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MISA PARA LOS UNIVERSITARIOS DE ROMA
COMO PREPARACIÓN A LA PASCUA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Jueves 26 de marzo de 1981

 

1. ¡Gloría a Ti, Cristo, Verbo de Dios!

El tiempo de Cuaresma es el período de una catequesis intensa. Lo fue ya para los antiguos catecúmenos. Y ha continuado siendo así. También nuestro encuentro cuaresmal, que ya se ha hecho costumbre, es expresión de esto. La catequesis debe presentar el misterio divino revelado en Jesucristo. El tiempo pascual lleva consigo una especial profundidad de este misterio, y es una singular condensación del mismo. Por eso el corazón del cristiano debe corresponder con una sensibilidad particular ante ello.

Esto se refiere a todos los que confiesan a Cristo, a todas las generaciones y vocaciones. De modo específico se refiere también a vuestro ambiente. La universidad es un ambiente donde se cultiva la ciencia y donde se adquiere la instrucción superior. En este contexto es necesario crear nuevas condiciones y nuevas posibilidades para el encuentro con el misterio de Cristo y para poder vivir en intimidad con El. Es importante que la luz del conocimiento de Cristo no se ofusque, sino que encuentre siempre una fuerza proporcional en los entendimientos que se ocupan de la múltiple problemática de los estudios universitarios. Más aún, es importante que el conocimiento de la Palabra de Dios madure en estos entendimientos, según la justa proporción, todavía con más plenitud. Finalmente, es importante que nuestros corazones conserven esa sencillez, y las conciencias esa limpidez que son fruto de la Palabra de Dios, cuando esta Palabra obra en ellos sin encontrar obstáculo.

Precisamente por esto nos encontramos hoy. Saludo cordialmente a todos los presentes, tanto a los profesores y hombres de ciencia, como a los estudiantes.

Saludo a los que han venido ya otras veces a este encuentro. Y saludo también a los que han venido hoy por primera vez.

¡Gloria a Ti, Cristo, Verbo de Dios! Juntamente con vosotros rindo adoración a Cristo-Verbo, que mediante mi ministerio quiere hablaros en la catequesis cuaresmal de hoy. ¡Gloria a Ti, Cristo, Verbo de Dios!

2. Esta catequesis se centra ante todo en el misterio de la creación: "Venid, aclamemos al Señor... Entrad,  postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque El es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que El guía" (Sal 94 [95], 1 6-7).

¡Venid, adoremos!

La Iglesia comienza su cotidiana oración litúrgica, la Liturgia de las Horas, precisamente con estas palabras del Salmista. Ellas contienen una invitación dirigida al entendimiento humano y juntamente a la voluntad y al corazón. Es la invocación más fundamental: ¡Sal fuera y ve al encuentro de Dios, que es el Creador! ¡Tu Creador! Al encuentro de Dios a quien todo lo que existe debe su existencia. Al encuentro de Dios, el cual, como Creador, está "por encima" de todo lo creado, por encima del cosmos, y, a la vez, abraza y penetra este cosmos hasta el fondo último, hasta la esencia de todas las cosas.

¡Sal al encuentro de Dios, que es el Creador! Esta es la primera y fundamental invitación al entendimiento iluminado por la fe, más aún, es también la primera invitación al entendimiento que busca sinceramente la verdad por los caminos de la ciencia y de la reflexión filosófica. Se podría encontrar confirmación de ello en las declaraciones de los hombres de ciencia en el curso de los siglos y también en nuestra época.

Newton, por ejemplo, afirmaba textualmente que "un Ser inteligente y potente... gobierna todas las cosas no como alma del mundo, sino como Señor del universo, y a causa de su dominio se le suele llamar Señor Dios, Pantocrátor". Por su parte, Einstein, el cual sostenía que "la ciencia sin la religión está coja, y la religión sin la ciencia es ciega", llegó a decir: "Deseo saber cómo Dios ha creado el mundo. Yo no estoy interesado en este o en otro fenómeno, ni en el espectro de un elemento químico. Quiero conocer el pensamiento de Dios; lo demás es un detalle".

Pues bien, la catequesis de la liturgia de hoy está centrada en el misterio de la creación y, aunque esto esté expresado allí de modo conciso, se podría decir discreto, sin embargo, es necesario que desarrollemos este punto en nuestra meditación, más aún, que lo desarrollemos constantemente en nuestra vida interior consciente. En efecto, ésta es la primera verdad de la fe, el primer artículo de nuestro Credo: "Creo en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra".

Las criaturas dan testimonio del Creador. En la invitación litúrgica del Salmo —de este Salmo de hoy y de los otros— se encierra la convicción justa de que cuanto el hombre más se deja arrebatar por la elocuencia de las criaturas, por su riqueza y belleza, tanto más crece en él —¡y debe crecer!— la necesidad de adorar al Creador: "Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor". Estas palabras no son excesivas. Confirman los caminos perennes de la lógica fundamental de la fe y, al mismo tiempo, de la lógica fundamental del pensar en el mundo, en el cosmos, en el macro y micro-cosmos. Quizá precisamente aquí la fe se manifiesta y se vuelve a afirmar de modo particular como rationabile obsequium.

Añado también que la invitación del Salmo en modo alguno está en colisión con la "justa autonomía de lo creado". Este es un amplio problema al que aquí sólo quiero aludir. Sin embargo, al mismo tiempo, os ruego que volváis a leer con atención los respectivos pasajes de la enseñanza del Concilio Vaticano II, contenidos en la Constitución Gaudium et spes, y penséis en ellos. Os dejo esto como tarea para casa. No puede haber una sólida catequesis sin las tareas, sin el trabajo personal de quienes participan en ella.

En cambio, hoy os ruego que penséis en esta desproporción, que efectivamente existe en zonas gigantescas de la civilización contemporánea: el hombre, cuanto mejor conoce el mundo, parece sentirse tanto menos obligado a "doblar las rodillas" y a "postrarse" ante el Creador. Es necesario, pues, preguntar: ¿Por qué? ¿Acaso se piensa que el conocimiento mismo del mundo y el disfrutar de los efectos de este conocimiento convierte al hombre en dueño de lo creado? ¿Pero no se debería pensar, más bien, que lo que el hombre conoce —las riquezas sorprendentes del microcosmos y las dimensiones del macrocosmos— lo encuentra ya en el cosmos, lo toma de él, por decirlo así, "preparado", ya hecho, y que lo que, basándose en esto, él mismo produce después, lo debe a toda esa riqueza de las materias primas, que halla en el mundo creado?

¿Por qué el hombre no es capaz —igual que los entendimientos más grandes— de caer en el asombro ante la trascendencia, ante el primado de esa Sabiduría creadora, dado que para penetrar en los efectos de su actuar han sido necesarios los esfuerzos de innumerables entendimientos humanos en el curso de generaciones enteras y de siglos?... ¿Y cuánto es todavía el camino ante ellos? ¿Pero es posible que precisamente el hombre contemporáneo no piense que en toda la orientación del desarrollo de su civilización y de su mentalidad (que se definen con múltiples nombres) pueda haber una fundamental "injusticia": la "injusticia" en relación con el Creador?

"¡Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor creador nuestro!".

3. En la obra de la creación ha sido grabado, injertado el Reino de Dios. Por esto, la catequesis de la liturgia de hoy se centra también en el misterio del Reino.

Este Reino, que comenzó en la historia de la creación juntamente con el hombre, tiene una larga historia. En el ápice de esta historia se encuentra Cristo. "El reino de Dios está cercano" (Mc 1, 15). El habla desde el principio sobre su enseñanza mesiánica, y anuncia con perseverancia, incansablemente, este Reino al pueblo elegido. Anuncia y, al mismo tiempo, es consciente de que en torno al problema de ese Reino ha crecido un equívoco fundamental, y éste continúa permaneciendo y es necesaria la controversia para poder encontrar de nuevo la verdad plena sobre el Reino de Dios. Por esta verdad, en fin de cuentas, El da la vida.

El pasaje del Evangelio de hoy, desde este punto de vista, es muy significativo y elocuente. Ante los signos que Jesús realizaba, liberando a los hombres de la potencia de múltiples males, algunos comenzaron a difundir la opinión de que lo que El hacía provenía de la potencia del espíritu maligno. "Si echa los demonios es por arte de Belcebú, príncipe de los demonios". "Otros —continúa el Evangelista—, para ponerlo a prueba, le pedían un signo en el cielo" (Lc 11, 15-16).

Entonces, Cristo pronuncia estas palabras sobre el reino dividido y desgarrado, palabras misteriosas, pero, a la vez, penetrantes, que leemos en el Evangelio de hoy: "Todo reino en guerra civil va a la ruina y se derrumba casa tras casa. Si también Satanás está en guerra civil, ¿cómo mantendrá su reino? Vosotros decís que yo echo los demonios con el poder de Belcebú; y vuestros hijos, ¿por arte de quién los echan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros" (Lc 11, 17-20).

¡Palabras misteriosas y, a la vez, penetrantes! Exigirían una exégesis más detallada. Podéis aceptar también esto como una tarea para casa, en el curso de los encuentros de vuestros grupos bíblicos. Sé que existen.

Sin embargo, digamos inmediatamente lo que cuenta más. Cristo confirma la existencia del espíritu maligno y de su reino, que se deja guiar por un programa propio. Este programa exige una lógica estricta de la acción, una lógica tal, capaz de hacer que "el reino del mal" pueda mantenerse. Más aún, que pueda desarrollarse en los hombres a quienes se dirige. Satanás no puede actuar contra su propio programa, el espíritu maligno no puede echar fuera al espíritu maligno. Así dice Cristo. Y deja que los oyentes saquen las conclusiones definitivas, terminando con esta frase: "Pero si yo echo los demonios con el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros".

La controversia sobre el Reino de Dios terminó el Viernes Santo. El Domingo de Resurrección fue confirmada la verdad de las palabras de Cristo, la verdad de que ha llegado a nosotros el Reino de Dios, la verdad de toda su misión mesiánica. Sin embargo, la lucha entre el reino del mal, del espíritu maligno, y el Reino de Dios, no ha cesado, no ha terminado. Solamente ha entrado en una nueva etapa, más aún, en la etapa definitiva. En esta etapa la lucha perdura en las generaciones siempre nuevas de la historia humana.

¿Acaso debemos demostrar expresamente que esta lucha continúa también en nuestros tiempos? Sí. Ciertamente continúa. Más aún, se desarrolla a medida de la historia de la humanidad en cada uno de los pueblos y naciones. La lucha continúa también en cada uno de nosotros. Y siguiendo esta historia, comprendida nuestra historia contemporánea, podemos explicar también cómo el reino del espíritu maligno no está dividido, sino que busca una unidad de acción en el mundo por diversos caminos, trata de producir sus efectos en el hombre, en los ambientes, en las familias, en las sociedades. Como al principio, así también ahora pone en juego su programa sobre la libertad del hombre..., sobre su libertad aparentemente ilimitada.

Sin embargo, de esto no nos ocuparemos más. Dejemos también este problema para una ulterior meditación de cada uno. En cambio —dado que creemos que en Jesucristo ha llegado a nosotros el Reino de Dios (cf. Lc 11, 20)— pensemos con qué unidad debe caracterizarse en cada uno de nosotros para poder perseverar, crecer y desarrollarse orgánicamente.

Este es precisamente el tema central de la Cuaresma. Este período existe para que nosotros penetremos muy a fondo en el programa del Reino de Dios, para que busquemos esta unidad que dicho Reino debe constituir en nosotros y entre nosotros, en cada cristiano y en la comunidad de la Iglesia.

4. En el Evangelio de hoy Cristo dice (y éstas son las últimas palabras del pasaje que hemos leído): "El que no está conmigo, está contra mí; el que no recoge conmigo (esto es, no acumula), desparrama" (Lc 11, 23).

Crear el Reino de Dios quiere decir estar con Cristo. Crear la unidad que debe constituir en nosotros y entre nosotros, quiere decir precisamente: recoger (¡acumular!) juntamente con El. He aquí el programa fundamental del Reino de Dios, que Cristo en su enunciación contrapone a la actividad del espíritu maligno en nosotros y entre nosotros. Esa actividad pone en juego su programa sobre la libertad del hombre, aparentemente ilimitada. Halaga al hombre con una libertad que no le es propia. Halaga a todos los ambientes, sociedades, generaciones. Halaga para manifestar, al fin, que esta libertad no es otra cosa que adaptarse a una múltiple coacción: a la coacción de los sentidos y de los instintos, a la coacción de la situación, a la coacción de la información y de los varios medios de comunicación, de los esquemas corrientes de pensar, de valorar, de comportarse,, en los que se hace callar la pregunta fundamental: esto es, si este comportamiento es bueno o malo, digno o indigno.

Gradualmente el mismo programa prejuzga y sentencia sobre el bien y el mal, no según el verdadero valor de las obras y de las cuestiones, sino según las ventajas y las coyunturas, según el "imperativo" del goce o del éxito inmediato.

¿Puede despertarse todavía el hombre? ¿Puede decirse con claridad a sí mismo que esta "libertad ilimitada" se convierte, a fin de cuentas, en una esclavitud?

Cristo no halaga a sus oyentes, no halaga al hombre con la apariencia de la libertad "ilimitada". Dice: "Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32), y de este modo afirma que la libertad no le ha sido dada al hombre sólo como un don, sino como una tarea. Sí. Se le da a cada uno de nosotros como esa tarea en la que cada uno de vosotros y yo ha sido dado como tarea a sí mismo. Es la tarea a medida de la vida. Y no se trata de una propiedad de la que se pueda gozar de cualquier modo y que se pueda "derrochar".

Esta tarea de la libertad —tarea maravillosa— se realiza según el programa de Cristo y de su Reino sobre el terreno de la verdad. Ser libres quiere decir realizar los frutos de la verdad, actuar en la verdad. Ser libres quiere decir también saber rendirse, someterse a sí mismos a la verdad, y no: someter la verdad a sí mismos, a las propias veleidades, a los propios intereses, a las propias coyunturas. Ser libres —según el programa de Cristo y de su Reino— no quiere decir goce, sino fatiga: la fatiga de la libertad. A precio de esta fatiga el hombre "no derrocha", sino que "recoge" y "acumula" con Cristo.

A precio de esta fatiga el hombre obtiene también en sí mismo esa unidad que es propia del Reino de Dios. Y, al mismo precio, logran una unidad parecida los matrimonios, las familias, los ambientes, las sociedades. Es la unidad de la verdad con la libertad. Es la unidad de la libertad con la verdad. ¡Mis queridos amigos! Esta unidad es vuestra tarea particular, si no queréis ceder, si no queréis rendiros a la unidad de ese otro programa, el que trata de realizar en el mundo, en la humanidad, en nuestra generación, y en cada uno de nosotros, aquel a quien la Sagrada Escritura llama también "padre de la mentira" (Jn 8, 44).

Por esto la llamada de la Cuaresma —llamada fundamental— es la llamada a "recoger con Cristo" ("o a acumular con Cristo"). No permitáis que se destruya esta unidad interior, que Cristo elabora en la conciencia de cada uno de vosotros, mediante el Espíritu Santo: la unidad, en la que la libertad crece por la verdad, y la verdad es el metro de la libertad.

Aprended a pensar, a hablar y a actuar según los principios de la sencillez y de la claridad evangélica: "Sí, sí; no, no". Aprended a llamar blanco a lo blanco, y negro a lo negro; mal al mal, y bien al bien. Aprended a llamar pecado al pecado, y no lo llaméis liberación y progreso, aun cuando toda la moda y la propaganda fuesen contrarias a ello. Mediante esta sencillez y claridad se construye la unidad del Reino de Dios, y esta unidad es, al mismo tiempo, una madura unidad interior de cada hombre, es el fundamento de la unidad de los esposos y de las familias, es la fuerza de las sociedades: de las sociedades que acaso sienten ya, y sienten cada vez mejor, cómo se trata de destruirlas y descomponerlas desde dentro, llamando mal al bien, y pecado a la manifestación del progreso y de la liberación.

5. Cristo no pone en juego el programa de su Reino sobre las apariencias. Lo construye sobre la verdad. Y la liturgia de la Cuaresma, día tras día, con las palabras del Profeta —¡qué palabras tan ardientes!— nos recuerda la verdad del pecado y la verdad de la conversión.

Así hace también la liturgia de hoy, dando la palabra, primero al más trágico de los Profetas, Jeremías, para añadir después, con las palabras de Cristo, la invitación a la penitencia:

"Convertíos al Señor, vuestro Dios, que es clemente y misericordioso" (Jl 2, 13).

El derecho de la conversión corresponde a la verdad sobre el hombre. Corresponde también a la verdad interior del hombre. Lo que la Iglesia implora ardientemente (en particular durante la Cuaresma) es también que el hombre no permita sofocar en sí esta verdad sobre sí mismo y no se prive de la propia verdad interior. Que no se deje arrancar esta verdad bajo la apariencia "de la libertad ilimitada". Que no pierda en sí el grito de la conciencia como voz de la Verdad, que lo supera, pero que, al mismo tiempo, decide de él: que lo hace hombre y decide de su humanidad.

La Iglesia ruega para que el hombre, cada uno de los hombres (en particular los jóvenes, pero también todo hombre) no cambie la apariencia de la libertad y la apariencia de la liberación por la libertad verdadera y por la liberación construida sobre la verdad, por la liberación en Jesucristo. La Iglesia ruega por esto cada día: "Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras" (Sal 94 [95], 8-9).

Sí. Que el hombre, testigo de la creación, el hombre cristiano, testigo de la cruz y de la resurrección (testigo, es decir, uno que ha visto y que mira), tenga el corazón abierto y la conciencia limpia. Tenga en sí esa libertad para la que Cristo lo ha liberado (cf. Gál 5,1).

Y rezad por esto, queridos amigos, ante todo por vosotros mismos, cuando recibáis el sacramento de la Penitencia y os unáis, mediante la Eucaristía, en la unidad del Reino de Dios.

Rezad, con este fin, también por vuestros amigos, por vuestras escuelas, por los ambientes donde vivís, por todos los hombres, que son vuestros hermanos y hermanas en la vocación a la dignidad humana y a la salvación eterna en Cristo crucificado y resucitado.

 



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