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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles, 28 de noviembre de 1990

 

El Espíritu Santo, alma de la Iglesia

1. Hoy comenzamos una nueva serie de catequesis del ciclo pneumatológico, en el que he querido atraer la atención de los oyentes, cercanos y lejanos, sobre la verdad fundamental cristiana del Espíritu Santo. Hemos visto que el Nuevo Testamento, preparado por el Antiguo, nos lo da a conocer como Persona de la Santísima Trinidad. Es una verdad fascinante, tanto por su íntimo significado como por su reflejo en nuestra vida. Más aún, podemos decir que se trata de una verdad para la vida como, por lo demás, lo es toda la revelación recogida en el Credo. De modo especial, el Espíritu Santo nos ha sido revelado y dado para que sea luz y guía de vida para nosotros, para toda la Iglesia, para todos los hombres llamados a conocerlo.

2. Hablemos, ante todo, del Espíritu Santo como principio vivificante de la Iglesia.

Hemos visto a su tiempo, a lo largo de las catequesis cristológicas, que Jesús, desde el comienzo de su misión mesiánica, recogió en torno a sí a los discípulos, entre los que eligió a los Doce, llamados Apóstoles, y que entre ellos asignó a Pedro el primado del testimonio y de la representación (cf. Mt 16, 18). Cuando, la víspera de su sacrificio en la cruz, instituyó la Eucaristía, dio a los mismos Apóstoles el mandato y el poder de celebrarla en conmemoración suya (cf. Lc 22, 19; 1 Co 11, 24-25). Tras la resurrección les confirió el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20, 22-23) y el mandato de la evangelización universal (cf. Mc 16, 15).

Podemos decir que todo eso enlaza con el anuncio y la promesa de la venida del Espíritu Santo, que se realiza el día de Pentecostés, como refieren los Hechos de los Apóstoles (2, 1-4).

3. El Concilio Vaticano II nos ofrece algunos textos significativos acerca de la importancia decisiva del día de Pentecostés, que con frecuencia es presentado como el día del nacimiento de la Iglesia ante el mundo. En efecto, leemos en la constitución Dei Verbum que “con el envío del Espíritu Santo de la verdad, (Cristo) lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna” (n. 4). Por tanto, entre Jesucristo y el Espíritu Santo existe un vínculo estrecho en la obra salvífica.

A su vez, la constitución Lumen gentium acerca de la Iglesia dice del Espíritu Santo: “Él es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo” (n. 4). Así, pues, por el poder y la acción del Espíritu, mediante el que resucitó Cristo, resucitarán los que han sido incorporados a Cristo. Es la enseñanza de san Pablo, recogida por el Concilio (cf. Rm 8, 10-11).

El mismo Concilio añade que, al venir sobre los Apóstoles, el Espíritu Santo dio inicio a la Iglesia (cf. Lumen gentium, 19), la cual, en el Nuevo Testamento y especialmente en san Pablo, es descrita como el Cuerpo de Cristo: “El Hijo de Dios, (...) a sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su espíritu” (ib., n. 7: “tamquam corpus suum mystice constituit”).

La tradición cristiana, que recoge este tema paulino de la Ecclesia Corpus Christi, del que ―siempre según el Apóstol― el Espíritu Santo es principio vivificante, llega a decir con una bellísima expresión, que el Espíritu Santo es el “alma” de la Iglesia. Baste aquí citar a san Agustín que, en uno de sus discursos, afirma: “Lo que nuestro espíritu, o sea, nuestra alma es con relación a nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, es decir, para el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia (Sermo 269, 2; PL 38, 1232). También es sugestivo un texto de la Suma Teológica, en la que santo Tomás de Aquino, hablando de Cristo cabeza del cuerpo de la Iglesia, compara al Espíritu Santo con el corazón, porque “invisiblemente vivifica y unifica a la Iglesia”, como el corazón “ejerce un influjo interior en el cuerpo humano” (III, q. 8, a. 1, ad 3).

El Espíritu Santo, “alma de la Iglesia”, “corazón de la Iglesia”: es un dato hermoso de la Tradición, sobre el que conviene investigar.

4. Es evidente que, como explican los teólogos, la expresión “el Espíritu Santo, alma de la Iglesia” se ha de entender de modo analógico, pues no es “forma sustancial” de la Iglesia como lo es el alma para el cuerpo, con el que constituye la única sustancia “hombre”. El Espíritu Santo es el principio vital de la Iglesia, íntimo, pero transcendente. Él es el Dador de vida y de unidad de la Iglesia, en la línea de la causalidad eficiente, es decir, como autor y promotor de la vida divina del Corpus Christi. Lo hace notar el Concilio, según el cual Cristo, “para que nos renováramos incesantemente en él (cf. Ef 4, 23), nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano” (Lumen gentium, 7).

Siguiendo esta analogía, todo el proceso de la formación de la Iglesia, ya en el ámbito de la actividad mesiánica de Cristo en la tierra, se podría comparar con la creación del hombre según el libro del Génesis, y especialmente con la inspiración del “aliento de vida” por el que “resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2, 7). En el texto hebreo, el término usado es nefesh (es decir, ser animado por un soplo vital); pero, en otro pasaje del mismo libro del Génesis, el soplo vital de los seres vivientes es llamado ruah, o sea, “espíritu” (Gn 6, 17). Según esta analogía, se puede considerar al Espíritu Santo como soplo vital de la “nueva creación”, que se hace concreta en la Iglesia.

5. El Concilio nos dice también que “fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18)” (Lumen gentium, 4). Esta es la primera y fundamental forma de vida que el Espíritu Santo, a semejanza del “alma que da la vida”, infunde en la Iglesia: la santidad, según el modelo de Cristo “a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo” (Jn 10, 36). La santidad constituye la identidad profunda de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, vivificado y partícipe de su Espíritu. La santidad da la salud espiritual al Cuerpo. La santidad determina también su belleza espiritual; la belleza que supera toda belleza de la naturaleza y del arte; una belleza sobrenatural, en la que se refleja la belleza de Dios mismo de un modo más esencial y directo que en toda la belleza de la creación, precisamente porque se trata del Corpus Christi. Sobre el tema de la santidad de la Iglesia volveremos aún en una próxima catequesis.

6. El Espíritu Santo es llamado “alma de la Iglesia” también en el sentido que él aporta su luz divina a todo el pensamiento de la Iglesia, que “guía hasta la verdad completa”, según el anuncio de Cristo en el Cenáculo: “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga (...), recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16, 13. 15).

Por consiguiente, bajo la luz del Espíritu Santo se proclama en la Iglesia el anuncio de la verdad revelada y se realiza la profundización de la fe en todos los niveles del Corpus Christi: el de los Apóstoles, el de sus sucesores en el Magisterio, y el del “sentido de la fe” de todos los creyentes, entre los que se encuentran los catequistas, los teólogos y los demás pensadores cristianos. Todo está y debe estar animado por el Espíritu.

7. El Espíritu Santo es también la fuente de todo el dinamismo de la Iglesia, ya se trate del testimonio de Cristo que debe dar ante el mundo, ya de la difusión del mensaje evangélico. En el evangelio de Lucas, Cristo resucitado, cuando anuncia a los Apóstoles el envío del Espíritu Santo, insiste precisamente en este aspecto, diciendo: “Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24, 49). La conexión entre Espíritu Santo y dinamismo es aún más clara en la narración paralela de los Hechos de los Apóstoles, donde Jesús dice: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos...” (Hech 1, 8). Tanto en el evangelio como en los Hechos de los Apóstoles la palabra griega que se usa para decir “fuerza” o “poder” es dynamis: “dinamismo”. Se trata de una energía sobrenatural, que por parte del hombre exige sobre todo la oración. Es otra de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, según el cual el Espíritu Santo “habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo, y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos” (Lumen gentium, 4). El Concilio también en este texto se refiere a san Pablo (cf. Ga 4, 6; Rm 8, 15-16. 26), del que queremos aquí recordar especialmente el paso de la carta a los Romanos donde dice: “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26).

8. Como conclusión de cuanto hemos dicho hasta aquí, leamos otro breve texto del Concilio, según el cual el Espíritu Santo “con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. En efecto, el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: “¡Ven! (cf. Ap 22, 17)” (Lumen gentium, 4). Este texto es un eco de san Ireneo (Adv. Haereses, III, 14, 1: PG 7, 966 B), que nos trasmite la certeza de fe de los Padres más antiguos. Se trata de la misma certeza anunciada por san Pablo, cuando decía que los creyentes han sido emancipados de la esclavitud de la letra “para servir bajo el nuevo régimen del Espíritu” (Rm 7, 6). La Iglesia entera está bajo este régimen y encuentra en el Espíritu Santo la fuente de su continua renovación y de su unidad. Porque más poderosa que todas las debilidades humanas y todos los pecados es la fuerza del Espíritu, que es Amor vivificante y unificante.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, al grupo de sacerdotes latinoamericanos que hacen un curso en el “Centro Internacional de Animación Misionera” de Roma y les aliento a un renovado empeño en la gran tarea de difundir el mensaje cristiano de salvación. Igualmente, saludo a todas las personas procedentes de España y de los demás Países de América Latina, entre las cuales se encuentran un grupo del “Centro educativo Richard von Weizsäcker”, de Bolivia.

A todos imparto con afecto la bendición apostólica.



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