Index   Back Top Print

[ ES  - IT ]

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 11 de septiembre de 1991

 

La obra de Cristo en la fundación de la Iglesia

(Lectura:
evangelio de san Marcos, capítulo 3, versículos 13-15 )

1. Concebida y querida en el designio eterno del Padre como reino de Dios y de su Hijo, el Verbo encarnado Jesucristo, la Iglesia se encarna en el mundo como hecho histórico y, aunque está llena de misterio y ha estado acompañada por milagros en su origen y, se podría decir, a lo largo de toda su historia, pertenece también al ámbito de los hechos verificables, experimentables y documentables.

En esta perspectiva, la Iglesia comienza con el grupo de doce discípulos a los que Jesús mismo elige entre la multitud de sus seguidores (cf. Mc 3, 13-19; Jn 6, 70; Hch 1, 2) y que reciben el nombre de Apóstoles (cf. Mt 10, 1-5; Lc 6, 13). Jesús los llama, los forma de modo completamente peculiar y, en fin, los envía al mundo como testigos y anunciadores de su mensaje, de su pasión y muerte, y de su resurrección. Los Doce son, desde este punto de vista, los fundadores de la Iglesia como reino de Dios que, sin embargo, tiene siempre su fundamento (cf. 1 Co 3, 11; Ef 2, 20) en él, en Cristo.

Después de la Ascensión, un grupo de discípulos se encuentra reunido en torno a los Apóstoles y a María en espera del Espíritu Santo que Jesús había prometido. En verdad, ante la «promesa del Padre» que Jesús les formula una vez más estando a la mesa con ellos ―promesa que se refería a un «bautismo en el Espíritu Santo» (Hch 1, 4-5)―, preguntan al Maestro resucitado: «¿Es en este momento cuando vas a restablecer el reino de Israel?» (Hch 1, 6). Evidentemente, su mentalidad estaba influida todavía por de la esperanza de un reino mesiánico, que consistiría en la restauración temporal del reino davídico (cf. Mc 11, 10; Lc 1, 32-33) esperada por Israel. Jesús los había disuadido de esta expectativa y había reafirmado la promesa: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).

2. El día de Pentecostés, que de primitiva fiesta de la cosecha (cf. Ex 23, 16) se había convertido para Israel en fiesta de la renovación de la Alianza (cf. 2 Cro 15, 10. 13), la promesa de Cristo se cumple del modo que ya conocemos. Bajo la acción del Espíritu Santo, el grupo de los Apóstoles y los discípulos se consolida y alrededor de ellos se reúnen los primeros convertidos por el anuncio de los Apóstoles y, especialmente, de Pedro. Así inicia el crecimiento de la primera comunidad cristiana (cf. Hch 2, 41) y se constituye la Iglesia de Jerusalén (cf. Hch 2, 42-47), que muy pronto se ensancha y se extiende también a otras ciudades, regiones y naciones ―¡hasta Roma!―, ya sea en virtud de su propio dinamismo interno impreso por el Espíritu Santo, ya porque las circunstancias obligan a los cristianos a huir de Jerusalén y de Judea y a dispersarse por diversas localidades, y también a causa del ardor con el que, principalmente los Apóstoles, pretenden poner por obra el mandato de Cristo sobre la evangelización universal.

Éste es el acontecimiento histórico de los orígenes, descrito por Lucas en los Hechos de los Apóstoles y confirmado por los demás textos cristianos y no cristianos que documentan la difusión del cristianismo y la existencia de las distintas Iglesias en toda la zona del Mediterráneo ―y más allá―, a lo largo de los últimos decenios del primer siglo.

3. En el contexto histórico de este hecho está contenido el elemento misterioso de la Iglesia, al que se refiere el Concilio Vaticano II cuando escribe que «Cristo, en cumplimiento de voluntad del Padre inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención. La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en misterio, por poder de Dios crece visiblemente en el mundo» (Lumen gentium, 3). Estas palabras son la síntesis de la catequesis anterior sobre el comienzo del reino de Dios en la tierra, en Cristo y por Cristo y, a la vez, indican que la Iglesia está llamada por Cristo a la existencia, a fin de que este reino perdure y se desarrolle en ella y por ella en el curso de la historia del hombre en la tierra.

Jesucristo, que desde el principio de su misión mesiánica proclamaba la conversión y llamada a la fe: «convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 15), confió a los Apóstoles y a la Iglesia la tarea de congregar a los hombres en la unidad de esta fe, invitándolos a entrar en la comunidad de fe fundada por él.

4. La comunidad de fe es paralelamente una comunidad de salvación. Jesús había repetido muchas veces: «El hijo del hombre ha venido a buscar y salvarlo que estaba perdido» (Lc 19, 10). Sabía y declaraba desde el comienzo que su misión era la de «anunciar a los pobres la Buena Nueva, proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos» (cf. Lc 4, 18). Sabía y declaraba que el Padre lo había enviado como salvador (cf. Jn 3, 17; 12, 47). De aquí derivaba su solicitud particular hacia los pobres y los pecadores.

En consecuencia, también su Iglesia debía surgir y desarrollarse como una comunidad de salvación. Lo subraya el Concilio Vaticano II en el decreto Ad gentes: «Lo que ha sido predicado una vez por el Señor, o lo que en él se ha obrado para salvación del género humano, debe ser proclamado y difundido hasta los últimos confines de la tierra, comenzando por Jerusalén, de suerte que lo que una vez se obró para todos en orden a la salvación alcance su efecto en todos en el curso de los tiempos» (n. 3). De esta exigencia de expansión, manifestada por el evangelio y por los Hechos de los Apóstoles, se originan la misión y las misiones de la Iglesia en el mundo entero.

5. Los Hechos de los Apóstoles nos atestiguan que en la Iglesia primitiva .la comunidad de Jerusalén. la vida de oración era sumamente intensa y que los cristianos se reunían para la «fracción del pan» (Hch 2, 42 ss.). Esta expresión tenía, en el lenguaje cristiano, el significado de un rito eucarístico inicial (cf. 1 Co 10, 16; 11, 24; Lc 22, 19; etc.).

En efecto, Jesús había querido que su Iglesia fuera la comunidad del culto a Dios en espíritu y en verdad. Éste era el significado nuevo del culto que él había enseñado: «Llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que lo adoren» (Jn 4, 25). Lo dijo Jesús durante su conversación con la samaritana. Pero ese culto en espíritu y en verdad no excluía el aspecto visible; no excluía, por tanto, los signos y los ritos litúrgicos, para los que los primeros cristianos se reunían tanto en el templo (cf. Hch 2, 46) como en casas particulares (cf. Hch 2, 46; 12, 12). Hablando con Nicodemo, Jesús mismo había aludido al rito bautismal: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3, 5). Era el primer sacramento de la comunidad nueva, en el que se realizaba el renacimiento por obra del Espíritu Santo y la entrada en el reino de Dios, significada por el rito visible del lavado con el agua (cf. Hch 2, 38. 41).

6. El momento culminante del nuevo culto ―en espíritu y en verdad― era la Eucaristía. La institución de este sacramento había sido el punto clave en la formación de la Iglesia. Relacionándola con el banquete pascual de Israel, Jesús la había concebido y realizado como un convite, en el que él mismo se entregaba bajo las especies de comida y bebida: pan y vino, signos de participación de su vida divina .vida eterna. con los invitados al banquete. San Pablo expresa bien el aspecto eclesial de tal participación en la Eucaristía, cuando escribe a los Corintios: «Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque, aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Co 10, 16-17).

Desde sus orígenes, la Iglesia comprendió que la institución del sacramento, que tuvo lugar durante la Ultima Cena, significaba la introducción de los cristianos en el corazón mismo del reino de Dios, que Cristo mediante su encarnación redentora había iniciado y constituido en la historia del hombre. Los cristianos sabían desde el principio que este reino perdura en la Iglesia, especialmente a través de la Eucaristía. Y ésta ―como sacramento de la Iglesia― era y es también la expresión culminante de ese culto en espíritu y en verdad, al que Jesús había aludido durante su conversación con la samaritana. Al mismo tiempo, la Eucaristía-sacramento era y es un rito que Jesús instituyó para que fuera celebrado por la Iglesia. En realidad, había dicho en la Ultima Cena: «Haced esto en conmemoración mía» (Lc 22, 19; cf. 1 Co 11, 24-25).Son palabras pronunciadas en vísperas de su pasión y muerte en la cruz, en el marco de un discurso a los Apóstoles con el que Jesús los instruía y preparaba para su propio sacrificio. Ellos las comprendieron en este sentido. La Iglesia tomó de esas palabras la doctrina y la práctica de la Eucaristía como renovación incruenta del sacrificio de la cruz. Santo Tomás de Aquino expresó este aspecto fundamental del sacramento eucarístico en la famosa antífona: O Sacrum Convivium, in quo Christus sumitur, recolitur memoria passionis eius; y añadió lo que la Eucaristía produce en los participantes en el banquete, según el anuncio de Jesús sobre la vida eterna: mens impletur gratia, et futurae gloriae nobis pignus datur...

7. El Concilio Vaticano II resume así la doctrina de la Iglesia acerca de este punto: «La obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado (1 Co 5, 7). Y, al mismo tiempo, la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico (cf. 1 Co 10, 17)» (Lumen gentium, 3).

Según el Concilio, la Ultima Cena es el momento en que Cristo, anticipando su muerte en la cruz y su resurrección, da comienzo a la Iglesia: la Iglesia es engendrada junto con la Eucaristía, en cuanto que está llamada «a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos» (Lumen gentium, 3). Cristo es luz del mundo sobre todo en su sacrificio redentor. Es entonces cuando realiza plena mente las palabras que dijo un día: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45; Mt 20, 28). Cumple entonces el designio eterno del Padre, según el cual Cristo «iba a morir ( ) para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 51-52). Por ello, en el sacrificio de la cruz Cristo es el centro de la unidad de la Iglesia, como había predicho: «Y cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). En el sacrificio de la cruz renovado en el altar, Cristo sigue siendo el perenne centro generador de la Iglesia, en la que los hombres están llamados a participar en su vida divina para alcanzar un día la participación en su gloria eterna. Et futurae gloriae nobis pignus datur.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo con particular afecto a los peregrinos y visitantes de lengua española, procedentes de España y de América Latina.

De modo particular dirijo mi saludo al grupo de peregrinos de la Basílica de Maipú (Chile), que peregrinan a Tierra Santa con una imagen de la Virgen del Carmen su Patrona; sed portadores de mis deseos de paz y reconciliación entre todos los pueblos de la tierra.

También me es grato saludar al grupo de peregrinos de la arquidiócesis de Monterrey (México), así como a los peregrinos procedentes de Málaga, San Sebastián, Pamplona y de otros puntos de España. Os aliento a que seáis miembros vivos y comprometidos en vuestras respectivas diócesis y parroquias, siendo constructores del Reino de Dios.

A todos os bendigo de corazón.



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana