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ENCUENTRO CON EL LAICADO CATÓLICO DE ROMA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II 

Domingo 26 de noviembre de 1978

 

1. Deseo ante todo expresar mi gran alegría por este encuentro de hoy. Doy las gracias al cardenal Vicario de Roma, que junto con los obispos auxiliares ha organizado este encuentro, en el que participan los representantes del laicado de esta primera diócesis en la Iglesia, de la que, por voluntad de Cristo, he llegado a ser Obispo desde hace poco. Todas las organizaciones del apostolado de los laicos en la diócesis de Roma están presentes aquí en la persona de sus representantes, acompañados de los consiliarios espirituales de cada organización. Al hacerme cargo del servicio episcopal en Roma, después de la experiencia de veinte años en la archidiócesis de Cracovia debo declarar, antes de nada, que doy mucha importancia al apostolado de los laicos, respecto al cual procuraba hacer lo más posible, en aquellas circunstancias anteriores bien diversas de las que encuentro aquí.

Un motivo particular de mi alegría es el hecho de que nos reunimos en la fiesta de Cristo Rey del universo, que entre los días del año litúrgico, es quizá el más apto, también por algunas tradiciones, para asumir el deber de nuestra colaboración.

Continuamos esta colaboración nuestra, queridos hermanos y hermanas, en la celebración del Santísimo Sacrificio para retornar así al Cenáculo, que ha venido a ser el lugar privilegiado para "enviar a los Apóstoles", ya en el jueves Santo, ya en el día de Pentecostés.

2. La Palabra divina de la liturgia de hoy, que escuchamos con la mayor atención, nos introduce en la profundidad del misterio de Cristo Rey. De El hablan todas las lecturas. Quiero llamar vuestra atención de modo particular sobre las palabras de San Pablo a los corintios; hace un parangón entre las dos dimensiones de la existencia humana: la de nuestra participación en Adán, y la que obtenemos en Cristo.

La participación del hombre en Adán quiere decir desobediencia: «Non serviam, no serviré».

Y precisamente aquel «no serviré», en el que parecía sentir el hombre la señal de su liberación y el desafío de la propia grandeza, midiéndose con Dios mismo, vino a ser la fuente del pecado y de la muerte. Y todavía somos testigos de cómo aquel antiguo «no serviré» lleva consigo una múltiple dependencia y esclavitud del hombre. Es tema para un análisis profundo que ahora es difícil hacerlo en toda su extensión. Debemos contentarnos con una simple alusión.

Cristo, el nuevo Adán, es el que entra en la historia del hombre precisamente "para servir". «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, y a dar su vida» (Mt 20, 28): en cierto sentido, ésta es la definición fundamental de su reino. En este servicio, según el modelo de Cristo, el hombre vuelve a encontrar su plena dignidad, su maravillosa vocación, su realeza. Vale la pena recordar aquí las palabras de la Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, en el capítulo IV, que está dedicado a los laicos en la Iglesia y a su apostolado: «El Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, queriendo continuar también su testimonio y su servicio por medio de los laicos, los vivifica con su Espíritu y los impulsa sin cesar a toda obra buena y perfecta. Pues a quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión, también les hace partícipes de su función sacerdotal, con el fin de que ejerzan el culto espiritual para gloria de Dios y salva­ción de los hombres... De este modo también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente. consagran el mundo mismo a Dios» (Lumen gentium, 34).

Servir a Dios quiere decir reinar. En esta tarea, que manifiesta la actitud del mismo Cristo y de sus seguidores, se destruye la herencia del pecado. Y se inicia el «reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» (Prefacio para la fiesta de Cristo Rey).

3. La liturgia de hoy nos hace ver como dos etapas del reinar-servir. La primera etapa es la vida de la Iglesia sobre la tierra; la segunda es el juicio. El verdadero sentido de la primera etapa se hace comprensible a través del significado de la segunda. Antes de que el Hijo del hombre se presente delante de cada uno de nosotros, y delante de todos, como Juez que separará «las ovejas de los cabritos», está siempre con nosotros como Pastor que cuida de sus ovejas. El quiere compartir con nosotros, con cada uno de nosotros, esa misma solicitud. Quiere que su servicio venga a ser nuestro servicio en el significado más amplio de la palabra. "Nuestro" quiere decir no sólo de los obispos, sacerdotes, religiosos, sino también de los laicos, en el sentido más amplio de la palabra. De todos. Porque este servicio-solicitud reclama la participación de todos. «Tuve hambre... tuve sed... era forastero... desnudo... enfermo... encarcelado... perseguido», oprimido, apenado, ignorante, dudoso, abandonado, amenazado (quizá ya en el seno materno). Enorme es el círculo de necesidades y deberes que debemos entrever y que debemos poner ante los ojos, si queremos ser "solidarios con Cristo". Porque, en resumidas cuentas, se trata de esto: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Cristo está de parte del hombre; y lo está por ambos lados: de parte de quien espera la solicitud, el servicio y la caridad, y de parte de quien presta el servicio, lleva la solicitud, demuestra el amor.

Por tanto, hay un gran espacio para nuestra solidaridad con Cristo, un gran espacio para el apostolado de todos, particularmente para el apostolado de los laicos. A mi pesar, es imposible someter este tema a un análisis más detallado en el cuadro de esta breve homilía. Sin embargo, las palabras de la liturgia de hoy nos incitan a leerlas de nuevo, a meditar sobre ellas más profundamente y a poner en práctica todo lo que, en dimensiones tan amplias, ha sido objeto de las enseñanzas del Concilio sobre el apostolado de los laicos. Antes, el concepto de apostolado parecía estar como reservado sólo a quienes "por oficio" son los sucesores de los Apóstoles, que expresan y garantizan la apostolicidad de la Iglesia. El Concilio Vaticano II ha descubierto qué campos tan grandes de apostolado han sido siempre accesibles a los laicos. Al mismo tiempo ha estimulado de nuevo a tal apostolado. Basta recoger una sola frase del Decreto Apostolicam actuositatem que, en cierto sentido, contiene y resume todo: «La vocación cristiana... es por su naturaleza vocación también al apostolado» (núm. 2).

4. ¡Mis queridos hermanos y hermanas! Quiero expresar mi alegría singular por este encuentro con vosotros, que, aquí en Roma, habéis hecho de la verdad sobre la vocación cristiana, comprendida como una llamada al apostolado de los laicos, el programa de vuestra vida. Estoy contento y espero que me tendréis al corriente de vuestros problemas, y me introduciréis en los diversos campos de vuestra actividad. Me alegro de poder entrar en esos caminos por los que vosotros ya camináis, de poderos acompañar por ellos y guiaros también como Obispo vuestro.

Precisamente por esto deseaba tanto que pudiéramos encontrarnos en la solemnidad de Cristo Rey del universo. Deseo que El mismo nos reciba. Es necesario quizá que nos oiga esta pregunta que le han hecho muchas veces tantos interlocutores: «¿Qué debo hacer?» (Lc 18, 18). ¿Qué debemos hacer nosotros?

Recordaré todavía lo que su Madre dijo a los siervos del maestresala en Caná de Galilea: «Haced lo que El os diga» (Jn 2, 5). Volvamos nuestros ojos a esta Madre; renace en nosotros la esperanza y respondemos: ¡Estamos dispuestos!

 



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