatoris ” de Aravaca (Madrid), así como a los estudiantes del Instituto “ Angel Ganivet ”, de Granada, y del Colegio-Liceo de “ San Fernando ” (Cádiz). En vosotros, amadísimos jóvenes, veo el rostro de tantos coetáneos vuestros de España que me acompañaron en mi peregrinación a Santiago de Compostela el pasado mes de agosto. Os recuerdo, lo que ya dije en aquella ocasión; si Jesús, el Amigo por excelencia de la juventud, se presenta a la puerta de vuestros corazones para deciros: “ Seguidme ”, no tengáis miedo; decidle “ sí, Señor ”. El os recompensará abundantemente.

A vosotros y a todos los aquí presentes de lengua española, imparto complacido mi bendición apostólica.



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