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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 11 de abril de 1990

 

1. En estos días santos meditamos sobre los acontecimientos que llevaron a Jesús al suplicio de la cruz. Según la narración evangélica, ya desde hacia tiempo el Señor había anunciado su sacrificio, con el fin de preparar a los discípulos para esa gran prueba. Tras la profesión de fe de Simón Pedro en Cesarea de Filipo, había revelado el plan misterioso del Padre: "El Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días" (Mc 8, 31).

El anuncio había sido tan inesperado que Pedro se negó a aceptarlo: no lograba comprender el misterio del Mesías doliente; cuando había manifestado su fe en Jesús, creía en un Mesías destinado al triunfo y a la gloria.

La protesta de Pedro: "¡De ningún modo te sucederá eso!" (Mt 16, 22), se repite también hoy por parte de quienes quisieran que el sufrimiento no estuviese presente en el destino humano. Jesús hizo comprender claramente a su Apóstol que este modo de pensar no era "de Dios, sino de los hombres" (Mt 16, 23). El plan del Padre estaba claro a los ojos de Jesús: el camino del sufrimiento y de la muerte era necesario. Y el sufrimiento debía ser no sólo físico, sino también moral por el rechazo de los jefes religiosos, el odio del pueblo y la fuga de los discípulos.

Jesús explicó un día, sin medias palabras, la razón de su venida a la tierra: "el Hijo del hombre ha venido... a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45; Mt 20, 28). Por eso, la cruz no fue un hecho casual en el camino seguido por Jesús, sino una realidad conscientemente querida para la redención de los hombres.

2. ¿Por qué este destino doloroso? Para librar al mundo del pecado. El Padre quería que el Hijo cargara con el peso de las consecuencias del pecado. Esta decisión nos hace comprender la gravedad del pecado, que no puede atenuarse, si se tienen en cuenta sus ruinosas consecuencias. El pecado, considerado como una ofensa hecha a Dios, no podía ser reparado más que por un Hombre-Dios.

Así, el Hijo, venido como Salvador, ofreció al Padre el homenaje perfecto de reparación y de amor, y obtuvo para los hombres el perdón de los pecados y la comunicación de la vida divina. Este sacrificio ha tenido lugar una vez para siempre en la historia humana, y tiene valor salvífico para los hombres de todos los tiempos y lugares. Es el sacrificio que se renueva en toda eucaristía, pero mañana sobre todo lo haremos nuevamente presente, realizan do lo que Cristo hizo en la Última Cena.

En el Salvador crucificado contemplamos a Aquel que se inmoló por nuestra salvación. "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 13).

Esta inmolación encierra una gran enseñanza para todos nosotros, pues nos muestra que el amor alcanza su culmen mediante el sufrimiento. Dado que Cristo ha querido asociarnos a su misión redentora, estamos llamados también nosotros a compartir su cruz. Los sufrimientos, que no faltan en nuestra vida, están destinados a unirse al único sacrificio de Cristo.

3. Nacido del amor, este sacrificio tiene una fecundidad inagotable. El sufrimiento podría parecer un obstáculo o una presencia destructiva. El suplicio de la cruz, que puso fin a la vida de Jesús, podía aparecer como el fracaso de su misión. Sin embargo, en ella el Salvador ha llevado a cumplimiento esta misión, según sus mismas palabras: "En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24).

El sacrificio ha dado a la humanidad frutos abundantes de vida. Un episodio del Calvario, referido por san Juan, nos permite comprenderlo mejor: "Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua" (Jn 19, 34). El costado abierto de Jesús crucificado ha atraído la mirada contemplativa de muchos, como había ya predicho el profeta Zacarías: "Mirarán a aquel a quien traspasaron" (Za 12, 10; Jn 19, 37). El próximo Viernes Santo dirigiremos nuestra mirada hacia el Corazón desgarrado de Cristo, signo de un amor dado definitivamente a la humanidad. Este amor se ha convertido en fuente de aquella gracia que se halla simbolizada por la sangre y el agua del costado. Con muchos comentadores podemos reconocer en la sangre y en el agua el inicio de los "ríos de agua viva" prometidos por el Salvador (Jn 7, 37-38).

El amor fecundo, que se manifiesta en el sacrificio, muestra que la cruz no ha sido una derrota para Cristo, sino una victoria. Es el triunfo definitivo sobre los poderes del mal; el triunfo del amor humilde sobre el odio y la violencia. Es el triunfo que llama a la fe y a la esperanza. "Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32).

4. La victoria se manifiesta en la resurrección. Cuando Jesús predice su pasión y su muerte, no deja de considerarlas en la perspectiva de la resurrección. No se limita a anunciar que el Hijo del hombre debe sufrir mucho y morir; añade que es necesario que el Hijo del hombre resucite al tercer día. La resurrección es inseparable de la muerte y le da su verdadero significado. El itinerario de la cruz tiene como punto de llegada el triunfo glorioso.

Jesús anuncia a sus discípulos que tendrán parte en su pasión, pero también en su triunfo: "En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis... pero vuestra tristeza se convertirá en gozo" (Jn 16, 20).

En esta semana santa, participando en la Pasión de Cristo, recordemos que ésta concluye con la resurrección. El acontecimiento glorioso de la Pascua supera toda tristeza y nos ayuda a apreciar mejor el misterioso plan divino que, asociándonos estrechamente a Cristo Redentor, del sufrimiento hace brotar para nosotros una alegría plena y perfecta.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Mi más afectuoso saludo se dirige a los numerosos peregrinos llegados de distintos lugares de España y de América Latina para estar presentes en esta Audiencia. De modo especial, me es grato saludar a los sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a los alumnos de los centros educativos mexicanos “ Lestonac ” y “ México ”.

A vosotros, al igual que a los demás participantes de lengua española en este Encuentro, os aliento a vivir con profunda fe la liturgia del Triduo Pascual, para que Cristo “ nuestra pascua ” os colme de abundantes gracias.

A todos imparto de corazón mi bendición apostólica.



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