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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 11 de noviembre de 1992

 

Los obispos, administradores de la gracia del supremo sacerdocio

(Lectura:
1ra. carta de san Pablo a los Corintios, capítulo 4, versículos 1-4)

1. Hablando de las funciones del obispo, el concilio Vaticano II atribuye al obispo mismo un hermoso título, tomado de la oración de consagración episcopal en el rito bizantino: «El obispo, por estar revestido de la plenitud del sacramento del orden, es «el administrador de la gracia del supremo sacerdocio» (Lumen gentium, 26). Ese es el tema que desarrollaremos en la catequesis de hoy. Está relacionado con el de la catequesis anterior acerca de los «obispos, heraldos de la fe». En efecto, el servicio del anuncio del Evangelio está ordenado al servicio de la gracia de los santos sacramentos de la Iglesia. Como ministro de la gracia, el obispo actúa en los sacramentos el munus sanctificandi, al que se orienta el munus docendi, que realiza en medio del pueblo de Dios que se le ha confiado.

2. En el centro de este servicio sacramental del obispo se encuentra la Eucaristía, «que él mismo celebra o procura que sea celebrada» (Lumen gentium, 26). Enseña el Concilio: «Toda legítima celebración de la Eucaristía es dirigida por el obispo, a quien ha sido confiado el oficio de ofrecer a la divina Majestad el culto de la religión cristiana y de reglamento en conformidad con los preceptos del Señor y las leyes de la Iglesia, precisadas más concretamente para su diócesis según su criterio» (Lumen gentium, 26).

Así, el obispo aparece a los ojos de su pueblo sobre todo como el hombre del culto nuevo y eterno a Dios, instituido por Jesucristo con el sacrificio de su cruz y de la última cena; como el sacerdos et pontifex, del que se traduce la figura misma de Cristo, el principal agente del sacrificio eucarístico, que el obispo, y con él el presbítero, realiza in persona Christi (cf. santo Tomás, Summa Theologiae III, q. 78, a. 1; q. 82, a. 1); y como el jerarca, que se ocupa de realizar los sagrados misterios del altar, que anuncia y explica con su predicación (cf. Dionisio Pseudo. areopagita, De Ecclesiastica hierarchia, p. III, 7; PG 3, 513; santo Tomás, Summa Theologiae II-II, q., 184, a. 5).

3. En su función de administrador de los misterios sagrados, el obispo es el constructor de la Iglesia como comunión en Cristo, pues la Eucaristía es el principio esencial de la vida, no sólo de los simples fieles, sino también de la misma comunidad en Cristo. Los fieles, reunidos mediante la predicación del evangelio de Cristo, forman comunidades en las que está realmente presente la Iglesia de Cristo, porque encuentran y demuestran su plena unidad en la celebración del sacrificio eucarístico. Leemos en el Concilio: «En toda comunidad de altar, bajo el sagrado ministerio del obispo, se manifiesta el símbolo de aquella caridad y "unidad del Cuerpo místico, sin la cual no puede haber salvación" (cf. santo Tomás, Summa Theologiae, III, q. 73, a. 3). En estas comunidades, aunque con frecuencia sean pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, está presente Cristo, por cuya virtud se congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica, pues "la participación del cuerpo y sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos" (san León Magno, Serm. 63, 7; PL 54, 357 c)» (Lumen gentium, 26).

4. De ahí se sigue que, entre las tareas fundamentales del obispo, se encuentra la de proveer a la celebración eucarística en las diversas comunidades de su diócesis, según las posibilidades de los tiempos y lugares, recordando la afirmación de Jesús: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6, 53).

Son de todos conocidas las dificultades que se encuentran en muchos territorios, tanto de las nuevas como de las antiguas Iglesias cristianas, para satisfacer esta necesidad, por falta de sacerdotes y por otras razones. Pero eso hace que el obispo, que conoce su propia tarea de organizar el culto de la diócesis, esté aún más atento al problema de las vocaciones y de la sabia distribución del clero de que dispone. Es necesario lograr que el mayor número posible de fieles tenga acceso al cuerpo y a la sangre de Cristo en la celebración eucarística, que culmina en la comunión. Corresponde al obispo preocuparse también de los enfermos o minusválidos, que sólo pueden recibirla Eucaristía en su domicilio o donde se encuentran reunidos para su curación. Entre todas las exigencias del ministerio pastoral, el compromiso de la celebración y de lo que pudiéramos llamar el apostolado de la Eucaristía es el más urgente e importante.

5. Lo que acabamos de decir con respecto a la santísima Eucaristía se puede repetir refiriéndonos al conjunto del servicio sacramental y de la vida sacramental de la diócesis. Como leemos en la constitución Lumen gentium: los obispos «disponen la administración del bautismo, por medio del cual se concede la participación en el sacerdocio regio de Cristo. Ellos son los ministros originarios de la confirmación, los dispensadores de las sagradas órdenes y los moderadores de la disciplina penitencial y ellos solícitamente exhortan e instruyen a sus pueblos para que participen con fe y reverencia en la liturgia y, sobre todo, en el santo sacrificio de la misa» (Lumen gentium, n. 26).

6. En este texto conciliar se establece una distinción entre el bautismo y la confirmación, dos sacramentos cuya diferencia tiene su fundamento en el acontecimiento, narrado por los Hechos de los Apóstoles, según el cual los Doce, aún reunidos en Jerusalén, al escuchar que «Samaria había aceptado la palabra de Dios», enviaron allá a Pedro y a Juan, los cuales «bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo» (Hch 8, 14-17; cf. 1 , 5; 2, 38).

La imposición de las manos por parte de los dos Apóstoles para transmitir el «don del Espíritu» que los Hechos llaman también «don de Dios» (Hch 8, 20; cf. 2, 38; 10, 45; 11, 17; cf. Lc 11, 9-13), está asimismo en el origen de la tradición de la Iglesia occidental que conserva y reserva al obispo el papel ministerial de la confirmación. Como sucesor de los apóstoles, el obispo es ministro ordinario de este sacramento, y es también su ministro originario, porque el crisma (la materia), que es un elemento esencial del rito sacramental, sólo puede ser consagrado por el obispo.

Por lo que atañe al bautismo, que de forma habitual, el obispo no administra personalmente, es preciso recordar que también este sacramento entra dentro de la reglamentación práctica establecida por él.

7. Otra tarea de los obispos es la de ser «dispensadores de las sagradas; órdenes y moderadores de la disciplina penitencial», como dice el Concilio al trazar el cuadro de su responsabilidad pastoral. Cuando ese texto conciliar afirma que el obispo es dispensador de las sagradas órdenes quiere decir que tiene el poder de «ordenar», pero, dado que este poder está vinculado a la misión pastoral del obispo, tiene también, como ya hemos dicho, la responsabilidad de promover el desarrollo de las vocaciones sacerdotales y proveer a la buena disciplina de los candidatos al sacerdocio.

Como moderador de la disciplina penitencial, el obispo regula las condiciones de la administración al sacramento del perdón. De modo particular, recordemos que tiene la tarea de procurar a los fieles el acceso a este sacramento poniendo a su disposición confesores.

8. El Concilio, por último, pone ante los obispos la necesidad de ser ejemplos y modelos de vida cristiana: «deben edificar a sus súbditos con el ejemplo de sus vida, guardando su conducta de todo mal y, en la medida que puedan y con la ayuda de Dios transformándola en bien, para llegar, juntamente con la grey que les ha sido confiada, a la vida eterna» (Lumen gentium, 26).

Se trata del ejemplo de una vida plenamente orientada según las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Se trata de toda una manera de vivir y actuar basada en el poder de la gracia divina: un modelo que contagia, que atrae, que persuade, que responde verdaderamente a las recomendaciones de la primera carta de san Pedro: «Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey» (5, 2-3).

9. Es especialmente importante este último punto, que se refiere al desinterés personal, a la solicitud por los pobres, a la entrega total al bien de las almas y de la Iglesia. Es el ejemplo que, según los Hechos de los Apóstoles, daba Pablo, que podría decir de sí mismo: «En todo os he enseñado que es así, trabajando, como se debe socorrer a los débiles y que hay que tener presentes las palabras del Señor Jesús, que dijo: Mayor felicidad hay en dar que en recibir» (20, 35). En la segunda carta a los Tesalonicenses escribía también: «Día y noche con fatiga y cansancio trabajamos para no ser una carga a ninguno de vosotros. No porque no tengamos derecho, sino por daros en nosotros un modelo que imitar» (3, 8-9). Y podía, finalmente, exhortar a los Corintios: «Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo» (1 Co 11, 1).

10. Es una misión grande y ardua la del obispo, «administrador de la gracia». No puede cumplirla sin la oración. Concluyamos, pues, diciendo que la vida del obispo está compuesta de oración. No sólo se trata de dar el «testimonio de la oración», sino de una vida interior animada por el espíritu de oración como fuente de todo su ministerio. Nadie es más consciente que el obispo del significado de las palabras de Cristo a los Apóstoles y, a través de ellos, a sus sucesores: «separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5).


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Ahora deseo saludar cordialmente a todos los peregrinos de lengua española, en particular, al grupo de sacerdotes españoles de Valencia, ordenados por mí hace diez años.

Saludo igualmente a los grupos de Argentina y Guatemala, así como al coro procedente de México y de Sudamérica.

Aliento a todos a amar al propio Obispo y a colaborar activamente en su ministerio pastoral.

Con afecto os imparto mi bendición apostólica.



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