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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 14 de noviembre de 1990

 

El Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo

1. Hoy queremos comenzar la catequesis repitiendo una afirmación ya hecha antes sobre el tema del único Dios, que la fe cristiana nos enseña a reconocer y a adorar como Trinidad. “El amor recíproco del Padre y del Hijo procede en ellos y de ellos como Persona: el Padre y el Hijo ‘espiran’ al Espíritu de Amor, consustancial a ellos”. La Iglesia, ya desde los comienzos, tenía la convicción de que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como Amor.

Las raíces de la tradición de los Padres y Doctores de la Iglesia se hallan en el Nuevo Testamento, y especialmente en las palabras de San Juan en su primera carta: “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8).

2. Estas palabras se refieren a la misma esencia de Dios, en la que las tres Personas son una sola sustancia, y todas son igualmente Amor, es decir, Voluntad del bien, propensión interna hacia el objeto del amor, dentro y fuera de la vida trinitaria.

Pero ha llegado el momento de advertir, con Santo Tomás de Aquino, que nuestro lenguaje es pobre en términos que expresen el acto de voluntad que lleva al amante hacia el amado. Ese acto depende de la interioridad del amor que, procediendo de la voluntad ―o del corazón―, no es tan lúcido y consciente como el proceso de la idea de la mente.

De aquí deriva que, mientras en la esfera del entendimiento disponemos de varias palabras para expresar, por una parte, la relación entre el sujeto que conoce y el objeto conocido (entender, comprender) y, por otra, la emanación de la idea de la mente en el acto del conocimiento (decir la Palabra, o Verbo, proceder como Palabra de la mente), no sucede lo mismo en la esfera de la voluntad y del corazón. Es cierto que, “por el hecho de que uno ama algo, resulta en él, en su afecto, una impresión, por decir así, del objeto amado, en virtud de la cual el amado está en el amante como la cosa conocida está en quien la conoce. Por eso, cuando uno se conoce y ama a sí mismo, está en sí mismo, no sólo porque es idéntico a sí mismo, sino también porque es objeto del propio conocimiento y del propio amor”. Pero, en el lenguaje humano, “no se han acuñado otras palabras para expresar la relación existente entre la afección, o impresión suscitada por el objeto amado, y el principio (interior) del que ella emana, o viceversa. Por tanto, a causa de la pobreza de vocabulario (propter vocabulorum inopiam), también esas relaciones son indicadas con los términos: amor y dilección (dilectio); y es como si uno diera al Verbo los nombres de intelección concebida, o de sabiduría engendrada”.

De aquí la conclusión del Doctor Angélico: “Si en los términos amor y amar (diligere) se quiere indicar sólo la relación entre el amante y la cosa amada, (en la Trinidad) se refieren a la esencia divina, como los demás términos intelección y entender. Si, en cambio, usamos los mismos términos para indicar las relaciones existentes entre lo que deriva o procede como acto y objeto del amor, y el principio correlativo, de modo que Amor sea el equivalente de Amor que procede, y Amar (diligere) el equivalente de espirar el amor procedente, entonces Amor es nombre de persona...”, y es precisamente el nombre del Espíritu Santo (Summa Theologiae, I, q. 37, a. 1).

3. El análisis de la terminología realizado por Santo Tomás es muy útil para llegar a una noción relativamente clara del Espíritu Santo como Amor-Persona, en el seno de la Trinidad que, en su totalidad, “es Amor”. Pero es preciso decir que la atribución del Amor al Espíritu Santo, como su nombre propio, se encuentra en la enseñanza de los Padres de la Iglesia, de los que el mismo Doctor Angélico se alimenta. A su vez, los Padres son los herederos de la revelación de Jesús y de la predicación de los Apóstoles, que conocemos también por otros textos del Nuevo Testamento. Así, en la oración sacerdotal, dirigida al Padre en la Última Cena, Jesús dice: “Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17, 26). Se trata del amor con el que el Padre ha amado al Hijo “antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24). Según algunos exegetas recientes, las palabras de Jesús indican aquí, al menos indirectamente, el Espíritu Santo, el Amor con el que el Padre ama eternamente al Hijo, eternamente amado por él. Pero ya Santo Tomás había examinado muy bien un texto de san Agustín sobre este amor recíproco del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo (cf. De Trinitate, VI, 5; XIV, 7; PL 43, 928, 1065), discutido por otros escolásticos a causa del ablativo con que había pasado a la teología medieval: “Utrum Pater et Filius diligant se Spiritu Sancto”, y había concluido su análisis literario y doctrinal con esta hermosa explicación: “De la misma manera que decimos que el árbol florece en las flores, así decimos que el Padre se dice a sí mismo y a la creación en el Verbo, o Hijo, y que el Padre y el Hijo se aman a sí mismos y a nosotros en el Espíritu Santo, es decir, en el Amor procedente”. (Summa Theologiae I, q. 37, a. 2).

También en aquel discurso de despedida, Jesús anuncia que el Padre enviará a los Apóstoles (y a la Iglesia) el “Paráclito ... el Espíritu de la verdad” (Jn 14, 16-17), y que también él, el Hijo, lo enviará (cf. Jn 16, 7) “para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14, 16). Los Apóstoles, por tanto, recibirán al Espíritu Santo como Amor que une al Padre y al Hijo. Por obra de este Amor, el Padre y el Hijo harán morada en ellos (cf. Jn 14, 23).

4. En esta misma perspectiva se ha de considerar el otro pasaje de la oración sacerdotal, cuando Jesús pide al Padre por la unidad de sus discípulos: “Para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21). Si los discípulos deben ser “uno en nosotros” ―es decir, en el Padre y en el Hijo―, esto puede tener lugar sólo por obra del Espíritu Santo, cuya venida y permanencia en los discípulos es anunciada por Cristo al mismo tiempo: él “mora con vosotros y en vosotros está” (Jn 14, 17).

5. Este anuncio fue recibido y comprendido en la Iglesia primitiva, como lo demuestran, además del mismo evangelio de san Juan, la alusión de San Pablo sobre el amor de Dios que “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5, 5) y las palabras de San Juan en su primera carta: “Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu” (1 Jn 4, 12-13).

6. De estas raíces se desarrolló la tradición sobre el Espíritu Santo como Persona-Amor. La economía trinitaria de la santificación salvífica permitió a los Padres y Doctores de la Iglesia “penetrar con la mirada” en el misterio íntimo de Dios-Trinidad.

Así hizo san Agustín, especialmente en la obra De Trinitate, contribuyendo de modo decisivo a la afirmación y difusión de esta doctrina en Occidente. De sus reflexiones brotaba la concepción del Espíritu Santo como Amor recíproco y vínculo de unidad entre el Padre y el Hijo en la comunión de la Trinidad. Él escribía: “Como llamamos propiamente al Verbo único de Dios con el nombre de Sabiduría, aunque generalmente el Espíritu Santo y el Padre mismo sean Sabiduría, así también el Espíritu recibe como propio el nombre de Caridad, aunque el Padre y el Hijo sean, en sentido general, Caridad” (De Trinitate, XV, 17, 31; CC 50, 505).

“El Espíritu Santo es algo común entre el Padre y el Hijo..., la misma comunión consustancial y co-eterna... Ellos no son más que tres: uno que ama a quien procede de él; uno que ama a aquel de quien recibe el origen; y el amor mismo” (De Trinitate, VI, 5, 7; CC 50, 295. 236).

7. La misma doctrina se encuentra en Oriente, donde los Padres hablan del Espíritu Santo como de aquel que es la unidad del Padre y del Hijo, y el vínculo de la Trinidad. Así, Cirilo de Alejandría († 444) y Epifanio de Salamina († 430) (cf. Ancoratus, 7: PG 43, 28 B).

En esta línea permanecieron los teólogos orientales de las épocas siguientes. Entre ellos el monje Gregorio Palamas, arzobispo de Tesalónica (siglo XIV), que escribe: “El Espíritu del Verbo supremo es como un cierto amor del Padre hacia el Verbo misteriosamente engendrado; y es el mismo amor que el amadísimo Verbo e Hijo del Padre tiene a aquel que lo ha engendrado” (Capita Physica, 36: PG 150, 1144 D-1145 A). Entre los autores más recientes se puede citar a Bulgakov: “Si Dios en la Santísima Trinidad es amor, el Espíritu Santo es Amor del amor” (El Paráclito, ed. it. Bologna, 1972, p. 121).

8. Esa es la doctrina de Oriente y de Occidente, que el Papa León XIII tomaba de la tradición y sintetizaba en su encíclica sobre el Espíritu Santo, donde se lee que el Espíritu Santo “es la divina bondad y el recíproco Amor del Padre y del Hijo” (cf. DS 3326). Pero, para concluir, volvamos una vez más a san Agustín: “El Amor es de Dios y es Dios: por tanto, propiamente es el Espíritu Santo, por el que se derrama la caridad de Dios en nuestros corazones, haciendo morar en nosotros a la Trinidad... El Espíritu Santo es llamado con propiedad Don, por causa del Amor” (De Trinitate, XV, 18, 32: PL 42, 1082 - 1083). Por ser Amor, el Espíritu Santo es Don. Será este el tema de la próxima catequesis.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo muy cordialmente a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos Países de América Latina y de España. En particular, saludo a las Religiosas del Sagrado Corazón, a quienes aliento a una entrega generosa a Dios y a la Iglesia.

A todos imparto con afecto la bendición apostólica.



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