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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 13 de noviembre de 1991

 

La Iglesia, pueblo universal

(Lectura:
Hechos de los Apóstoles, capítulo 13, versículos 44-47)

1. La Iglesia es el pueblo de Dios de la nueva Alianza, como he nos visto en la catequesis anterior. Este pueblo de Dios tiene una dimensión universal: es el tema de la catequesis de hoy. Según la doctrina del concilio Vaticano II, «el pueblo mesiánico, aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo (firmissimum germen) de unidad, de esperanza y de salvación» (Lumen gentium, 9). Esa universalidad de la Iglesia como pueblo de Dios está en íntima relación con la verdad revelada sobre Dios como Creador de todo lo que existe, Redentor de todos los hombres y Autor de santidad y de vida en todos con el poder del Espíritu Santo.

2. Sabemos que la antigua Alianza fue establecida con un solo pueblo elegido por Dios, Israel. Sin embargo, ya en el Antiguo Testamento se hallan textos que anuncian la futura universalidad. Esta universalidad aparece insinuada en la promesa hecha por Dios a Abraham: «Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gn 12, 3), promesa renovada en otras ocasiones y extendida a «los pueblos todos de la tierra» (Gn 18, 8). Otros textos precisan que esta bendición universal sería comunicada por medio de la descendencia de Abraham (Gn 22, 18), de Isaac (Gn 6, 4) y de Jacob (Gn 28, 14). La misma perspectiva, con otros términos, aparece en los profetas, y en especial en el libro de Isaías: «Sucederá en días futuros que el monte de la casa de Yahveh será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán: "Venid, subamos al monte de Yahveh, a la casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos"... Él juzgará entre las gentes, será árbitro de pueblos numerosos» (Is 2, 2-4). «El Señor de los ejércitos hará a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos... Consumirá en este monte el velo que cubre a todos los pueblos y la cobertura que cubre a todas las gentes» (Is 25, 6-7). Del Deutero-Isaías provienen las predicciones referentes al «Siervo de Yahveh»: Yo, Yahveh,... te formé y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes» (Is 42, 6). Es también significativo el libro de Jonás, cuando describe la misión del profeta en Nínive, fuera del ámbito de Israel (cf. Jon 4, 10. 11).

Estos y otros pasajes nos dan a entender que el pueblo elegido de la Antigua Alianza era una prefiguración y una preparación del futuro pueblo de Dios, que tendría una dimensión universal. Por esto, después de la resurrección de Cristo, la «Buena Nueva» fue anunciada sobre todo a Israel (Hch 2, 36; 4, 10).

3. Jesucristo fue el fundador del pueblo nuevo. El anciano Simeón había descubierto ya en Jesús niño la «luz de las gentes», anunciada en la profecía de Isaías que hemos citado (Is 42, 6). Fue él quien abrió el camino de los pueblos a la universalidad del nuevo pueblo de Dios, como escribe san Pablo: «Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad» (Ef 2, 14). Por eso, «ya no hay judío ni griego..., ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28). El apóstol Pablo fue el principal heraldo del alcance universal del nuevo pueblo de Dios. Especialmente de su enseñanza y de su acción, que derivaba de Jesús mismo, pasó a la Iglesia la firme convicción acerca de la verdad según la cual en Jesucristo todos han sido elegidos, sin ninguna distinción de nación, lengua o cultura. Como dice el concilio Vaticano II, «el pueblo mesiánico», que nace del Evangelio y de la redención mediante la cruz, es un firmissimum germen («germen segurísimo») de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano (cf. Lumen gentium, 9).

La afirmación de esta universalidad del pueblo de Dios en la nueva Alianza se encuentra, para iluminarla desde lo alto, con las aspiraciones y los esfuerzos con que los pueblos, especialmente en nuestros días, buscan la unidad y la paz, obrando sobre todo en el ámbito de la vida internacional y de su organización vital. La Iglesia no puede menos de sentirse involucrada en ese movimiento histórico, en virtud de su misma vocación y misión originaria.

4. El Concilio prosigue asegurando que Cristo instituyó el pueblo mesiánico -la Iglesia- para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, y «se sirve también de él como instrumento de la redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra» (cf. Lumen gentium, 9). Esta apertura a todo el mundo, a todos los pueblos, a todo lo humano, pertenece a la constitución misma de la Iglesia, brota de la universalidad de la redención obrada en la cruz y en la resurrección de Cristo (cf. Mt 28, 19; Mc 16, 15) y encuentra su consagración el día de Pentecostés, a través de la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y sobre la comunidad de Jerusalén, primer núcleo de la Iglesia. Desde aquellos días, la Iglesia tiene conciencia de la llamada universal de los hombres a formar parte del pueblo de la nueva Alianza.

5. Dios ha convocado a formar parte de su pueblo a toda la comunidad de los que miran con fe a Jesús, autor de la salvación y fuente de paz y de unidad. Esta «comunidad convocada» es la Iglesia, instituida «a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera. Debiendo difundirse en todo el mundo, entra, por consiguiente, en la historia de la humanidad, si bien transciende a los tiempos y las fronteras de los pueblos» (Lumen gentium, 9). Es la enseñanza del Concilio, que prosigue: «Así como al pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia (cf. 2 Esd 13, 1; Nm 20, 4; Dt 23, 1 ss), así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne (cf. Hb 13, 14), también es designado como Iglesia de Cristo (cf. Mt 16, 18), porque fue Él quien la adquirió con su sangre (cf. Hch 20, 28), la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de unión visible y social» (Lumen gentium, 9).

La universalidad de la Iglesia responde, por tanto, al designio trascendente de Dios, que obra en la historia humana en virtud de la misericordia «que quiere que todos los hombres se salven» (1 Tm 2, 4).

6. Esta voluntad salvífica de Dios Padre es la razón y el objetivo de la acción que la Iglesia lleva a cabo desde el principio para responder a su vocación de pueblo mesiánico de la nueva Alianza, con un dinamismo abierto a la universalidad, como Jesús mismo indica en el mandato y en la garantía que da a Pablo de Tarso, el Apóstol de los gentiles: «Yo te libraré de tu pueblo y de los gentiles, a los cuales yo te envío, para que les abras los ojos; para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios; y para que reciban el perdón de los pecados y una parte en la herencia entre los santificados, mediante la fe en mí» (Hch 26, 17-18).

7. La nueva Alianza, a la que está llamada la humanidad, es también una alianza eterna (cf. Hb 13, 20), y por eso el pueblo mesiánico está marcado con una vocación escatológica. Es lo que nos asegura de modo especial el último libro del Nuevo Testamento, el Apocalipsis, que pone de relieve el carácter universal de una Iglesia extendida en el tiempo y, más allá del tiempo, en la eternidad. En la gran visión celeste, que sigue en el Apocalipsis a las cartas dirigidas a las siete Iglesias, el Cordero es alabado solemnemente porque ha sido inmolado y ha rescatado para Dios con su sangre «hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación» y ha hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes (cf. Ap 5, 9-10). En una visión sucesiva, Juan ve «una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono (de Dios) y del Cordero» (Ap 7, 9), Iglesia de la tierra e Iglesia del cielo, Iglesia de los Apóstoles y de sus sucesores, Iglesia de los bienaventurados, Iglesia de los hijos de Dios en el tiempo y en la eternidad: es la única realidad del pueblo mesiánico, que se extiende más allá de todos los límites de espacio y de toda época histórica, según el plan divino de la salvación, que se refleja en la catolicidad.



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