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VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

MISA EN LA IGLESIA DE SAN BARTOLOMÉ DE ORCASITAS

HOMILÍA DE JUAN PABLO II

Madrid, 3 de noviembre de 1982

 

Señor cardenal,
hermanos en el episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

1. “La piedra que los constructores desecharon es ahora la piedra angular ...” (Mc 12, 10).

Con estas aleccionadoras palabras, tomadas del salmista (Sal 118) y que San Marcos pone en labios de Jesús, la primitiva comunidad cristiana celebraba gozosa la gloria del Resucitado, alegría expansiva de quienes se sentían a salvo y felices en la nueva construcción de Dios: la Iglesia.

La piedra, dice San Pablo (1 Cor 10, 4b), “era Cristo”. Y añade: “Cuanto al fundamento, nadie puede poner otro, sino el que está puesto, que es Jesucristo” (Ibid., 3, 11).

Jesucristo es, pues, la piedra fundamental del nuevo templo de Dios (cf. Ef 2, 20). Rechazado, desechado, dejado a un lado, dado por muerto —entonces como ahora—, el Padre lo hizo y hace siempre la base sólida e inconmovible de la nueva construcción. Y lo hace tal por su resurrección gloriosa. “Esta es la obra de Yahvé, admirable a nuestros ojos”.

Sobre El, por la fe en su resurrección, somos edificados los cristianos. Así nos lo enseña el apóstol Pedro, en su primera carta: “A El habéis de allegaros, como a piedra viva rechazada por los hombres, pero por Dios escogida, preciosa. Vosotros, como piedras vivas, sois edificados como casa espiritual para un sacerdocio santo ...” (1P 2, 4-5).

El nuevo templo, cuerpo de Cristo (cf. Jn 2, 21), espiritual, invisible, está construido por todos y cada uno de los bautizados sobre la viva “piedra angular” (Ef 2, 20), Cristo, en la medida en que a El se adhieren y en El “crecen” hasta “la plenitud de Cristo” (Ibid., 2. 13). En este templo y por él, “morada de Dios en el Espíritu” (Ibid., 2, 21 b), El es glorificado, en virtud del “sacerdocio santo”, que ofrece “sacrificios espirituales” (1 P 2, 5), y su Reino se establece en el mundo.

La cima de este nuevo templo penetra en el cielo, mientras sobre la tierra, Cristo, la piedra angular, lo sostiene mediante el “fundamento que El mismo ha elegido y dispuesto: los apóstoles y los profetas” (Ef 2, 20), y quienes a ellos suceden, es decir, en primer término, el Colegio de los obispos, y la “piedra” que es Pedro (Mt 16, 18).

De esta espléndida realidad eclesial, llena de lecciones y significado para cada cristiano, es símbolo cada templo visible, como éste ante el que nos hallamos, y que congrega a los miembros de la herencia de Cristo que constituyen una parroquia en una Iglesia local.

2. Han pasado muchos siglos desde Cristo. La heredad de Dios ha ido creciendo maravillosamente —no sin que se repitan los rechazos, las incomprensiones y luchas— sobre la piedra angular: Cristo muerto y resucitado. Cada día son más los hombres y pueblos que lo aceptan con fe y con amor, que buscan en El el fundamento sólido para construir un mundo mejor y más unido, donde se sientan a salvo bajo la mirada bondadosa de un solo Dios y Padre. Entre todos esos pueblos que no rechazaron, sino que hicieron de la fe en Jesús el centro de su historia, está la querida España, profundamente cristiana; entre esos hombres, herederos de Dios por el bautismo que asimila al hijo muerto y resucitado, os contáis también vosotros, hermanos y hermanas de esta parroquia madrileña de Orcasitas, reunidos junto al altar del mismo Cristo. A todos os siento muy dentro de mí y os acojo como miembros queridísimos de su Iglesia.

Este encuentro me llena de íntima satisfacción, porque me hace revivir aquí mis visitas periódicas a las parroquias de Roma, diócesis del sucesor de Pedro; parroquias situadas muchas veces, al igual que la vuestra, en zonas periféricas de la ciudad o de nueva construcción. No sin cierta nostalgia me recuerda también mi trabajo ministerial en las parroquias de mi tierra natal como sacerdote, y posteriormente mis visitas pastorales como arzobispo de Cracovia.

3. Sé que esta parroquia se ha ido formando gradualmente con habitantes venidos de diversos lugares. Conozco asimismo vuestros esfuerzos en cuanto trabajadores. Mi gran deseo es que crezca también vuestra vida de ciudadanos y que se hagan realidad las ilusiones que os han animado a venir, y las mejoras con que soñáis y a las que tenéis pleno derecho. Al mismo tiempo me hago cargo de los numerosos y graves problemas que se plantean en un barrio nuevo, y casi siempre con penosas consecuencias no sólo de orden laboral, sino también familiar, religioso y moral. Son problemas humanos, suscitados en buena parte por la urbanización acelerada y la creación de poblaciones periféricas de aluvión, que al alterar muchas veces el ritmo sosegado de las habituales ocupaciones condicionan notablemente la vida diaria, ofuscando quizá las vivencias religiosas, incluso las más arraigadas.

La Iglesia, esa heredad de Dios solidaria con la suerte del hombre en todo momento histórico, no considera tales condicionamientos como obstáculos insuperables para llevar a cabo su misión; al contrario, ve en ellos un llamamiento a prodigarse con abnegación y entrega, pareja a las dificultades y a las necesidades, para que no sufra mengua alguna la obra redentora de Cristo. Este nuevo templo os invita encarecidamente a dar testimonio, como personas y como comunidad parroquial, de que estáis unidos en Cristo en una misma fe y en una misma esperanza. Este templo va a ser signo de la construcción permanente del Reino de Dios en vosotros y en vuestro país. Es casa de Dios y casa vuestra. Apreciadlo, pues, como lugar de encuentro con el Padre común. Me alegro de saber que bajo el impulso del señor cardenal arzobispo se desarrolla en Madrid un vasto programa de construcción de templos parroquiales. Felicito a cuantos participan en ese empeño eclesial.

Permitid que me detenga ahora en algunos puntos concretos que, en cuanto Pastor y responsable de la Iglesia universal, considero de particular importancia para que siga creciendo, en bien vuestro y de la entera familia eclesial, el edificio espiritual de esta comunidad.

4. No me encuentro con vosotros simplemente ante un templo, sino en una parroquia y, en cuanto tal, estáis llamados a formar una sola cosa en Cristo, y obligados a testimoniar vuestra vocación comunitaria.

Una parroquia es, en efecto, una comunidad de hombres que, por el bautismo, están personal y socialmente conectados al sacerdocio de Cristo: a la dedicación plena que Cristo hizo de sí mismo al culto y alabanza de Dios, Creador y Padre. Vosotros sois una parroquia ante todo, gracias al hecho de que Cristo está aquí: en medio de vosotros, con vosotros, en vosotros. Vosotros sois parroquia porque estáis unidos a Cristo, de modo especial gracias al memorial de su único Sacrificio ofrecido en el propio Cuerpo y Sangre en la cruz; que se hace presente y se renueva en la Iglesia como el sacrificio sacramental del pan y del vino. Este sacrificio eucarístico traza el constante ritmo de la vida de la Iglesia, también de vuestra parroquia. ¡Centrad vuestras actividades parroquiales en la Sagrada Eucaristía, en el encuentro personal con Cristo, perenne huésped nuestro! Deseo, en especial, recordaros la necesidad de que participéis en la santa misa los domingos y días festivos.

La unión con Jesús en la-Eucaristía influirá en vuestra vida y enriquecerá vuestra parroquia, pues la comunidad cristiana crece y se consolida gracias al testimonio de vida que sus miembros saben ofrecer. A este respecto, es fundamental que los padres den en sus familias un ejemplo de vida coherente y que los miembros de los varios grupos y asociaciones sepan ser buenos discípulos de Cristo, generosos con todos, incluso con aquellos que se muestran aún refractarios al mensaje cristiano. Particular importancia tiene el compromiso de caridad hacia aquellos que, por una u otra razón, se hallan en necesidad. Los pobres, las personas enfermas, los ancianos, los minusválidos, representan otras tantas “llamadas” con las que Dios pulsa a la puerta de vuestro corazón. Pedidle a El la generosidad necesaria para responder con entrega, de la forma adecuada en cada caso.

5. “Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef 4, 5), cantáis con frecuencia, gozosos ante el misterio de la unidad de la Iglesia universal.

Papel privilegiado de la parroquia es mantener y hacer visible esta unidad. Ella ha de ser acogedora para todos, colaborando a la “unidad de todo el género humano”. Nadie ha de sentirse extraño entre vosotros. Reflejad en todas las manifestaciones de la vida parroquial que, como porción de la Iglesia, sois instrumento de unión con Dios y de unidad entre los hombres.

No hay más que una Iglesia de Jesucristo, la cual es como un gran árbol en el que estamos injertados. Se trata de una unidad profunda, vital, que es don de Dios. No es solamente ni sobre todo unir dad exterior; es un misterio y un don.

Sería empeño inútil e injusto pretender la unidad a nivel de pequeña comunidad mientras en ella se descuidase la unidad profunda en la fe, en los sacramentos de la fe, en la caridad. Es en Cristo, cabeza de la Iglesia, en su doctrina, en sus sacramentos, en sus mandatos, en la unión con Cristo donde se realiza y de donde brota la unidad.

La gracia de Cristo sigue llegando sin cesar a través de la Iglesia visible. Recordáis bien cómo el Señor indica a sus apóstoles: “Quien a vosotros oye, a mí me oye” (Lc 10, 16), y entrega a Pedro y a los apóstoles la potestad de atar y desatar (cf. Mt 16, 18; 18, 18).

La unidad se manifiesta, pues, en torno a aquel que, en cada diócesis, ha sido constituido Pastor, el obispo. Y en el conjunto de la Iglesia se manifiesta en torno al Papa, sucesor de Pedro, “principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, así de los obispos como de los fieles” (Lumen Gentium, 23). Otra forma de proceder, bien sea personalmente, bien en grupo, no sería otra cosa que desgajarse de la vida (cf. Jn 15, 1-6).

Vivid, pues, con delicada fidelidad lo que prescribe la autoridad eclesiástica, evitando particularismos que separan y pueden romper la comunión con la Iglesia.

Sois una parroquia joven, recién nacida, necesitada. aún de muchas cosas. Sin embargo, debéis pensar no sólo en vosotros mismos, sino también en los demás. Debéis contribuir con vuestra oración y con vuestro empeño al desarrollo del cristianismo en esta ciudad y en el mundo entero. Pedid fervientemente que entre vuestros jóvenes surjan vocaciones sacerdotales que puedan llevar la voz de Cristo a otras parroquias y —¿por qué no?— también a otras tierras y naciones.

6. Al terminar nuestro encuentro, quiero bendecir de corazón esta obra y las demás iglesias que se están construyendo o se construirán en esta zona, en los barrios más poblados de la archidiócesis madrileña y de las otras ciudades de España.

Bastantes de los aquí presentes habéis vivido las dificultades de la construcción de este templo, y participasteis luego de la alegría de su inauguración, de su dedicación al culto de Dios. Y hoy participáis conmigo de la alegría de este encuentro. Así ocurre también con la construcción de ese templo de Dios que somos cada uno de nosotros. Cuesta construirlo, porque esa construcción exige superar el egoísmo, la ira, vivir la paciencia, la fidelidad, la castidad, la laboriosidad, la hombría de bien. Pero también al final de ese esfuerzo nos espera la alegría que acompaña a los que son buenos hijos de Dios.

No lo olvidéis: la parroquia no es solamente un lugar donde se celebran algunas ceremonias y se enseña el catecismo; es además ambiente vivo en que ese catecismo debe actuarse. Las piedras materiales o la estructura externa del templo deben siempre recordaros que sois “piedras vivas”, que debéis construiros constantemente en Cristo, a la medida y ejemplo de Cristo, en lo personal, familiar y social. Ya está construido este edificio. Edificad ahora vuestras vidas según el querer de Dios.

Para esto, permaneced siempre cerca de la Virgen Santísima. Ella, que engendró en su seno virginal a Nuestro Señor y Salvador, lo engendrará igualmente en vuestras almas si pedís confiadamente su ayuda. Que interceda también por vosotros San Bartolomé, vuestro Patrono. Así sea.

 



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