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SANTA MISA CONCELEBRADA CON MOTIVO DE LA ASAMBLEA NACIONAL ITALIANA SOBRE
"LA ESPIRITUALIDAD DEL PRESBITERIO DIOCESANO HOY"

HOMILÍA DEL SANTO PADRE  JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Martes 4 de noviembre de 1980

 

Carísimos hermanos:

Considero un momento privilegiado de mi vida poder concelebrar hoy con vosotros, sacerdotes, en el altar de la Cátedra de esta Basílica Vaticana, que es símbolo, centro e irradiación de fe y de anuncio del nombre de Nuestro Señor Jesucristo.

1. La oportuna circunstancia que os ha reunido aquí procedentes de todas las regiones de Italia, junto al venerado hermano mons. Luigi Boccadoro —la asamblea nacional sobre la "Espiritualidad del presbiterio diocesano hoy"— coincide con la fecha en que la liturgia de la Iglesia nos hace recordar la espléndida figura de San Carlos Borromeo, infatigable Pastor de la diócesis de Milán y también celestial patrono mío.

La memoria de San Carlos, que estamos celebrando, puede aportar mucha luz a la amplia y delicada problemática que estáis debatiendo en estas jornadas romanas. Dicha problemática se resume fundamentalmente en la razón pastoral de vuestro ser y de vuestro actuar dentro de la comunidad cristiana. Razón que exige no sólo el empleo generoso de todos los talentos y recursos con que el Señor os ha dotado, sino incluso la pérdida y la donación total de la misma vida, a semejanza del Buen Pastor de que hablan las lecturas de la liturgia de hoy, el cual no duda en "dar la vida por los hermanos" (1 Jn 3, 16) y en "ofrecer la vida por las ovejas" (Jn 10, 15), para que "oigan mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor" (Jn 10, 16).

2. Fue precisamente esa conciencia pastoral la que sostuvo y guió la espiritualidad y la obra de San Carlos, el cual, rico y noble como era, se olvidó de sí mismo para hacerse todo a todos en una actividad sacerdotal verdaderamente prodigiosa. Visitas pastorales, reuniones de sacerdotes, fundaciones de seminarios, directrices litúrgicas para los dos ritos romano y ambrosiano, catequesis a todos los niveles, sínodos diocesanos, fundaciones de escuelas gratuitas, de colegios para la juventud y de asilos para pobres y ancianos: he ahí algunos signos demostrativos de esa intensa y vibrante caridad pastoral que presionaba fuertemente en su gran espíritu, solícito por la salvación de las almas.

Pero, ¿de dónde sacaba tanta fuerza en ese diligente servicio eclesial, convertido luego en ejemplar y emblemático para todos los obispos y sacerdotes, tras la reforma tridentina? El secreto de su éxito fue el espíritu de oración. En efecto: se sabe que dedicaba mucho tiempo, día y noche, a la contemplación y unión con Dios tanto en su capilla privada como en las iglesias parroquiales en que realizaba la visita pastoral. "Las almas —solía repetir— se conquistan de rodillas". Y en el discurso que tuvo en su último sínodo y que hoy meditamos en el Breviario, habló así a sus sacerdotes: "Nada es tan necesario a todos los hombres eclesiásticos como lo es la oración mental, que precede todas nuestras acciones, las acompaña y las sigue... Cuando administras, hermano, los sacramentos, medita sobre lo que haces; cuando celebras la Misa, piensa en lo que ofreces; cuando cantas en el coro, piensa a quién y de qué hablas; cuando diriges las almas, medita sobre la sangre con que fueron redimidas... Así tendremos fuerzas para hacer vivir a Cristo en nosotros y en los demás" (Acta Ecclesiae Mediolanensis, Milán, 1599, 1177-1178).

3. Solamente en esas condiciones seremos capaces de "dar la vida" por las almas, como hemos escuchado en la proclamación de la Palabra; es decir, podremos ser auténticos Pastores de la Iglesia de Dios. Sólo así, la "pastoralis charitas", de que habla el Concilio Vaticano II (cf. Presbyterorum ordinis, 14), puede alcanzar su máxima expansión y el ministerio sacerdotal transformarse realmente en ese "amoris officium" de que habla San Agustín (cf. Tract. in Ioannen, 123, 5; PL 35, 1967). Sólo así el sacerdote, que acepta la vocación al ministerio, es capaz de hacer de él una decisión de amor, por la cual la Iglesia y las almas llegan a ser su interés principal y, con esa espiritualidad concreta, será también capaz de amar a la Iglesia universal y a la parte de ella que le ha sido confiada, con todo el ímpetu de un esposo hacia la esposa. Un sacerdote que no supiera encuadrarse por entero en una comunidad eclesial, no podría ciertamente presentarse como modelo válido de vida ministerial, estando como está dicha vida esencialmente inserta en el contexto concreto de las relaciones interpersonales de la comunidad misma.

En ese contexto encuentra su pleno sentido el propio celibato. Tal decisión de vida representa un signo público altamente valioso del amor primordial y total que el sacerdote ofrece a la Iglesia. El celibato del Pastor no tiene solamente un significado escatológico, como testimonio del Reino futuro, sino que expresa también el profundo vínculo que le une a los fieles, en cuanto son la comunidad nacida de su carisma y destinada a totalizar toda la capacidad de amar que un sacerdote lleva dentro de sí. El celibato, además, lo libera interior y exteriormente, haciendo que pueda organizar su vida de modo que su tiempo, su casa, sus costumbres, su hospitalidad y sus recursos financieros estén solamente condicionados por lo que es el objetivo de su vida: la creación, en torno a sí, de una comunidad eclesial.

4. He ahí, carísimos sacerdotes, algunos rápidos apuntes de reflexión —dada la brevedad del tiempo— para una espiritualidad sacerdotal que nos viene de la figura y del ministerio de San Carlos, admirado y venerado Pastor de la Iglesia milanesa. Recémosle en la celebración de esta Eucaristía, a fin de que nos obtenga del Padre, mediante la ofrenda del Cuerpo y Sangre de Cristo, que seamos sacerdotes piadosos y activos para su mayor gloria y para la salvación de las almas. Así sea.

 



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