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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 31 de octubre de 1990

 

La fe en el Espíritu Santo como Persona divina

1. “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”. Con estas palabras el símbolo niceno-constantinopolitano determina la fe de la Iglesia en el Espíritu Santo, reconocido como verdadero Dios, con el Padre y el Hijo, en la unidad trinitaria de la divinidad. Se trata de un artículo de fe, formulado por el primer Concilio de Constantinopla (381), tal vez sobre la base de un texto anterior, completando el símbolo de Nicea (325) (cf Denz.-S., Enchiridion symbolorum, 150).

Esta fe de la Iglesia se repite de forma continua en la liturgia, que es, a su manera; no sólo una profesión, sino también un testimonio de fe. Así sucede, por ejemplo, en la doxología trinitaria que, por lo general, se usa como conclusión de las oraciones litúrgicas: “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”. Así también en las oraciones de intercesión dirigidas al Padre, “por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos”.

También el himno “Gloria Dios en el cielo” posee una estructura trinitaria: nos hace celebrar la gloria del Padre y del Hijo juntamente con el Espíritu Santo: “...sólo tú Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre”.

2. Esta fe de la Iglesia tiene su origen y se funda en la revelación divina. Dios se reveló definitivamente como Padre de Jesucristo, Hijo consubstancial, que por obra del Espíritu Santo se hizo hombre, naciendo de la Virgen María. Por medio del Hijo se reveló el Espíritu Santo. El Dios único se reveló como Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La última palabra del Hijo, enviado al mundo por el Padre, es la recomendación hecha a los Apóstoles: “haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19). Hemos visto en las catequesis anteriores los momentos de la revelación del Espíritu Santo y de la Trinidad en la enseñanza de Jesucristo.

3. También hemos visto que Jesucristo revelaba al Espíritu Santo mientras realizaba su misión mesiánica, en la que afirmaba que actuaba “con el poder del Espíritu de Dios” (por ejemplo al arrojar los demonios: cf Mt 12, 28). Pero parece que esa revelación se concentra y se condensa al fin de su misión, juntamente con el anuncio de su vuelta al Padre. El Espíritu Santo será ―tras su partida― “otro Paráclito”. Será él, “el Espíritu de la verdad”, quien guiará a los Apóstoles y a la Iglesia a través de la historia: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce” (Jn 14, 16-17). Él, a quien el Padre enviará en nombre de Cristo, “os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26). Y también: “Cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio” (Jn 16, 8). Ésta es la promesa, éste es ―podríamos decir― el testamento que Jesús deja a los suyos en la Última Cena, junto al que se refiere a la caridad y la Eucaristía.

4. Después de la muerte, la resurrección y la ascensión de Cristo, Pentecostés fue el cumplimiento de su anuncio, por lo que se refería a los Apóstoles, y el inicio de su acción a través de las generaciones que se sucederían a lo largo de los siglos, pues el Espíritu Santo debía permanecer con la Iglesia “para siempre” (Jn 14, 16). Hemos hablado ampliamente de esto en las catequesis anteriores.

Esa historia fundamental de la Iglesia primitiva que es el libro de los Hechos de los Apóstoles nos dice que los Apóstoles quedaron “llenos del Espíritu Santo” y “predicaban la palabra de Dios con valentía” (Hch 2, 4; 4, 31). También nos dice que, ya en los tiempos apostólicos, “el mundo” oponía resistencia no sólo a la obra de los Apóstoles, sino también a la del Protagonista invisible que actuaba en ellos, como reprochaban a sus perseguidores: “¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo!” (Hch 7, 51). Eso mismo sucedería también en las demás épocas de la historia. La resistencia puede llegar incluso a constituir un pecado especial, llamado por Jesús “blasfemia contra el Espíritu Santo”, de la que él mismo añade que es un pecado que no será perdonado (cf Mt 12, 31; Lc 12, 10).

Como Jesús había predicho y prometido, el Espíritu Santo fue en la Iglesia desde sus orígenes y sigue siendo en la Iglesia de todo tiempo, el Dador de todos los dones divinos (Dator munerum, como lo invoca la Secuencia de Pentecostés): tanto de los bienes destinados directamente a la santificación personal, como de los que se conceden a unos para beneficio de los otros (por ejemplo, ciertos carismas). “Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad” (1 Co 12, 11). También los “dones jerárquicos”, como podríamos llamarlos con el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, 4), que son indispensables para la guía de la Iglesia, provienen de él (cf. Hch 20, 28).

5. Sobre la base de la revelación hecha por Jesús y transmitida por los Apóstoles, el símbolo profesa la fe en el Espíritu Santo, del que dice que es “Señor”, como es Señor el Verbo, que asumió una carne humana: “Tu solus Dominus... cum Sancto Spiritu”. Añade, también, que el Espíritu da la vida. Sólo Dios puede conceder la vida al hombre. El Espíritu Santo es Dios. Y, en cuanto Dios, el Espíritu es el autor de la vida del hombre: de la vida “nueva” y “eterna” traída por Jesús, pero también de la existencia en todas sus formas: del hombre y de todas las cosas (Creator Spiritus).

Esta verdad de fe fue formulada en el símbolo niceno-constantinopolitano porque la consideraban y aceptaban como revelada por Dios mediante Jesucristo y estaban convencidos de que formaba parte del “depósito de la revelación” transmitido por los Apóstoles a las primeras comunidades, de las que pasó a la constante enseñanza de los Padres de la Iglesia. Históricamente, se puede decir que el I Concilio de Constantinopla, que debía hacer frente a algunos que negaban la divinidad del Espíritu Santo, como otros ―y especialmente los arrianos― combatían la divinidad del Hijo-Verbo, Cristo, añadió ese artículo al símbolo de Nicea. En los dos casos de negación de la divinidad, se trataba de mentes casi perdidas en su pretensión racionalista ante el misterio de la Trinidad. A los adversarios de la divinidad del Espíritu Santo solían llamarles “pneumatómacos” (es decir, los que combaten contra el Espíritu) o también “macedonianos” (del nombre de Macedonio, su jefe). A esas opiniones equivocadas se oponían con su autoridad los grandes Padres, entre los que se hallaba san Atanasio († 375) que, especialmente en su Carta a Serapión (1, 28-30) afirmaba la igualdad del Espíritu Santo con las otras dos Personas divinas en la unidad de la Trinidad. Y lo hacía sobre la base de la “antigua tradición, la doctrina y la fe de la Iglesia católica, tal como el Señor la entregó, los Apóstoles la predicaron y los Padres la han conservado...” (cf. PG 26, 594-595).

Esos Padres, que valoraban en toda su extensión y en todo su significado la revelación contenida en la Sagrada Escritura, no sólo defendían la noción genuina y completa de la Trinidad, sino que también hacían notar que negar la divinidad del Espíritu Santo equivalía a anular la elevación del hombre a la participación en la vida de Dios ―es decir, su “divinización” mediante la gracia― que, según el evangelio, es obra del Espíritu Santo. Sólo aquel que es Dios en sí mismo puede obrar la participación en la vida divina. Y es precisamente el Espíritu Santo quien “da la vida”, según las palabras de Jesús mismo (cf. Jn 6, 63).

6. Es preciso añadir que la fe en el Espíritu Santo como Persona divina, profesada en el símbolo niceno-constantinopolitano, ha sido muchas veces confirmada por el magisterio solemne de la Iglesia. Lo demuestran, por ejemplo, los cánones del sínodo romano del año 382, publicados por el Papa Dámaso I, en los que leemos que el Espíritu Santo “es de la sustancia divina y es verdaderamente Dios”, y que, “como el Hijo y el Padre, así también el Espíritu Santo lo puede todo, lo conoce todo y está omnipresente” (Denz.-S., 168-169).

La fórmula sintética del símbolo de la fe del año 381, que del Espíritu Santo como Dios dice que es “Señor” como el Padre y el Hijo, es lógica al añadir que, “con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. Si el Espíritu Santo es quien “da la vida”, o sea, que posee con el Padre y con el Hijo el poder creador, y en particular el poder santificador y vivificador en el orden sobrenatural de la gracia ―poder que se le atribuye a su Persona― es justo que sea adorado y glorificado como las dos primeras Personas de la Trinidad, de las que procede como término de su eterno amor, en perfecta igualdad y unidad de sustancia.

7. Además, el símbolo atribuye, de un modo totalmente particular, a esta tercera Persona de la Trinidad el ser el autor divino de la profecía: El es quien “habló por los profetas”. Así se reconoce el origen de la inspiración de los profetas del Antiguo Testamento, comenzando por Moisés (cf. Dt 34, 10) y hasta Malaquías, quienes nos han dejado por escrito las instrucciones divinas. Fueron inspirados por el Espíritu Santo. David, que era también él “profeta” (Hch 2, 30), decía eso de sí mismo (2 S 22, 2); y lo decía Ezequiel (Ez 11, 5). En su primer discurso, Pedro manifestó esta fe, afirmando que “el Espíritu Santo había hablado por boca de David” (Hch 1, 16) y lo mismo expresó el autor de la carta a los Hebreos (Hb 3, 7; 10, 15). Con gratitud profunda, la Iglesia recibe las Escrituras proféticas como un don precioso del Espíritu Santo, el cual se manifestó así presente y operante desde los comienzos de la historia de la salvación.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora saludar muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a las Religiosas Siervas de María Ministras de los Enfermos, que han concluido en Roma su Capítulo General. Os aliento a continuar en vuestro abnegado servicio a los que sufren, dando así testimonio de amor a Dios y a su Iglesia. Igualmente saludo a la peregrinación de Panamá, y a todas las familias y grupos procedentes de los diversos Países de América Latina y de España.

Con afecto imparto la bendición apostólica.



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