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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 6 de agosto de 2003

 

Pablo VI, testigo de Cristo

1. Hace cien años, el 4 de agosto de 1903, era elegido mi predecesor san Pío X. Nacido en Riese, pequeño centro de los Alpes vénetos, en una tierra profundamente cristiana, Giuseppe Sarto pasó toda su vida, hasta su elección como Papa, en el Véneto. Saludo con afecto al numeroso grupo de peregrinos provenientes de Treviso, que, acompañados por su obispo, han venido para rendir homenaje a la memoria de su ilustre paisano.

Vuestra presencia, amadísimos hermanos y hermanas, me brinda la oportunidad de poner de relieve el importante papel que este Sucesor de Pedro desempeñó en la historia de la Iglesia y de la humanidad al inicio del siglo XX. Al elevarlo al honor de los altares, el 29 de mayo de 1954, Año mariano, Pío XII lo definió «campeón invicto de la Iglesia y santo providencial de nuestro tiempo», cuya obra tuvo «el aspecto de una lucha librada por un gigante en defensa de un tesoro inestimable: la unidad interior de la Iglesia en su fundamento íntimo: la fe» (Acta Apostolicae Sedis XLVI [1954] 308). Que siga velando sobre la Iglesia este santo Pontífice, que nos dejó un ejemplo de fidelidad total a Cristo y de amor apasionado a su Iglesia.

2. Quisiera recordar también a otro gran Papa. En efecto, hoy se cumplen 25 años desde aquel 6 de agosto de 1978, cuando, en esta residencia de Castelgandolfo, moría el siervo de Dios Papa Pablo VI. Era la tarde del día en que la Iglesia celebra el misterio de la Transfiguración de Cristo, «sol sin ocaso» (Himno litúrgico). Era domingo, Pascua semanal, día del Señor y del don del Espíritu (cf. Dies Domini, 19).

Ya hablé de la figura de Pablo VI durante una reciente audiencia general, con ocasión del cuadragésimo aniversario de su elección como Obispo de Roma. Hoy, en el mismo lugar donde concluyó su jornada terrena, deseo idealmente volver a escuchar junto con vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, su testamento espiritual, la palabra última y suprema que fue precisamente su muerte.

En la última audiencia general, cuatro días antes de su muerte, el miércoles 2 de agosto, había hablado a los peregrinos de la fe, como fuerza y luz de la Iglesia (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de agosto de 1978, p. 3). Y en el texto preparado para el Ángelus del 6 de agosto, que no pudo pronunciar, dirigiendo su mirada a Cristo transfigurado, había escrito: «La luz que le inunda es y será también nuestra parte de herencia y de esplendor. Estamos llamados a compartir tan gran gloria, porque somos “partícipes de la divina naturaleza” (2 P 1, 4)» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de agosto de 1978, p. 3).

3. Pablo VI advertía la importancia de medir los gestos y las opciones de cada día con vistas al «gran paso» para el que se iba preparando poco a poco. Prueba de ello es lo que escribió, por ejemplo, en la Meditación ante la muerte. Leemos en ella, entre otras cosas, una expresión que nos hace pensar precisamente en la fiesta de hoy, la Transfiguración: «Me gustaría —escribió—, al acabar, encontrarme en la luz. (...) En esta última mirada me doy cuenta de que esta escena fascinante y misteriosa [del mundo] es un reverbero, es un reflejo de la primera y única Luz; (...) es una invitación a la visión del Sol invisible, quem nemo vidit umquam (cf. Jn 1, 18): unigenitus Filius, qui est in sinu Patris, Ipse enarravit: el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, ese le ha dado a conocer. Así sea, así sea» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de agosto de 1979, p. 1).

Para los creyentes, la muerte es como el «amén» final de su existencia terrena. Ciertamente, así fue para el siervo de Dios Pablo VI, que en el «gran paso» hizo su más alta profesión de fe. Él, que en la clausura del Año de la fe, había proclamado con solemnidad el Credo del pueblo de Dios, lo selló con un último y personalísimo «amén», como coronamiento de un compromiso por Cristo que había dado sentido a toda su vida.

4. «La luz de la fe no tiene ocaso». Así cantamos en un himno litúrgico. Hoy damos gracias a Dios porque estas palabras se han cumplido en este amado predecesor mío. A veinticinco años de distancia de su muerte, brilla cada vez más ante nosotros su figura de maestro y defensor de la fe en una hora dramática de la historia de la Iglesia y del mundo. Al pensar en lo que él mismo escribió a propósito de nuestra época, es decir, que en ella gozan de mayor crédito los testigos que los maestros (cf. Evangelii nuntiandi, 41), con devota gratitud queremos recordarlo como auténtico testigo de nuestro Señor Jesucristo, enamorado de la Iglesia y siempre atento a escrutar los signos de los tiempos en la cultura contemporánea.

Ojalá que todos los miembros del pueblo de Dios, y —añadiría— todos los hombres y mujeres de buena voluntad, honren su venerada memoria con el compromiso de una sincera y constante búsqueda de la verdad: la verdad que resplandece plenamente en el rostro de Cristo y que la Virgen María, como solía recordar Pablo VI, nos ayuda a comprender mejor y a vivir con su materna y solícita intercesión.

 


Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En especial al grupo de «Jóvenes por el Reino de Cristo», que celebran el 25° aniversario de su fundación. A vosotros y a todos los demás os animo a progresar en la fe, contemplando el rostro de Jesús y caminando unidos a los pastores. Buenas vacaciones a todos. Muchas gracias por vuestra atención.

(En italiano)
Os saludo, por último, a vosotros, jóvenes, enfermos y recién casados, y os deseo que la luz de Cristo transfigurado, que contemplamos hoy, ilumine vuestra existencia y os llene el corazón de la alegría que se funda en la esperanza cristiana.

 



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