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SANTA MISA EN EL 450° ANIVERSARIO DE LAS APARICIONES 
DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE


HOMILÍA DE JUAN PABLO II

Sábado 12 de diciembre de 1981

 

Señores Cardenales,
queridos Hermanos en el Episcopado,
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con la celebración de esta Eucaristía he querido participar con vosotros, junto al altar del Señor, en un acto de homenaje filial a la Madre de Cristo y de la Iglesia, a la que el pueblo mexicano se acerca especialmente en estos días, al conmemorar los 450 años de la presencia de María Santísima de Guadalupe en el Tepeyac.

Vuelvo así, peregrino de fe, como aquella mañana del 27 de enero de 1979, a continuar el acto mariano que tuve en el Santuario del pueblo de México y de toda América Latina, en el que desde hace siglos se ha mostrado la maternidad de María. Por ello, siento que este lugar sagrado donde nos encontramos, la Basílica de San Pedro, se alarga con la ayuda de la imagen televisada hasta la Basílica guadalupana, siempre corazón espiritual de México y de modo particular en esta singular circunstancia.

Pero no sólo allí, y ni siquiera en toda la Nación mexicana, resuena este latido de fe cristiana, mariana y eclesial, sino que son tantísimos los corazones que, desde todas las Naciones de América, de norte a sur, convergen en peregrinación devota hacia la Madre de Guadalupe.

Muestra de ello es la significativa participación en este acto, al unísono con las gentes de sus respectivos pueblos, de los representantes de los países latinoamericanos y de la Península Ibérica, unidos por comunes lazos de cultura y devoción mariana.

Bien querría que mi presencia entre vosotros hubiera sido también física; mas no siendo posible, os he enviado como Legado mío al Cardenal Secretario de Estado Agostino Casaroli, para que sea una prolongación mía durante estas celebraciones y signo de mi particular benevolencia.

2. El mensaje guadalupano y la presencia de la venerada Imagen de Nuestra Señora que preside su nuevo Templo, como lo hiciera por cerca de tres siglos en la anterior basílica, es un hecho religioso de primera magnitud, que ha marcado de manera determinante los caminos de la evangelización en el continente americano y ha sellado la configuración del catolicismo del pueblo mexicano y sus expresiones vitales.

Esa presencia de María en la vida del pueblo ha sido una característica inseparable de la arraigada religiosidad de los mexicanos. Buena prueba de ello han sido las muchedumbres incesantes que, a lo largo de los siglos pasados, se han ido turnando a los pies de la Madre y Señora, y que allí se han renovado en su propósito de fidelidad a la fe cristiana. Prueba evidente son también los casi ocho millones de personas que anualmente peregrinan hacia su Templo, así como la presencia de María en tantos hogares, fábricas, caminos, iglesias y montañas del país.

Ese hecho guadalupano encierra elementos constitutivos y expresivos que contienen profundos valores religiosos y que hay que saber potenciar para que sean, cada vez más, canales de evangelización futura. Me limitaré a pergeñar tres aspectos que revisten un particular significado.

3. En el mensaje guadalupano sobresale con singular fuerza la constante referencia a la maternidad virginal de María. El pueblo fiel, en efecto, ha tenido siempre viva conciencia de que la buena Madre del cielo a la que se acerca implorante es la “perfecta siempre Virgen” de la antigua tradición cristiana, la aeiparthénos de los Padres griegos, la doncella virgen del Evangelio (cf Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38), la “llena de gracia” (Lc 1, 28), objeto de una singularísima benevolencia divina que la destina a ser la Madre del Dios encarnado, la Theotókos del Concilio de Efeso, la Deípara venerada en la continuidad del Magisterio eclesial hasta nuestros días.

Ante esa realidad tan rica y profunda, aun captada a veces de manera sencilla o incompleta, pero en sincero espíritu de fe y obediencia a la Iglesia, ese mismo pueblo, católico en su mayoría y guadalupano en su totalidad, ha reaccionado con una entusiasta manifestación de amor mariano, que lo ha unido en un mismo sentimiento colectivo y ha hecho para él todavía más simbólica la colina del Tepeyac. Porque allí se ha encontrado a sí mismo, en la profesión de su fervorosa religiosidad mariana, la misma de los otros pueblos de América, cultivada también en distintos santuarios, como pude constatar personalmente durante mi visita a Brasil.

4. Otro aspecto fundamental proclamado en el mensaje guadalupano es la maternidad espiritual de María sobre todos los hombres, tan íntimamente unida a la maternidad divina. En efecto, en la devoción guadalupana aparece desde el principio ese rasgo caracterizante, que los Pastores han inculcado siempre y los fieles han vivido con firme confianza. Un rasgo aprendido al contemplar a María en su papel singular dentro del misterio de la Iglesia, derivado de su misión de Madre del Salvador.

Precisamente porque Ella acepta colaborar libremente en el plan salvífico de Dios, participa de manera activa, unida a su Hijo, en la obra de salvación de los hombres. Sobre esta función se expresa de modo luminoso el Concilio Vaticano II: María, “concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra madre en el orden de la gracia” (Lumen gentium, 61).

Es una enseñanza que, al señalar la cooperación de la Virgen Santísima para restaurar la vida sobrenatural de las almas, habla de su misión como Madre espiritual de los hombres. Por ello la Iglesia le tributa su homenaje de amor ardiente “cuando considera la Maternidad espiritual de María para con todos los miembros del Cuerpo Místico” (Pablo VI, Marialis cultus, 22). En esa misma línea de enseñanza, el Papa Pablo VI declarará coherentemente a María como “Madre de la Iglesia”. Por esto mismo he querido yo también confiar a la Madre de Dios todos los pueblos de la tierra (7 de junio y 8 de diciembre 1981 ).

Estos contenidos doctrinales han sido una íntima vivencia, repetida hasta hoy en la historia religiosa latinoamericana, y más en concreto del pueblo mexicano, siempre alentado en esa línea por sus Pastores. Una tarea empezada por la significativa figura episcopal de Fray Juan de Zumárraga y continuada celosamente por todos sus hermanos y sucesores. Se ha tratado de un empeño puesto porfiadamente en todas partes, y realizado de manera singular en el Santuario guadalupano, punto de encuentro común. Así ha sido también en este año centenario, que marca asimismo el 450 aniversario de la arquidiócesis de México. Una vez más, el pueblo fiel ha experimentado la presencia consolante y alentadora de la Madre, como la ha sentido siempre a lo largo de su historia.

5. Guadalupe y su mensaje son, finalmente, el suceso que crea y expresa de manera más cabal los trazos salientes de la cultura propia del pueblo mexicano, no como algo que se impone desde fuera, sino en armonía con sus tradiciones culturales.

En efecto, en la imperante cultura azteca penetra, diez años más tarde de la conquista, el hecho evangelizador de María de Guadalupe, entendida como el nuevo sol, creador de armonía entre los elementos en lucha y que abre otra era. Esa presencia evangelizadora, con la imagen mestiza de María que une en sí dos razas, constituye un hito histórico de creatividad connatural de una nueva cultura cristiana en un País y, paralelamente, en un continente. Por eso podrá decir justamente la Conferencia de Puebla que: “El Evangelio encarnado en nuestros pueblos los congrega en una originalidad histórica cultural que llamamos América Latina. Esa identidad se simboliza muy luminosamente en el rostro mestizo de María de Guadalupe que se yergue al inicio de la Evangelización” (Puebla 446). Por ello, en mi visita al Santuario guadalupano afirmé que “desde que el indio Juan Diego hablara de la dulce Señora del Tepeyac, Tú, Madre de Guadalupe, entras de modo determinante en la vida cristiana del pueblo de México” (Homilía en el Santuario de la Virgen de Guadalupe, 27 de enero de 1979). Y efectivamente, la cohesión en torno a los valores esenciales de la cultura de la Nación mexicana se realiza alrededor de un valor fundamental, que para el mexicano –así como para el latinoamericano– ha sido Cristo, traído de modo apreciable por María de Guadalupe. Por eso Ella, con obvia referencia a su Hijo, ha sido el centro de la religiosidad popular del mexicano y de su cultura, y ha estado presente en los momentos decisivos de su vida individual y colectiva.

6. Esta realidad cultural, con la presencia tan sentida de la Madre y Señora, son un elemento potencial que debe ser aprovechado en todas sus virtualidades evangelizadoras frente al futuro, a fin de conducir al pueblo fiel, de la mano de María, hacia Cristo, centro de toda vida cristiana. De tal manera que la piedad no deje de poner cada vez más de relieve “el vínculo indisoluble y la esencial referencia de la Virgen al Salvador Divino” (Pablo VI, Marialis cultus, 25).

No cabe duda de que desde la raíz religiosa, que inspira todos los otros órdenes de cultura; desde la propia vinculación de fe en Dios y desde la nota mariana, habrá que buscar en México, así como en las otras Naciones, los cauces de comunión y participación que conduzcan a la evangelización de los diversos sectores de la sociedad.

De ahí habrá que sacar inspiración para un urgente compromiso en favor de la justicia, para tratar seriamente de colmar los graves desniveles existentes en campo económico, social, cultural; y para construir esa unidad en la libertad que hagan de México y de cada uno de los países de América, una sociedad solidaria y responsablemente participada, una auténtica e inviolable comunidad de fe, fiel a sus esencias y dinámicamente abierta a la conveniente integración –desde la comunión de credo– a nivel nacional, latinoamericano y universal.

En esa amplia perspectiva, guiado por la Virgen de Guadalupe patrona de América Latina, dirijo mi pensamiento y simpatía a todos los pueblos de la zona, especialmente a los que sufren mayores privaciones, y de manera particular a los de América Central, aquellos sobre todo probados hoy por duras y dolorosas situaciones que tanta preocupación suscitan en mi ánimo y en el mundo, por sus consecuencias negativas para una pacífica convivencia y por el riesgo que comporta para el mismo orden internacional.

Es necesario y urgente que la propia fe mariana y cristiana impulse a la acción generalizada en favor de la paz para unos pueblos que tanto están padeciendo; hay que poner en práctica medidas eficaces de justicia que superen la creciente distancia entre quienes viven en la opulencia y quienes carecen de lo más indispensable; ha de superarse, con procedimientos que lo ataquen en su misma raíz, el fenómeno subversión-represión que alimenta la espiral de una funesta violencia; ha de restablecerse en la mente y en las acciones de todos la estima del valor supremo y tutela de la sacralidad de la vida; ha de eliminarse todo tipo de tortura que degrada al hombre, respetando integralmente los derechos humanos y religiosos de la persona; hay que cuidar con diligencia la promoción de las personas, sin imposiciones que impidan su realización libre como ciudadanos, miembros de una familia y comunidad nacional.

No puede omitirse la debida reforma de ciertas estructuras injustas, evitando a la vez métodos de acción que respondan a concepciones de lucha de clases; se ha de promover la educación cultural de todos, dejando en salvo la dimensión humana y religiosa de cada ciudadano o padre de familia.

Un compromiso de moralidad pública ha de ser el primer requisito en la implantación de una sólida moralidad privada; y si es cierto que deben salvaguardarse las exigencias de una ordenada convivencia, nunca la persona humana y sus valores han de quedar supeditados a otras instancias o finalidades, ni ser tampoco víctimas de ideologías materialistas –sean de cualquier tipo– que sofocan en el ser humano su dimensión trascendente.

El amor al hombre imagen de Dios, la opción preferencial por el más pobre –sin exclusividades ni odios–, el respeto a su dignidad y vocación terrestre y eterna, deben ser el parámetro que guíe a quien diga inspirarse en los valores de la fe.

En ese espíritu de servicio al hombre, incluida su vertiente nacional e internacional, acepté –pocos días antes de mi visita al santuario guadalupano– la obra de mediación entre las Naciones hermanas de Argentina y Chile.

Se trataba de evitar de inmediato y se evitó un conflicto bélico que parecía inminente, y que habría tenido funestas consecuencias. Hace casi tres años que se está trabajando en esa obra, sin ahorrar esfuerzos ni tiempo.

Invito a todos a pedir a la Madre de Guadalupe, para que se resuelva pronto esa larga y penosa controversia. Las ventajas serán grandísimas para los dos pueblos interesados – así como para toda América Latina y aun para el mundo – que desean ardientemente ese resultado. Una prueba de ello son las numerosas firmas recogidas entre los jóvenes y que van a ser depositadas ante este altar. Puedan ser estos jóvenes los heraldos de la paz.

Sean sopesados serenamente los sacrificios que implica la concordia. Se verá entonces que vale la pena afrontarlos, en vistas de bienes superiores.

7. A los pies de la Virgen de Guadalupe deposito estas intenciones, junto con las riquezas y dificultades de América Latina entera.

Sé tú, Madre, la que guardes a los Obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas para que, imbuidos de un profundo amor a la Iglesia y generosamente fieles a su misión, procedan con el debido discernimiento en su servicio eclesial, y edifiquen en la verdad y la caridad al pueblo de Dios. Sé tú la que inspires a los gobernantes, para que, respetando escrupulosamente los derechos de cada ciudadano y en espíritu de servicio a su pueblo, busquen siempre la paz, la justicia, la concordia, el verdadero progreso, la moralidad en toda la vida pública. Sé tú la que ilumines con propósitos de equidad y rectitud a cuantos tienen en sus manos el poder económico y social, para que no olviden las exigencias de la justicia en las relaciones comunitarias, sobre todo con los menos favorecidos.

Ayuda a los jóvenes y estudiantes, para que se preparen bien a infundir nuevas fuerzas de honestidad, competencia y generosidad en las relaciones sociales. Mira con bondad a los campesinos, para que se les procure un nivel de vida más justo y decoroso. Proteye a los hermanos de Juan Diego, los indígenas, para que se les conceda un puesto digno en la sociedad, sin marginaciones ni discriminaciones. Cuida a los niños, para que tengan siempre el buen ejemplo y amor de sus padres. Guarda en la unidad a las familias, para que sean fuertes y perseverantes en el amor cristiano. Y puesto que eres Emperatriz de las Américas, tiende tu protección sobre todas las Naciones del Continente americano y sobre las que allí llevaron la fe y el amor a ti.

Haz finalmente, Madre, que esta celebración centenaria del pueblo mexicano que marca su fidelidad mariana en los pasados 450 años, sea, en ti, principio de una renovada fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Así sea.

 



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