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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 6 de febrero de 1991

 

El Espíritu Santo, principio vivificante del ministerio pastoral en la Iglesia

1. Para la plena realización de la vida de fe, para la preparación de los sacramentos y para la ayuda continua a las personas y a las comunidades en la correspondencia a la gracia conferida a través de estos «medios salvíficos», existe en la Iglesia una estructura de ministerios (es decir, de encargos y órganos de servicio, diaconías), algunos de los cuales son de institución divina. Son, principalmente, los obispos, los presbíteros y los diáconos. Son bien conocidas las palabras que dirige san Pablo a los «presbíteros» de la Iglesia de Éfeso y que nos refieren los Hechos de los Apóstoles: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su Hijo» (Hch 20, 28). En esta recomendación de Pablo se manifiesta el vínculo que existe entre el Espíritu Santo y el servicio o ministerio jerárquico, que se ejerce en la Iglesia. El Espíritu Santo que, obrando continuamente en la Iglesia, la ayuda a perseverar en la verdad de Cristo heredada de los Apóstoles e infunde en sus miembros toda la riqueza de la vida sacramental, es también quien «pone a los obispos», como leemos en los Hechos de los Apóstoles. Ponerlos no quiere decir simplemente nombrarlos o hacerlos nombrar, sino ser, desde el inicio, el principio vital de su ministerio de salvación en la Iglesia. Y lo que se dice de los obispos se puede decir de los demás ministerios subordinados. El Espíritu Santo es el Autor y el Dador de la fuerza divina, espiritual y pastoral, de toda la estructura ministerial, con la que Cristo Señor ha dotado a su Iglesia, edificada sobre los Apóstoles: en ella, como afirma san Pablo en la primera carta a los Corintios, «hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo» (1 Co 12, 5).

2. Los Apóstoles, en toda su obra de evangelización y de gobierno, eran plenamente conscientes de esta verdad, que se refería a ellos en primer lugar. Así, Pedro, dirigiéndose a los fieles esparcidos por diversas regiones del mundo pagano, les recuerda que la predicación evangélica fue realizada «en el Espíritu Santo enviado desde el cielo» (1 P 1, 12). De forma análoga, el apóstol Pablo en diversas ocasiones manifiesta la misma conciencia. Así, en la segunda carta a los Corintios escribe: «Nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu» (2 Co 3, 5-6). Según el Apóstol, el «servicio de la Nueva Alianza» está vivificado por el Espíritu Santo, en virtud del cual tiene lugar el anuncio del Evangelio y toda la obra de santificación, que Pablo fue llamado a desarrollar especialmente entre los pueblos ajenos a Israel. En efecto, él se presenta a sí mismo a los Romanos como alguien que ha recibido la gracia de ser, «para los gentiles, ministro de Cristo Jesús, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable, sanitificada por el Espíritu Santo» (Rm 15, 16).

Pero todo el colegio apostólico sabía que estaba inspirado, mandado y movido por el Espíritu Santo en el servicio a los fieles, tal como se pone de manifiesto en aquella declaración conclusiva del Concilio de los Apóstoles y de sus más estrechos colaboradores -los «presbíteros»- en Jerusalén: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros» (Hch 15, 28).

3. El apóstol Pablo con frecuencia afirma que, con el ministerio que él ejerce en virtud del Espíritu Santo, pretende «mostrar el Espíritu y su poder». En su mensaje no se hallan «el prestigio de la palabra», ni «los persuasivos discursos de la sabiduría» (1 Co 2, 1. 4) porque, como Apóstol, él habla «no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales» (1 Co 2, 13). Y aquí hace él esa distinción tan significativa entre «el hombre natural», que no capta «las cosas del Espíritu de Dios» y «el hombre espiritual», que «lo juzga todo» (1 Co 2, 14. 15) a la luz de la verdad revelada por Dios. El Apóstol puede escribir de sí mismo - como de los demás anunciadores de la palabra de Cristo - que Dios les reveló las cosas referentes a los divinos misterios «por medio del Espíritu, y el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1 Co 2, 10).

4. Pero a la conciencia del poder del Espíritu Santo, que está presente y actúa en su ministerio, corresponde en san Pablo la concepción de su apostolado como servicio. Recordemos aquella hermosa síntesis de todo su ministerio: «No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4, 5). Estas palabras, reveladoras del pensamiento y la intención que Pablo lleva en su corazón, son decisivas para el planteamiento de todo ministerio de la Iglesia y en la Iglesia a lo largo de los siglos, y constituyen la clave esencial para entenderlo de modo evangélico. Son la base de la misma espiritualidad que debe florecer en los sucesores de los Apóstoles y en sus colaboradores: servicio humilde de amor, aún teniendo presente lo que el mismo apóstol Pablo afirma en la primera carta a los Tesalonicenses: «Os fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión» (1 Ts 1, 5). Podríamos decir que son como las dos coordenadas que permiten situar el ministerio de la Iglesia: el espíritu de servicio y la conciencia del poder del Espíritu Santo, que actúa en la Iglesia. Humildad de servicio y fuerza de espíritu, que deriva de la convicción personal de que el Espíritu Santo nos asiste y sostiene en el ministerio, si somos dóciles y fieles a su acción en la Iglesia.

5. Pablo estaba convencido de que su acción derivaba de esa fuente transcendente. Y no vacilaba en escribir a los Romanos: «Tengo, pues, de qué gloriarme en Cristo Jesús en lo referente al servicio de Dios. Pues no me atreveré a hablar de cosa alguna que Cristo no haya realizado por medio de mí para conseguir la obediencia de los gentiles, de palabra y de obra, en virtud de señales y prodigios, en virtud del Espíritu de Dios...» (Rm 15, 17-19).

Y en otra ocasión, tras haber dicho a los Tesalonicenses, como ya aludimos: «Os fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión. Sabéis cómo nos portamos entre vosotros en atención a vosotros», Pablo cree que puede darles este hermoso testimonio: «Por vuestra parte, os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones. De esta manera os habéis convertido en modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya...» (1 Ts 1, 6-7). Es la perspectiva más espléndida y debe ser el propósito más comprometedor de todos los que han sido llamados a ejercer los ministerios en la Iglesia: ser, como Pablo, no sólo anunciadores, sino también testigos de fe y modelos de vida, y tender a lograr que también los fieles lo sean los unos para los otros en el ámbito de la misma Iglesia y entre las diversas Iglesias particulares.

6. Ésta es la verdadera gloria del ministerio que, según el mandato de Jesús a los Apóstoles, debe servir para predicar «la conversión para el perdón» (Lc 24, 47). Sí, es un ministerio de humildad, pero también de gloria. Todos los que están llamados a ejercerlo en la Iglesia pueden hacer suyas dos expresiones de los sentimientos de Pablo. En primer lugar: «Todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo (...). Somos, pues, emabajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Co 5, 18-20). El segundo texto es aquel en que Pablo, considerando el «ministerio de la Nueva Alianza» como un «ministerio del Espíritu» (2 Co 3, 6) y, comparándolo con el que ejerció Moisés en el Sinaí como mediador de la Antigua Ley (cf. Ex 24, 12), observa: si aquel «resultó glorioso hasta el punto de no poder los hijos de Israel fijar su vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, aunque pasajera, «¡cuánto más glorioso no será el ministerio del Espíritu!». Refleja en sí «la gloria sobreeminente» de la Nueva Alianza (2 Co 3, 7-10).

Es la gloria de la reconciliación que tuvo lugar en Cristo. Es la gloria del servicio prestado a los hermanos con la predicación del mensaje de la salvación. Es la gloria de no habernos predicado a nosotros mismos, «sino a Cristo Jesús como Señor» (2 Co 4, 5). Repitámoslo siempre: ¡es la gloria de la cruz!.

7. La Iglesia ha heredado de los Apóstoles la conciencia de la presencia y de la asistencia del Espíritu Santo. Lo atestigua el Concilio Vaticano II, cuando escribe en la constitución Lumen gentium: «El Espíritu Santo habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Co 3, 16; 6, 19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Ga 4, 6; Rm 8, 15-16. 26). Guía a la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y la gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos, y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1 Co 12, 4; Ga 5, 22)» (Lumen gentium, 4).

De esta íntima conciencia deriva el sentido de paz que los pastores de la grey de Cristo conservan también en las horas en que se desencadena sobre el mundo y sobre la Iglesia la tempestad. Ellos saben que, por encima de sus límites y de su incapacidad, pueden contar con el Espíritu Santo, que es el alma de la Iglesia y el guía de la historia.


Saludos

Me complace saludar ahora a los peregrinos de lengua española venidos de España y de América Latina.

De modo particular saludo a los miembros de la Congregación de la Asunción y San Fructuoso, de los Ingenieros del Instituto Católico de Artes e Industrias (ICAI), que forma parte de la Universidad Pontificia de Comillas en Madrid. Asimismo saludo con afecto a los estudiantes de la escuela italiana “Vittorio Montiglio” de Santiago de Chile, y a los alumnos del colegio inglés “Saint John’s” de la misma ciudad. Al agradecer a todos vuestra presencia aquí, os aliento a dar testimonio de vuestra identidad cristiana en el propio ambiente. Al mismo tiempo os invito a uniros a la plegaria de toda la Iglesia para que el Señor conceda el ansiado don de la paz entre todas las naciones.

A todos os imparto de corazón la bendición apostólica.



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