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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 18 de noviembre de 1992

 

El servicio pastoral de los obispos

(Lectura:
Hechos de los Apóstoles, capítulo 20, versículos 28-31)

1. Además del servicio profético y sacramental de los obispos, que hemos analizado en las catequesis precedentes, existe un servicio pastoral, acerca del cual leemos en el concilio Vaticano II: «Los obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sacra potestad, de la que usan únicamente para edificar a su grey en la verdad y en la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de hacerse como el menor, y el que ocupa el primer puesto, como el servidor (cf. Lc 22, 26. 27)» (Lumen gentium, 27).

Es una enseñanza admirable, que se apoya en este principio fundamental: en la Iglesia la autoridad tiene como finalidad la edificación. Así la concebía san Pablo que, escribiendo a los Corintios, hablaba de «ese poder nuestro que el Señor nos dio para edificación vuestra y no para ruina» (2 Co 10, 8). Y a los mismos miembros de esa Iglesia tan querida para él les manifestaba la esperanza de no tener que actuar con severidad «conforme al poder que me otorgó el Señor para edificar y no para destruir» (2 Co 13, 10).

Esta finalidad de edificación exige por parte del obispo paciencia e indulgencia. Se trata de «edificar a su grey en la verdad y en la santidad», como dice el Concilio: verdad de la doctrina evangélica y santidad como la vivió, quiso y propuso Cristo.

2. Se debe insistir en el concepto de «servicio», que se puede aplicar a todo «ministerio» eclesiástico, comenzando por el de los obispos. Sí, el episcopado es más un servicio que un honor. Y, si es también un honor, lo es cuando el obispo, sucesor de los Apóstoles, sirve con espíritu de humildad evangélica, a ejemplo del Hijo del hombre, que advierte a los Doce: «el mayor entre vosotros sea como el más joven y el que gobierna como el que sirve» (Lc 22, 26). «El que quiera ser el primero entre vosotros será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 44-45; cf. Mt 20, 27-28).

3. En el decreto Christus Dominus, el Concilio añade: «En el ejercicio de su oficio de padre y pastor sean los obispos en medio de los suyos como los que sirven; buenos pastores, que conocen a sus ovejas y a quienes ellas también conocen; verdaderos padres, que se distinguen por el espíritu de amor y solicitud para con todos, y a cuya autoridad, conferida, desde luego, por Dios, todos se someten de buen grado. De tal manera congreguen y formen a la familia entera de su grey, que todos, conscientes de sus deberes, vivan y actúen en comunión de caridad» (n. 16).

4. A esta luz del servicio como «buenos pastores» se debe entender la autoridad que el obispo posee como propia, aunque esté siempre sometida a la del Sumo Pontífice. Leemos en la constitución Lumen gentium que «Esta potestad que personalmente ejercen (los obispos) en nombre de Cristo es propia, ordinaria e inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en definitiva por la suprema autoridad de la Iglesia y pueda ser circunscrito dentro de ciertos límites con miras a la utilidad de la Iglesia o de los fieles. En virtud de esta potestad, los obispos tienen el sagrado derecho, y ante Dios el deber, de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece a la organización del culto y del apostolado» (n. 27).

Se trata, ciertamente, de verdadera autoridad, que debe ser rodeada de respeto, y a la que se deben mostrar dóciles y obedientes tanto el clero como los fieles, en el campo del gobierno eclesial. Con todo, es siempre una autoridad en función pastoral.

5. De este cuidado pastoral de su grey, que implica una correlativa responsabilidad personal para el desarrollo de la vida cristiana del pueblo a ellos confiado, el Concilio dice que a los obispos «se les confía el cuidado habitual y cotidiano de sus ovejas, y no deben considerarse como vicarios de los Romanos Pontífices, ya que ejercen potestad propia y son, en verdad, los jefes de los pueblos que gobiernan» (Lumen gentium, 27).

Como se ve, el Concilio no duda en afirmar que a cada obispo corresponde una verdadera autoridad sobre su diócesis, o Iglesia local. Pero subraya con fuerza también el otro punto fundamental para la unidad y la catolicidad de la Iglesia, a saber, la comunión «cum Petro» de todo obispo y de todo el «corpus Episcoporum», que es también comunión «sub Petro», en virtud del principio eclesiológico (que a veces se tiende a ignorar), según el cual el ministerio del sucesor de Pedro pertenece a la esencia de toda Iglesia particular como «desde dentro», o sea, como una exigencia de la misma constitución de la Iglesia, y no como algo superpuesto desde fuera, tal vez por razones históricas, sociológicas o prácticas. No es una cuestión de adaptación a las condiciones de los tiempos, sino de fidelidad a la voluntad de Cristo sobre su Iglesia. La fundación de la Iglesia sobre la roca de Pedro, el atribuir a Pedro un primado, que se prolonga en sus sucesores como obispos de Roma, comporta la vinculación con la Iglesia universal y con su centro en la Iglesia romana como elemento constitutivo de la Iglesia particular y condición de su mismo ser Iglesia. Este es el eje fundamental de una buena teología de la Iglesia local.

6. Por otra parte, la potestad de los obispos no se ve amenazada por la del Romano Pontífice. Como dice el Concilio: «su potestad no es anulada por la potestad suprema y universal, sino que, por el contrario, es afirmada, robustecida y defendida, puesto que el Espíritu Santo mantiene indefectiblemente la forma de gobierno que Cristo Señor estableció en su Iglesia» (Lumen gentium, 27).

De ahí se sigue que las relaciones entre los obispos y el Papa no pueden por menos de ser relaciones de cooperación y ayuda recíproca, en un clima de amistad y confianza fraterna, como se puede descubrir y, más aún, experimentar en la realidad eclesial actual.

7. A la autoridad del obispo corresponde la responsabilidad de pastor, por la cual se siente comprometido, a ejemplo del buen Pastor, a dar su vida, cada día, por el bien de la grey. Asociado a la cruz de Cristo, está llamado a ofrecer muchos sacrificios personales por la Iglesia. En esos sacrificios se hace concreto su compromiso de caridad perfecta, al que está llamado por el mismo status en que lo ha colocado la consagración episcopal. En eso consiste la espiritualidad episcopal específica, como imitación suprema de Cristo, buen pastor, y participación máxima en su caridad.

El obispo está, por consiguiente, llamado a imitar a Cristo pastor, dejándose guiar por la caridad para con todos. El Concilio recomienda de modo especial la disponibilidad a la escucha: «No se niegue a oír a sus súbditos, a los que, como a verdaderos hijos suyos, alimenta y a quienes exhorta a cooperar animosamente con él» (Lumen gentium, 27). Deben resaltar en el obispo todas las cualidades que se necesitan para la comunicación y la comunión con sus hijos y hermanos: la comprensión y compasión hacia las miserias espirituales y corporales; el deseo de ayudar y socorrer, estimular y desarrollar la cooperación; y, sobre todo, el amor universal, sin excepciones, ni restricciones o reservas.

8. Todo eso, según el Concilio, debe realizarse especialmente en la actitud del obispo para con sus hermanos en el sacerdocio ministerial: «Abracen siempre con particular caridad a los sacerdotes, ya que éstos asumen parte de sus deberes y solicitud, que tan celosamente cumplen con diario cuidado teniéndolos por hijos y amigos, y, por tanto, prontos siempre a oírlos, y fomentando la costumbre de comunicarse confidencialmente con ellos, esfuércense en promover el entero trabajo pastoral de toda la diócesis» (Christus Dominus, 16).

Pero el Concilio recuerda también las tareas de los pastores con respecto a los laicos: «En el ejercicio de esta solicitud pastoral respeten a sus fieles la participación que les corresponde en las cosas de la Iglesia, reconociendo su deber y también su derecho de cooperar activamente en la edificación del Cuerpo místico de Cristo» (Christus Dominus, 16).

Y añade una nota sobre la dimensión universal de este amor que debe animar el ministerio episcopal: «Amen a los hermanos separados, encareciendo también a los fieles que se porten con ellos con humanidad y caridad, fomentando también el ecumenismo tal como lo entiende la Iglesia. Lleven también en su corazón a los no bautizados, a fin de que también para ellos amanezca esplendorosamente la caridad de Jesucristo, cuyos testigos son los obispos delante de todos» (Christus Dominus, 16).

9. De los textos del Concilio se desprende, por tanto, una imagen del obispo que destaca en la Iglesia por la grandeza de su ministerio y la nobleza de su espíritu de buen pastor. Su situación lo compromete a deberes exigentes y arduos, y a elevados sentimientos de amor a Cristo y a sus hermanos. Es una misión y una vida difícil, de forma que también por esto todos los fieles deben tener hacia el obispo amor, docilidad y colaboración para la llegada del reino de Dios.

A este respecto, concluye muy bien el Concilio: «Los fieles, por su parte, deben estar unidos a su obispo como la Iglesia a Jesucristo, y como Jesucristo al Padre, para que todas las cosas se armonicen en la unidad y crezcan para gloria de Dios (cf. 2 Co 4, 15)» (Lumen gentium, 27).


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, al grupo de Religiosas de Nuestra Señora de la Consolación y a las peregrinaciones de Argentina, México, Miami y Los Ángeles.

A todos imparto con gran afecto la bendición apostólica.



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