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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 1 de mayo de 1991

 

1. En este mes de mayo se celebra el centésimo aniversario de la publicación de la encíclica Rerum novarum. Como sabéis, he querido dedicar a esta celebración un documento, una nueva encíclica ―que se hará pública mañana― para indicar, sacando siempre del tesoro de la tradición y de la vida de la Iglesia, algunas orientaciones y perspectivas que respondan a las cuestiones sociales cada vez más graves, tal como se presentan en nuestro tiempo. La Iglesia, en efecto, mira hacia el pasado no para eludir los desafíos del presente, sino para sacar de los valores consolidados y de la meditación de lo que el Espíritu ha obrado y obra en ella, nuevo vigor y nueva confianza para la acción que debe continuar hoy entre los hombres. La Iglesia afronta los desafíos de este tiempo, tan diverso del de León XIII, pero lo hace con el mismo espíritu: lo hace según el Espíritu de Dios, al que mi predecesor obedeció tratando de responder a las esperanzas y a las expectativas de su tiempo. Lo mismo trato de hacer también yo en orden a la esperanza y a las expectativas de este tiempo.

2. Un acontecimiento parece dominar el difícil momento en el que vivimos: el comienzo del fin de un ciclo en la historia de Europa y del mundo.

El sistema marxista ha fracasado y eso ha sucedido precisamente por los motivos que la Rerum novarum aguda y, casi proféticamente, ya había señalado. En este fracaso de un poder ideológico y económico, que parecía destinado a prevalecer, e incluso a extirpar el sentido religioso en las conciencias de los hombres, la Iglesia ve ―más allá de todas las causas sociológicas y políticas― la intervención de la Providencia de Dios, la única que guía y gobierna la historia.

Con todo, esa liberación de muchos pueblos, de Iglesias insignes y de las personas no debe transformarse en una satisfacción inoportuna y en un sentido de triunfalismo injustificado.

Aquel sistema, al menos en parte, está superado; pero en diversas zonas del mundo continúa dominando la pobreza más extrema, poblaciones enteras se encuentran privadas de los derechos más elementales y no disponen de los medios necesarios para satisfacer las necesidades humanas fundamentales. Incluso en los países más ricos se advierten a menudo una especie de extravío existencial, una incapacidad de vivir y de gozar rectamente el sentido de la vida, aun en medio de la abundancia de bienes materiales, una alienación y pérdida de la propia humanidad en muchas personas, que se sienten reducidas al papel de engranajes en el mecanismo de la producción y del consumo y no encuentran el modo de afirmar la propia dignidad de hombres, creados a imagen y semejanza de Dios.

Se ha acabado, sí, un sistema; pero los problemas y las situaciones de injusticia y de sufrimiento humano, de las que se alimentaba, no están, por desgracia, superados. Caída una respuesta insuficiente, el interrogante al que se había dado esa respuesta sigue siendo actual y urgente.

Con la nueva encíclica, la Iglesia no se limita a volver a presentar este interrogante a la conciencia de la humanidad entera; además, ofrece una propuesta para soluciones adecuadas. Se trata del interrogante renovado sobre la justicia social, sobre la solidaridad entre los trabajadores, sobre la dignidad de la persona humana; se trata de no resignarse a la explotación y a la pobreza, de no renunciar jamás a la dimensión trascendente del hombre, que quiere y debe poner también su trabajo en el centro de la construcción de la sociedad.

3. La doctrina social de la Iglesia ha reconocido siempre el derecho del individuo a la propiedad privada de los medios de producción y en tal derecho ha visto una protección de la libertad frente a cualquier posible opresión. Además, la división de la propiedad en manos de muchos hace que cada uno, para satisfacer sus necesidades, deba contar con la cooperación de los demás; el indispensable intercambio social se regula mediante contratos en los que la voluntad libre del hombre se encuentra con la del otro. A diferencia de una economía de mando, burocratizada y centralizada, la economía libre y socialmente inspirada presupone sujetos verdaderamente libres, que asumen sus propias responsabilidades, respetan lealmente los compromisos contraídos con sus colaboradores y siempre tienen en cuenta el bien común.

Es justo, por tanto, reconocer el valor ético de la libertad de mercado y, en su interior, el valor ético del empresariado, de la capacidad de "organizar el encuentro" entre las necesidades de los consumidores y los recursos que sirven para satisfacerlos mediante una contratación libre. Sobre este punto León XIII, oponiéndose a las doctrinas colectivistas, reivindicó los derechos a la iniciativa individual en el marco del servicio que hay que brindar a la sociedad.

4. La Iglesia católica, sin embargo, ha rechazado siempre y aún hoy rechaza hacer del mercado el regulador supremo, y casi el modelo o la síntesis de la vida social.

Existe algo que se debe al hombre porque es hombre, a causa de su dignidad y semejanza con Dios, independientemente de su presencia o no en el mercado, de lo que posee y, por tanto, de lo que puede vender y de los medios de adquisición de que dispone. Este algo no debe descuidarse, sino que exige más bien respeto y solidaridad, expresión social del amor, que es el único comportamiento adecuado en relación con la persona. Existen necesidades humanas que no tienen acceso al mercado a causa de impedimentos naturales y sociales, pero que deben satisfacerse igualmente.

Es, en efecto, deber de la comunidad nacional e internacional ofrecer una respuesta a estas necesidades o prestando una ayuda directa, por ejemplo cuando un impedimento sea insuperable, o creando las vías para un acceso correcto al mercado, al mundo de la producción y del consumo, cuando esto sea posible.

La libertad económica es un aspecto de la libertad humana que no se puede separar de los demás aspectos, y debe contribuir a la realización plena de las personas con el fin de constituir una auténtica comunidad humana.

5. Es indudable que, junto con la propiedad privada, se debe afirmar el destino universal de los bienes de la tierra. Sus propietarios deben recordar siempre ese destino; de este modo, dichos bienes garantizan su libertad y sirven para tutelar y desarrollar también la de los demás. Por el contrario, cuando los sustrae a esta función complementaria y esencial, los sustrae en consecuencia al bien común, traicionando el fin para el que se le han confiado. Ninguna economía libre puede funcionar por mucho tiempo, ni puede responder a las condiciones de una vida humanamente más digna, si no está enmarcada en sólidas estructuras jurídicas y políticas y, sobre todo, si no está apoyada y "vivificada", por una fuerte conciencia ética y religiosa.

Este planteamiento, ideal y real a la vez, tiene sus raíces en la misma naturaleza humana. El hombre, en efecto, es un ser que "no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás" (Gaudium et spes, 24). Es un sujeto único e irrepetible, que jamás puede ser absorbido por una masa humana indiferenciada y, sin embargo, cumple plenamente su destino cuando sabe trascender su limitado interés individual y asociarse con múltiples vínculos a los demás seres humanos. Así nace la familia, así nace la sociedad.

También el trabajo, por su estructura intrínseca, valora al mismo tiempo la autonomía de la persona y la necesidad de asociarse al trabajo de los demás. El hombre trabaja junto con los demás; mediante el trabajo entra en relación con ellos: relación que puede ser de oposición, de competencia o de opresión, pero también de cooperación y de pertenencia a una comunidad solidaria.

El hombre, además, no sólo trabaja para sí mismo; trabaja también para los demás, comenzando por su propia familia y siguiendo hasta la comunidad local, la nación y toda la humanidad. El trabajo debe servir a estas realidades: también con el trabajo se expresa el don libre y fecundo de si mismo. Reafirmando, por tanto, la conexión estrecha entre propiedad individual y destino universal de los bienes, la doctrina social de la Iglesia no hace otra cosa que colocar la actividad económica en el marco más elevado y más amplio de la vocación general del hombre.

6. La historia ha conocido siempre nuevos intentos de construir una sociedad mejor y más justa, en el signo de la unidad, de la comprensión y de la solidaridad. Muchos de estos intentos han fracasado; otros, incluso, se han vuelto contra el mismo hombre.

La naturaleza humana, que se orienta hacia la sociabilidad, parece revelar al mismo tiempo signos de división, de prevaricación y de odio. Pero, precisamente por ello, Dios, Padre de todos, envió al mundo a su Hijo unigénito, Jesucristo, para superar estos peligros siempre amenazantes y para cambiar, mediante el don de su gracia, el corazón y la mente del hombre.

Queridos hermanos y hermanas, para construir una sociedad más justa y más digna del hombre, es necesario un gran empeño en el ámbito político, económico-social y cultural. ¡Pero esto no basta! El empeño decisivo tiene que dirigirse al corazón mismo del hombre, a la intimidad de su conciencia, en la que toma sus decisiones. Sólo en este nivel el hombre puede obrar un cambio verdadero, profundo y positivo de sí mismo; ésta es la premisa irrenunciable para contribuir al cambio y a la mejora de toda la sociedad.

Oremos a la Madre de Dios y Madre nuestra en este mes dedicado a ella, para que sostenga nuestros esfuerzos personales y nuestro empeño solidario, y para que nos ayude a construir en el mundo estructuras más justas y fraternas para una nueva civilización. La civilización de la solidaridad y del amor.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos Países de América Latina y de España.

En particular, a la peregrinación de las Comunidades Neocatecumenales de Valladolid y Barcelona, que hacen en Roma su profesión de fe ante la tumba del Apóstol san Pedro.

Igualmente, mi afectuosa bienvenida a los integrantes del Club Rotario de Manresa y a los representantes del Colegio de Abogados de Ávila.

A todos imparto de corazón la bendición apostólica.



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